Aunque en Asia empezó antes por razones de viajes, porque la segunda ronda se juega en América, este fin de semana pasado arrancó el clásico mundial de beisbol. Con la intención de repetirlo cada tres años, esta segunda edición ha presentado sorpresas desde el inicio. A pesar de contar con un pitcher de nivel, nadie esperaba que Holanda, no la Naranja mecánica, no Rinus Michels ni Johann Cruyff, ni los patinadores de velocidad o los nadadores, vencieran a los poderosos dominicanos de David Ortiz y Pedro Martínez. O, peor aún, que los australianos, sin Ian Thorpe o el equipo de Rugby, noquearan al equipo mexicano, en su propia casa. Un equipo de México que ha tergiversado su calidad histórica –y ahora resulta que su fuerza es el bateo– echó a perder la fiesta que le habían preparado. Los mariachis invitados tuvieron que callar; los aficionados que pagaron boletos de 700 pesos ya no tuvieron dinero para comprar la bolsa de papel; los medios no se percataron siquiera de que juegan naturalizados que son los verdaderos culpables que hay que aplastar como a los futbolistas (¿o será que el problema sólo es del futbol?).
Aún así, hay equipos que empezaron como se esperaba. Japón y Corea, que juegan con una intensidad diferente a China y a Taipei, demostraron que vienen a pelear duro; Estados Unidos, tambaleado contra Canadá, apabulló a Venezuela, y Cuba, a base de batazos, sepultó a unos pobres sudafricanos que no veían por dónde volaba la pelota.
Este torneo ha sufrido mucho para establecerse. Con la intención de aumentar el interés del público y fomentar la idea de hacer un torneo global, así como para emparejar los partidos, se impuso una regla que permite a ciertos jugadores con antecedentes familiares que jueguen en el país de sus antepasados. Así, Frank Catalanotto, a pesar de haber nacido en Nueva York, juega con Italia, al igual que el catcher Mark DiFelice, que nació en Pensilvania. Los hermanos Hairston, nacidos en Illinois, juegan con México, y Sydney Ponson, nacido en Aruba, es el lanzador estelar de Holanda. El caso excesivo lo presentó el multimillonario Álex Rodríguez, al que se pelearon dos equipos hace tres años para que finalmente optara por Estados Unidos, amparado en la razón turbia de que si dicho país recibió y ayudó a sus padres, él intentaba retribuirlo de esta forma. Lo extraño es que ahora había decidido representar a República Dominicana, no sabemos bajo qué razón actual, antes de que una lesión en la espalda le impidiera jugar.
Por otro lado, ciertos jugadores prefieren hacer la pretemporada con el equipo de las Ligas Mayores que les paga para pelear por un puesto. Otros no reciben el permiso. Sería mejor que pensaran en organizar el torneo entre la afamada Serie Mundial y el inicio de las ligas de invierno para que se pudiera contar con la mayor parte de los grandes jugadores.
Aún así, encontrar este tipo de torneos resulta apasionante. Hace tres años, los coreanos fueron el único equipo invicto hasta que en semifinal se toparon con los japoneses, a los que habían derrotado dos veces, y perdieron. Esos mismos nipones inspirados se encontraron con unos cubanos sorpresivos, y los vencieron en una hermosa final muy bien planeada. Es muy posible que este año veamos un buen nivel a pesar de que la mayoría de los jugadores vienen de la pretemporada. Competencias perfectibles y en continuo mejoramiento, sólo nos queda que Jorge Campillo de los Bravos de Atlanta recupere la idea de que el picheo mexicano es nuestro fuerte y controle los poderosos bates de Sudáfrica.
– Carlos Azar
Como escritor, maestro, editor, siempre he sido un gran defensa central. Fanático de la memoria, ama el cine, la música y la cocina de Puebla, el último reducto español en manos de los árabes.