Abogado del diablo: El juicio al general Arnaldo Ochoa

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UNO

Privado del grado de general de división de las Fuerzas Armadas Revolucionarias que ostentaba cuando encabezó las tropas cubanas en las misiones internacionalistas de Angola, Nicaragua y Etiopía; despojado del título honorífico de “Héroe de la República de Cuba” que el Consejo de Estado le había conferido por su esforzada victoria contra el ejército somalo en el Ogadén; expulsado del Partido Comunista de Cuba, a cuyo Comité Central pertenecía, y desposeído de su condición de diputado a la Asamblea Nacional, Arnaldo Ochoa, condenado a la pena capital por alta traición a la patria, fue fusilado el día 13 de julio de 1989.

Apenas un mes antes, el 12 de junio, Arnaldo Ochoa había sido “arrestado y sometido a investigación por graves hechos de corrupción y manejo deshonesto de recursos económicos”, según lo dio a conocer el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba. A los pocos días y como resultado de las investigaciones y los interrogatorios, se le acusó de estar involucrado en “algunas operaciones de tráfico de drogas”, en contubernio con Pablo Escobar, jefe del Cártel de Medellín.

Para analizar la conducta del general de división Arnaldo Ochoa Sánchez, se convocó al Tribunal de Honor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. El ministro, general de ejército Raúl Castro Ruz, rindió un informe ante el tribunal con el propósito de contribuir al esclarecimiento de los hechos. En él descalificó en términos personales la conducta del general Ochoa y lo acusó de corrupción, enriquecimiento ilícito y tráfico de drogas. El general Ochoa, por su parte, aceptó las impugnaciones de orden moral que recayeron sobre su persona y reconoció la comisión de los delitos que se le imputaron; hizo una severa autocrítica de su proceder; manifestó su más profundo y sincero arrepentimiento; deslindó al comandante en jefe, al ministro de las Fuerzas Armadas, al Partido y al gobierno de Cuba de cualquier participación en el tráfico de estupefacientes y finalmente descartó el carácter político de su detención y enjuiciamiento. Tras el interrogatorio, el Tribunal de Honor resolvió solicitar a las instancias correspondientes que el general Arnaldo Ochoa fuera despojado de los grados, cargos y reconocimientos que le habían sido conferidos a lo largo de su carrera militar y puesto a disposición del Tribunal Militar Especial para ser juzgado, con todo el rigor de la ley, por alta traición a la patria.

El 30 de junio se instaló el Tribunal Militar Especial, encargado de llevar a cabo el juicio. Desprovisto del uniforme militar con el que unos días antes había comparecido ante el Tribunal de Honor, Arnaldo Ochoa reconoció de nueva cuenta su culpabilidad. A pregunta expresa del fiscal, general de brigada Juan Escalona Reguera, desacreditó a la prensa extranjera que había visto en su proceso judicial los signos de la disidencia y de la lucha interna por el poder en Cuba. En su informe oral conclusivo, el fiscal lo encontró culpable y consideró que su castigo debía ser directamente proporcional a las altas distinciones de que había sido objeto. Solicitó al tribunal, en consecuencia, que fuera sentenciado a la pena capital. Tras el debate, el tribunal dictó sentencia de muerte a Arnaldo Ochoa Sánchez y a otros tres acusados, Antonio De la Guardia, Jorge Martínez y Amado Padrón.

Para concluir el proceso, Fidel Castro, en su calidad de presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba, reunió a los 29 miembros de ese órgano de gobierno. Cada uno de ellos expuso los motivos de su fallo con respecto a la sentencia emitida por el Tribunal Militar Especial. Después de todas las intervenciones y con el propósito de justificar su veredicto condenatorio, Fidel hizo un recuento pormenorizado de los daños que Ochoa le había infligido a la Revolución. Al término de su discurso, pidió que se cumpliera la formalidad de la votación. Por unanimidad, el Consejo de Estado ratificó la sentencia de muerte dictada por el Tribunal Militar Especial.

