Si hace quince años hubiéramos intentado predecir qué escritores estadounidenses vivos desarrollarían un estilo tardío, el nombre de Toni Morrison no habría estado entre los primeros de la lista. Una arquitectura barroca ha sido siempre la fortaleza de su ficción; y sus herramientas, una estructura profunda y la aparente falta de rumbo. La autora ha buscado que nos extraviemos como lectores, porque la materia que ha encarado en sus libros tiene raíces complejas y exige probar los límites mismos de la estructura narrativa.
Aquí se impone una digresión histórica. La vida moderna nació en Estados Unidos cuando la convención constituyente decidió contar a cada esclavo, para propósitos de representación e impuestos, como el equivalente de tres quintos de un ser humano. Era la única manera en que la Unión, sostenida en el sur y enriquecida en el norte por el trabajo esclavo, podría mantenerse como tal.
Si bien una gama de escritores, de Frederick Douglass a James Baldwin, abordó el descalabro moral de este acuerdo, antes de Morrison no se había dado, en la ficción, un ajuste de cuentas significativo que señalase la medida mítica de esa fracción representacional –y lo que expresa del “experimento americano”–. Se trataba, además, de una autora que no escribía para los blancos, sino para los negros, y no solo acerca de la condición negra o la construcción social de la raza, sino sobre las vidas mismas de los negros.
La fuerza que Morrison ha mostrado para cumplir este empeño ha sido legendaria. Siendo madre soltera, escribió su primera novela, Ojos azules (1970), durante las madrugadas, antes de tomar el metro hacia la oficina de Random House en Manhattan donde, en su labor de editora, confrontaba desde adentro el racismo editorial típico del país. A lo largo de 45 años, libro tras libro, ha vuelto a contar en toda su amplitud las historias de la población negra en Estados Unidos; así retrató la brutalidad de la esclavitud (Beloved, 1987), la música del Renacimiento de Harlem (Jazz, 1992) y el terrible fracaso de la época de la reconstrucción para mantener a raya la violencia (Paraíso, 1997).
Estos libros, junto a La canción de Salomón (1977), son sus deslumbrantes obras maestras. Con ellas Morrison hizo entrar en las letras estadounidenses el sonido vernáculo que ya había penetrado en la música y la cultura, aunque nunca de manera tan vívida en la ficción. Más allá de eso, ningún escritor estadounidense –y aquí se incluye a Cormac McCarthy– se había apropiado del espíritu vanguardista de Faulkner de una forma tan elocuente, entrando en el núcleo de preocupaciones del gran escritor del Misisipi para emerger con un sonido y una mitología tan singulares a la hora de relatar la historia de la violencia en Estados Unidos.
En los libros de Morrison, el peso de la violencia siempre cae del modo más brutal sobre las familias. Las madres matan a sus hijos para que no nazcan en la esclavitud (Beloved); los muchachos necesitan rastrear a sus ancestros asesinados para construir el sentido de lo que son (La canción de Salomón); las chicas crecen y rompen con las convenciones de sexo y género para escapar (Sula), provocando la ruptura de lo que queda de su familia. El acercamiento dual de Morrison al tema de la violencia, entonces, ha involucrado una preocupación unificadora y cosmológica por el amor. ¿Cómo amar cuando a uno le han enseñado a odiarse a sí mismo? ¿Cómo amar lo que se ha roto? ¿Cómo amar en ausencia?
Basta con leer los periódicos para entender que la obra de Morrison es tan necesaria y revolucionaria ahora como lo fue al final de la era de los Derechos Civiles, cuando empezó a escribir. La lucha es permanente. La diferencia, sin embargo, es que Morrison ahora tiene 84 años y, como tantos otros grandes escritores, su deseo de escribir y publicar no ha disminuido para nada a pesar de la prosperidad y el reconocimiento o incluso del terreno que aún no ha tocado. Y, así, en la última década Morrison publicó una serie de novelas breves, pulidas, que llenan los vacíos que había dejado su obra al abordar la historia de la población negra en Estados Unidos. Amor (2003), una novela polifónica sobre varias mujeres que amaron al mismo hombre, fue seguida por Una bendición (2008), historia sobre la esclavitud antes de la Independencia; después vino Volver (2012), el ágil relato de Frank Money, un veterano negro de la guerra de Corea que regresa a Estados Unidos en tiempos de la segregación.