 

DOS

A lo largo del proceso, el diario oficial Granma presentó el caso del general Arnaldo Ochoa y sus cómplices como una afrenta a la Revolución cubana, que hubo de ser castigada de manera ejemplar para erradicar de tajo cualquier conexión de Cuba con el narcotráfico, “es a peste corruptora que infecta el continente”, y de la cual el país hasta entonces había podido librarse. Por el contrario, la prensa extranjera detractora del sistema político de Cuba no vio en el juicio y el fusilamiento de Arnaldo Ochoa el castigo a la participación de un militar de alto rango en operaciones de tráfico de estupefacientes, como se afanaba en presentarlo el gobierno cubano a la opinión pública internacional, sino la eliminación de un virtual adversario político. Y es que por sus prendas personales, su prestigio militar, adquirido en las misiones de Cuba en África y en Centroamérica, y su popularidad, debida, entre otros factores, a su extracción humilde, a su fisonomía morena y aindiada y a su propia personalidad carismática, se pensaba que Ochoa podía rivalizar con el ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y aun con el mismo comandante en jefe de la Revolución cubana. Su fusilamiento, entonces, fue tomado por los analistas políticos contrarios al régimen cubano como un ardid que el propio Castro había tramado para devolverle a la Revolución su credibilidad en lo concerniente a su oposición al narcotráfico y, de paso, liberarse de un contrincante asaz peligroso. Los anticastristas no creían que Ochoa hubiese participado en operaciones de tráfico de drogas, pero, dado el caso de que así hubiese sido, no podían admitir que Castro hubiera permanecido al margen del asunto, pues consideraban que en ese país no se movía la hoja del árbol sin la voluntad del tirano. Arnaldo Ochoa era para ellos, pues, un chivo expiatorio, sacrificado por la decisión personal del dictador cubano.

Cuando yo supe del caso, sentí un estremecimiento. A pesar de haber sufrido algunas decepciones, siempre había defendido la causa de la Revolución cubana, pero también siempre había estado en contra de la pena de muerte, cualesquiera que fueran las circunstancias en que se aplicara, de manera que la ejecución de Arnaldo Ochoa y sus secuaces, aun en el supuesto de que los crímenes que se les imputaban fuesen absolutamente ciertos, me parecía reprobable por principio. No negaba que el delito por el que se les acusaba fuera grave, pues nadie puede pasar por alto los estragos que el narcotráfico ha provocado en nuestros países: ha perturbado sus economías, ha corrompido sus sistemas judiciales, ha generalizado la violencia. Tampoco negaba que la prensa norteamericana hubiera cargado las tintas, como acostumbraba hacerlo, al referirse al caso Ochoa. Sin embargo, los señalamientos de los analistas políticos adversos a la Revolución cubana, por suspicaces, tendenciosos y devastadores que fueran, despertaban la sospecha de que el asunto iba más allá de lo estrictamente judicial y tenía un cariz político. Expulsar a priori de mi mente esa sospecha me habría generado un sentimiento de traición intelectual mucho más amargo que asumirla hasta sus últimas consecuencias, así que le di cabida en mi corazón, no sin dolor y pesadumbre.

Desde el caso Padilla, que me había indignado igual que a tantos escritores respetables –muchos de ellos inclusive afines hasta entonces al régimen cubano, como Jean-Paul Sartre, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa–, no había vuelto a sentir ese escozor que ni la fe más firme ni la convicción política más sólida pueden aliviar.

No habían pasado dos meses de los acontecimientos cuando llegó a mis manos el libro Causa 1/89, en el que se presentaba el expediente completo del caso Ochoa. Paradójicamente, la lectura acuciosa de ese documento, publicado por una editorial cubana oficial con el manifiesto propósito de probar la legitimidad de las impugnaciones y la limpieza del proceso judicial, lejos de disipar las dudas que pudiera tener al respecto, las multiplicó y las hizo más profundas. Es más, en muchas ocasiones las resolvió en el sentido contrario al que se proponía, pues la sospecha de que el caso tenía un trasfondo político encontró fundamento y cobró verosimilitud.

Lo primero que me sorprendió al leer la transcripción del juicio oral sumarísimo del Tribunal Militar Especial por el que fueron procesados Arnaldo Ochoa y los demás acusados fue el triste papel, por decir lo menos, que en su desarrollo habían desempeñado los abogados defensores. Todos ellos tenían grados militares inferiores a los del presidente y los jueces del tribunal, que eran generales de división, y al del fiscal, que era general de brigada. Yo no tenía más conocimiento de las leyes castrenses cubanas que los artículos de la Constitución de la República de Cuba que se invocaban en el mismo expediente, pero el mero sentido común me llevó a pensar que difícilmente un militar que fungiera como abogado defensor podía enfrentar en igualdad de circunstancias a un fiscal que ostentaba un grado superior. Sin embargo, no fue la diferencia jerárquica lo que más me inquietó, sino la vergüenza, generalmente implícita pero a veces expresa, que mostraban los abogados por tener que defender a semejantes criminales.

A falta de abogados defensores que pudieran cumplir realmente su papel, conforme leía el expediente fui adoptando, sin ser abogado, la actitud que debería haber asumido la defensa si esta hubiera tenido la libertad de conciencia que este caso, como cualquier otro de orden judicial, ameritaba. Desempeñé, así haya sido en la soledad de mi lectura, el papel del defensor póstumo que los acusados no tuvieron en el juicio. Y como, a lo largo del proceso, Ochoa y sus compañeros habían sido satanizados por sus jueces, por la opinión pública y por ellos mismos –que confesaron sin reservas las terribles culpas que les atribuían, paralizando con ello a sus virtuales defensores–, acabé por convertirme, sin darme cuenta, en abogado del diablo. Y es en esta condición, que pretende buscar el mayor número de elementos posible para rebatir al adversario, que hago un análisis del discurso del juicio.

 

TRES

A los dos días de haber dado la noticia de la detención del general Arnaldo Ochoa, Granma publica un editorial demoledor que descalifica moralmente al combatiente internacionalista que estaba a punto de asumir el mando del Ejército de Occidente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. El diario habla del “proceso de descomposición moral que poco a poco tuvo lugar en él” y de “graves irregularidades” en su conducta. No es sino al final del texto cuando estos señalamientos, ciertamente vagos, desembocan en una acusación específica, aunque no probada todavía: la posibilidad de que Ochoa y sus secuaces hubieran participado en algunas operaciones de tráfico de estupefacientes en las proximidades del territorio nacional. Prevalecen, pues, los denuestos adjetivos sobre las impugnaciones sustantivas, que se relegan a un segundo plano o se aplazan al final del artículo. Los primeros, aunque son tan imprecisos como la “descomposición moral”, se dan como probados, mientras que las segundas, tan puntuales como el tráfico de drogas, se quedan en el ámbito de las suposiciones. Las invectivas en su contra juzgan lapidariamente a Ochoa antes de que la investigación se haya llevado a cabo y el juicio haya tenido lugar, y son de tal manera contundentes que en unas cuantas líneas convierten al héroe de la República de Cuba en un gran traidor a la patria. Si con antelación al inicio del proceso judicial se cierne sobre su persona este veredicto, es de preverse que el juicio habrá de ser un mero simulacro para cubrir el expediente. Parecería que el editorialista conociera de antemano el guión completo del proceso, incluido su inexorable desenlace, y lo fuera publicando en episodios sucesivos y dosificados, a la manera de una novela por entregas, con la intención de infundir en el lector la certeza de la pulcritud del juicio y la imprevisibilidad del fallo.

Una semana después, el editorial del Granma se rasga las vestiduras. Bajo un encabezado por demás enfático que dice “Sabremos lavar de forma ejemplar ultrajes como éste”, detalla las conexiones que han tenido, cada uno por su parte, Arnaldo Ochoa y Antonio De la Guardia con el narcotráfico, en particular con el jefe del Cártel de Medellín, Pablo Escobar; señala sus modos de operación en aguas jurisdiccionales de Cuba; da cuenta de las ganancias en divisas que obtuvieron por sus “trabajos” y, sobre todo, condena su réproba conducta, que puso en riesgo a la Revolución y que mancilló a la patria con una práctica execrable de la que Cuba, a diferencia de otros países del continente, hasta entonces había permanecido al margen. No me detengo en los pormenores de la operación del narcotráfico ni en los nombres de los implicados a los que el editorial se refiere; sólo destaco algunos aspectos que tienen que ver con los procedimientos judiciales, con las justificaciones que el gobierno da respecto de su actuación en el caso y con las descalificaciones morales, que se corresponden con las más inflamadas expresiones de fervor patrio.

Se dice que Ochoa y Antonio De la Guardia, “los dos principales responsables de los hechos que se analizan, han colaborado poco con el esclarecimiento de los mismos”. Y acto seguido se niega categóricamente que se haya recurrido a la práctica de la tortura para obtener información. Es de notarse que se habla de responsables de los hechos aun cuando los acusados, según se infiere, no hayan confesado su culpabilidad. En consecuencia, no debería decirse que los hechos se analizan, puesto que ya están juzgados, sino que se condenan. Por lo que hace a la tortura, no pude evitar que se colara en mis disquisiciones el sabio refrán que reza Satisfacción no pedida, culpabilidad manifiesta.