De estos libros, Volver es el que ha tenido el mayor éxito. El peligro y el temor son dos presencias constantes en todas las obras de Morrison, porque ser negro en Estados Unidos siempre ha sido arriesgado. La autora que escribió Volver no era, con todo, la que escribió Beloved, en posesión de la colosal energía necesaria para envolver su furia en tanta belleza. Volver es una historia policial de ritmo vertiginoso que se lee de un tirón y en la que el protagonista no es un criminal, y sin embargo se le trata como a uno. El viaje de vuelta a casa es para Money una odisea cruel; su Penélope es un país que estuvo encantado de poner su vida y su cuerpo a disposición de una guerra en otro país, pero que a su regreso no tiene reparos en rechazarlo.
El amor entra en este universo con destellos de generosidad, a manera de esquirlas. Frank Money se ve motivado por el deseo primario del amor –dar protección– y vuelve para ver qué ocurre con su hermana, acaso en peligro. Durante su viaje recibe la ayuda de un amable reverendo. En una escena muy reveladora, Frank está por subir a un autobús cuando distingue una patrulla. “Se arrodilló como para amarrarse las agujetas –describe Morrison–. Cuando pasó el peligro, se puso de pie, luego se volvió al reverendo Locke y extendió la mano. Al estrecharse las manos, se mantuvieron la mirada, sin decir nada y diciendo todo, como si ‘adiós’ significara lo que en el pasado: ‘a Dios te encomiendo’.”
La más reciente novela de Morrison, God help the child, plantea un territorio más oscuro que Volver, pues recupera la emotiva despedida de Money y revela cómo esa muda bendición debería caer en todos los niños negros desde el nacimiento. ¿Cómo culpar a los hijos por nacer en un mundo tan degradado? La novela enuncia esta pregunta al narrar lo que en esencia es un moderno cuento de hadas, ese género sobre niños en riesgo, que lleva a Morrison al inicio mismo de su magnífica Ojos azules, la historia de una joven negra que desea ser blanca.
Bride, la heroína de esta nueva obra, es hija de una madre soltera. Su piel es muy oscura. Ella nunca ha deseado ser blanca, pero de todos modos sufre por su tono de piel. Apenas ve a su hija, el padre de Bride abandona a la madre y desaparece para siempre. La mujer no puede sino responsabilizar a la bebé por lo sucedido. En último término, la niña carga con una dosis suficiente de culpa. Bride huye tras acusar de abuso infantil a una mujer inocente. La razón: Bride deseaba ardientemente ser amada y admirada por su madre, una mujer dura y seca irónicamente llamada Sweetness. La culpa engendra culpa, y de ahí hacia adelante.
La historia arranca en la actualidad, una vez que la injusta condena se ha cumplido. La relación que Bride ha tenido con un músico llamado Booker llega a su fin por razones misteriosas, y la mujer a quien Bride mandó a la cárcel ha obtenido la libertad. “Mírala comer”, dice Bride con crueldad, luego de seguirla a un restaurante para su primer almuerzo de expresidiaria. “Engulle como si fuera una refugiada, igual que alguien que hubiese estado flotando en el mar sin comida ni agua por semanas preguntándose qué daño le haría al agonizante barquero probar su carne antes de hundirse.”
Bride resulta una creación familiar para los lectores de Morrison –se trata de una mujer que ha hecho lo que creía necesario– pero ahora aparece en tonos muy modernos. La novela transcurre en California, donde Bride ha puesto en marcha una exitosa compañía de cosméticos. Ha convertido su oscuro tono de piel en un valor, pues se viste de un blanco austero para asistir a cocteles de lanzamiento y fiestas exclusivas en Los Ángeles. No solo impone su piel negra en quienes la ven, también la usa como una máscara protectora. Otra forma de protección es el lujo: duerme entre sábanas de algodón, conduce un Jaguar.