El editorial expresa una preocupación extrema por el prestigio de la Revolución, que la conducta delictuosa de los acusados puso en alto riesgo, pues, de haber sido capturado alguno de sus cómplices cubanos en otro país, la opinión pública internacional habría involucrado al gobierno revolucionario en el narcotráfico.

No obstante, el propio editorial admite que en el Ministerio del Interior existía un departamento especial, conocido por las siglas MC [Moneda Convertible], que dirigía Antonio De la Guardia desde 1982 y que se encargaba de realizar tareas clandestinas para contrarrestar los efectos del bloqueo norteamericano:

 

¿Cuál era la función esencial de este Departamento? Una tarea relacionada con la lucha del país contra el bloqueo económico de Estados Unidos: adquisición y transporte a Cuba de productos como equipos médicos y de laboratorios, medicamentos, material sanitario, medios de computación y otros equipos, piezas, componentes y accesorios de equipos de procedencia norteamericana, cualquier cosa que pudiera ser útil a nuestro país, actividades absolutamente justas y morales frente al criminal bloqueo de Estados Unidos. Para realizar estas misiones, el Departamento MC tenía conexiones con ciudadanos norteamericanos o residentes en ese país que disponían de medios navales o aéreos para transportar los productos a Cuba. El Departamento MC estaba autorizado a realizar operaciones comerciales con ellos. No pocas necesidades pudieron ser resueltas por esta vía. Pero estaban obligados a trabajar bajo estrictas normas que prohibían rigurosamente cualquier nexo con elementos de un modo u otro relacionados con la droga.

 

Con la justificación del bloqueo, Cuba incurría, pues, en negociaciones internacionales irregulares o clandestinas, por llamarles de algún modo, cuyos límites no es fácil precisar. Todo indica que el principio rector de la política del Departamento MC es el de que el fin justifica los medios. Si su objetivo es adquirir los bienes necesarios que el embargo económico impide obtener legalmente, la taxativa del tráfico de drogas, por riesgoso y lesivo que este sea, queda en entredicho. La posibilidad de que en el lector se incube una sospecha semejante lleva al editorialista, párrafos más adelante, a curarse en salud, pero curiosamente lo que condena con mayor energía no es el narcotráfico en cuanto tal, sino que los recursos obtenidos de él fueran a parar a los bolsillos de los acusados y no a las arcas nacionales:

 

Claro que desde el primer momento alegaron que su propósito era ayudar al país, aunque es evidente para cualquiera que no se ayuda al país clavándole un puñal por la espalda. Dijeron que esos fondos los habían entregado al Estado como parte de las operaciones comerciales autorizadas. Bien pronto se descubrió el cinismo de tales pretextos cuando empezaron a aparecer en maletines bien guardados, escondrijos y casas de amigos íntimos o familiares, cientos de miles de dólares.

 

Una vez decomisado el dinero generado por el narcotráfico, el autor del artículo dice, magnánimo y purificador: “Buscaremos qué uso humanitario darles a esos fondos procedentes de la droga.” Esta frase rebasaría las funciones de un editorialista de un periódico no oficial y denota que su redactor es el mismo Fidel, pues sólo él tenía entonces el poder en Cuba para asignar recursos del Estado a un fin particular.

A lo largo del editorial predomina un tono moralizante que, por solemne e hiperbólico, con frecuencia roza lo caricaturesco. A tal grado son insultantes las frases enderezadas contra los acusados y exultantes las dedicadas a la patria, que pierden credibilidad, pues, utilizado de manera recursiva, el énfasis opera en sentido inverso a su propósito y acaba por debilitar la expresión que en principio quiso fortalecer. Dos ejemplos:

 

[…] independientemente de la grave violación de principios éticos y políticos irrenunciables en que incurrieron, repugna la forma en que Ochoa, Tony De la Guardia y su grupo, como vulgares rateros del narcotráfico internacional, estaban vendiendo la república por un grano de lenteja.

 

[…] lo que han hecho constituye una traición a los oficiales y combatientes de nuestras heroicas Fuerzas Armadas Revolucionarias y a los combatientes del Ministerio del Interior, que tantas páginas gloriosas han escrito en defensa de la Revolución; una traición a los limpios compañeros que han caído en abnegada lucha dentro y fuera de Cuba; un ultraje a nuestros principios y una bofetada a la patria.