La imaginería caníbal a la que alude Bride cuando habla de la expresidiaria es, pese a todo, reveladora y se repite a lo largo del libro. En este lúgubre cuento de hadas, el débil devora al fuerte y viceversa. En una escena retrospectiva nos enteramos de que a Bride y Booker los vinculó su cercanía con el abuso. Bride vio cómo un hombre blanco abusaba de la hija de su joven vecina, lo que generó un reprimido instinto de denunciar a alguien. Solo que cuando se hizo de la fuerza suficiente para cumplir este designio lo llevó a cabo contra una mujer negra inocente, mucho más fácil de condenar que un propietario blanco.
Por su lado, Adam, el hermano de Booker, fue raptado y asesinado por un pedófilo de piel blanca. Es una pérdida de la que Booker nunca se recupera. En adelante vive con la impresión retorcida pero comprensible de haber tomado el lugar de su hermano. “Ha de estar exhausto por haber muerto y no conseguir descanso –dice una tía a Booker, hablando de Adam– porque tiene que sostener la vida de alguien más.”
La sección en la que conocemos a Booker deslumbra por la profunda generosidad narrativa de Morrison. La simple lectura de los hechos que lo han convertido en lo que es produce la tensión necesaria para que lo entendamos, para que veamos por qué él habría de evitar los lazos emocionales y sus complicaciones con una partida abrupta. La descripción de cómo Booker pasa de ser un prometedor músico y estudiante universitario a un joven extraviado es demoledora, en parte porque uno puede escuchar, a través de esta historia, las historias de otros cientos de miles de jóvenes.
La obra cuenta con varios narradores, desde Sweetness y Bride hasta Brooklyn, la desleal mejor amiga de Bride, una mujer blanca que intenta –pero no consigue– seducir a Booker. Cuando Bride sale a carretera para buscar a Booker choca el auto y queda a merced de una familia blanca y pobre que cuida de una niña prostituta y analfabeta llamada Rain. A través de breves ráfagas de prosa poética, conocemos la historia de Rain, quien de igual modo ha vivido su aún corta existencia con un sentido permanente de persecución.
Los estratos de estas voces crean el esbozo de un lamento que resultará conocido para los lectores de Morrison. En la parte final del libro, Bride, golpeada y hambrienta, ya en los puros huesos, da con el rastro de una de las tías de Booker. La mujer abre las puertas de su hogar a la vagabunda y la obliga a comer. “Te ves como una cosa que hasta los mapaches se negarían a comer”, dice. La esencial bondad de la ficción de Morrison se manifiesta en buena parte en esa sola línea de diálogo: el amor y la dignidad deshechas por las circunstancias pero resucitadas por la gracia.
Al final, sin embargo, God help the child se lee como un extravagante cuento de hadas que al tiempo que admite la moraleja no se adhiere a las limitaciones del género. Una y otra vez Morrison da saltos en su relato para explicar al lector lo que la historia significa, diluyendo la natural extrañeza del cuento de hadas y rompiendo así la magia. “¿Durante cuánto tiempo ese trauma de infancia lo había lanzado lejos de las corrientes y las marejadas de la vida?”, se pregunta Booker, ya avanzado el libro. De igual modo, Bride lucha por llegar a un sitio donde “ya no esté obligada a revivir, a sobrevivir al desprecio de su madre y el abandono de su padre”.
En estos momentos, uno siente cómo la autora impone su peso sobre la historia, forzando su voluntad sobre la conclusión. Difícilmente podríamos culparla por este instinto. Un tercio de las personas desaparecidas en Estados Unidos es de raza negra. Añádase a esto el número de hombres negros en prisión y ahí se tiene una cultura de la ausencia. El dolor en estas circunstancias es inimaginable, y en este libro duro y tardío Morrison ha dado forma a un mundo en el que el dolor pueda acaso sublimarse. Es triste, sin embargo, que el poder de su ficción no provenga de sublimar la vida en Estados Unidos, sino de revelar lo que esa vida en realidad ha sido. Hacer eso, más que poner en riesgo el final de su obra, es quizá el mayor acto de amor que podríamos pedir. ~
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Traducción del inglés de Geney Beltrán Félix.
Publicado originalmente en The Australian.
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.