 

CUATRO

El domingo 25 de junio se instala el Tribunal de Honor para conocer los hechos que han llevado al arresto de Arnaldo Ochoa y otros militares. Raúl Castro rinde un informe con el objeto de contribuir, según sus palabras, al análisis de los acontecimientos. Prevalece en su discurso el mismo tono moralizante que había utilizado Granma para hablar de la conducta de Ochoa. Dice, por ejemplo:

 

Paso a paso, desoyendo todas las críticas, advertencias y exhortaciones, Ochoa emprendió un camino sin regreso que lo condujo a ultrajar el honor revolucionario de un militar en nuestro Estado Socialista. De tal manera se ha traicionado, ante todo, a sí mismo.

Antes de señalar los delitos por los que se le acusa, vuelca sobre Ochoa una andanada de adjetivos denigrantes de índole personal, con lo que abona el terreno para lanzar después las impugnaciones sustantivas. Dice de él que era presuntuoso, arrogante, charlatán, inmoral, ambicioso, demente y aventurero. Si Ochoa, con anterioridad a su detención, ha mostrado los defectos que el ministro le señala y que a la postre lo han llevado a cometer los delitos que se le atribuyen, cabe preguntarse por qué sus superiores no lo destituyeron oportunamente de sus cargos para evitar que incurriera en la conducta delictuosa que se le adjudica. Y no sólo eso: ¿por qué lo colmaron de honores militares y estuvieron a punto de conferirle el mando del Ejército de Occidente? Como el principal inculpado de semejante omisión obviamente sería el propio ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, para justificarse Raúl Castro aduce que antes de su detención sólo tenía indicios de las faltas morales de su subordinado, y ninguna prueba que lo hubiera llevado a tomar en su momento la determinación de separarlo de sus cargos:

 

Ante los degradantes extremos de su situación actual nos preguntamos si no hubiéramos podido descubrir más temprano que de las charlatanerías Ochoa iba involucionando a costumbres, hábitos y prácticas que conformaban una tendencia entonces potencial a la corrupción. […] teníamos indicios, aunque no pruebas todavía, de graves faltas morales en su conducta personal, que podían ser expresión de una degradación ética tal, que de ser ciertas suscitaban el temor a una posible deserción […] cuando fuimos conociendo de estos hechos, sobre todo después del arresto de Ochoa […] hemos pasado de la perplejidad, e incluso la incredibilidad, hasta la consternación.

 

Entre tantas vaguedades –tendencias, potencialidades, temores, posibilidades– que presenta el cuadro patológico que, metido a psicoanalista, configura el ministro a propósito de la personalidad de Ochoa, lo único claro es que Raúl no tenía elementos de juicio suficientes para haberlo destituido antes de que se procediera a su detención.

¿Los tuvo para arrestarlo unos días después de que se entrevistó con él por última vez? ¿Los tiene cuando lo condena como lo hace en esta alocución?

La intervención de Raúl da clara cuenta de la solemnidad petrificada del discurso revolucionario:

 

Debo admitir con toda franqueza que las señales de violaciones e irregularidades en el desempeño de Ochoa como jefe se mezclaban y confundían con su temperamento y con algunos rasgos particulares de su personalidad que dificultaban discernir su verdadero pensamiento de las constantes bromas.

 

Es decir que por la actitud bromista propia del temperamento de Ochoa el ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias no pudo fincarle responsabilidades al acusado en una primera instancia. Por otra parte, es de notarse que, en su concepción, el sentido del humor, como ocurre en La broma de Milan Kundera, es pernicioso y hasta contrarrevolucionario.

El discurso termina con una demanda grotesca: que Ochoa, arrepentido de sus actos, infunda en el ánimo de sus hijos, tras un análisis autocrítico, la justeza de la decisión de los tribunales si estos lo condenan a la pena capital. Qué mayor manipulación puede haber que obligar a un reo a convencer a sus propios hijos de que su mal proceder justifica su muerte. Es obvio que Ochoa accede a esta solicitud, que entraña una amenaza a sus descendientes, para protegerlos. De la aparente tolerancia y magnanimidad del discurso de Raúl se infiere, además, la posibilidad del perdón, seguramente ofrecida en la oscuridad de su celda a cambio de su autoinculpación. Puede pensarse que tal esperanza y el deseo de proteger a su familia son los que conducen a Ochoa al inequívoco reconocimiento de las culpas que se le imputan.

Antes de que el Tribunal proceda al interrogatorio, Ochoa es instado a hablar. Sus declaraciones son lamentables y terribles. Acepta sin chistar todos y cada uno de los delitos que se le achacan, y reconoce igualmente, sin la menor réplica, las impugnaciones de orden moral que han recaído sobre su persona:

 

Yo quiero ante este Tribunal, aunque creo que lo saben, afirmar que ni el Comandante en Jefe, ni el Ministro, ni el Partido, ni el Gobierno, ni nadie en las Fuerzas Armadas, tuvo nunca nada que ver con esto, que todo esto fue artificio de mi mente.

 

Cuando Ochoa trata de hacer una autocrítica de índole moral, su lenguaje se vuelve torpe, enrevesado, y las frases ridículas y vergonzosas que profiere en pro de su posible “salvación” no parecen responder a su propio discurso sino al de sus verdugos, como las que a continuación transcribo:

 

[…] porque no son sólo ustedes y el pueblo el que está indignado, yo también estoy indignado conmigo mismo, porque si hay un ser humano que no tuvo nunca razón para hacer esto fui yo.

 

[…] creo que traicioné a la patria.

 

[…] en 200 años de heroísmo, yo no sería capaz de resarcir a la Revolución y ni por la mente me pasa tal vanidad.

 

Creo que hoy el tribunal de mi propia conciencia es más duro que cualquiera.

 

Llega a aceptar, de manera tácita, que lo ejecuten: “yo mismo me desprecio y ya no hay razón de vida sino… no espero más nada”.

Después de su autocrítica, surgen las preguntas del Tribunal, que no intentan otra cosa que reforzar, según el guion preestablecido, la absoluta inocencia del gobierno revolucionario y su ejemplar conducta en el manejo del caso. Ochoa dice que ha recibido un trato excelente desde que lo arrestaron, que no hubo ningún motivo de orden político en la comisión de sus delitos, y que ya les había dicho a sus hijos que todo lo que se había publicado sobre él estaba apegado fielmente a la verdad.

La intervención final de Ochoa, después del interrogatorio, es patética:

 

[…] no albergo en lo absoluto ningún reproche por lo que aquí se ha dicho, pues yo comparto la opinión de todos en lo que se ha dicho hasta este momento, que creo que se ha hecho una valoración justa y meridiana de la realidad […] yo creo firmemente, conscientemente en mi culpabilidad y si aún puedo servir aunque sea de un mal ejemplo, la Revolución me tiene a su servicio, y si esta condena, que puede ser por supuesto el fusilamiento, llegara, en ese momento sí les prometo a todos que mi último pensamiento será para Fidel, por la gran Revolución, que le ha dado a este pueblo. Gracias.

 

¡Carajo!, escribí en el margen de mi libro al final de esta declaración. Me acordé de Heberto Padilla y su obligada contrición, sí, pero también de las víctimas del estalinismo más recalcitrante, como Nikolái Ivánovich Bujarin y Alexéi Ivánovich Ríkov, cuyos escalofriantes casos han sido relatados por el escritor cubano Leonardo Padura en su reciente y extraordinaria novela El hombre que amaba a los perros dedicada a Trotski. Y de Milovan Djilas y Arthur Koestler y Alexandr Solzhenitsyn y Milan Kundera.

Unos cuantos días después de la comparecencia de Arnaldo Ochoa ante el Tribunal de Honor, Granma publica un editorial con un encabezado justiciero: “Ni una sola piedra de las trincheras de la moral y del honor de Cuba puede quedar sin reparar”. En él se trata de desterrar cualquier suspicacia que pudiera haber surgido en la opinión pública acerca de la imparcialidad del juicio, la libertad de conciencia de Ochoa y la independencia de sus actos delictuosos con respecto a una posible crisis política de la Revolución. Con frases lapidarias, arremete contra las virtuales sospechas que pudieran tener los extranjeros detractores de la Revolución cubana y aun sus propios apologistas de dentro y de fuera de la isla:

 

[…] varios de sus órganos de prensa [los del “enemigo imperialista”] comienzan ya a interpretar los acontecimientos de forma groseramente intrigante y calumniosa. Hablan de luchas del poder, de personas que son sacrificadas como chivos expiatorios para encubrir responsabilidades de otros, de que Ochoa y De la Guardia son disidentes y que todo esto ha sido inventado para reprimirlos.

Por la manera sumarísima en que se lleva a cabo el juicio; por las declaraciones autoinculpatorias e increíbles del propio Ochoa; por las satisfacciones no pedidas del discurso de Raúl Castro y de los artículos del Granma y por el creciente carisma que en los últimos tiempos había venido cobrando el general Arnaldo Ochoa, estas sospechas, si no pueden comprobarse, por lo menos tienen razón de existir en cuanto tales. El editorial añade otra retahíla de descalificaciones a la prensa extranjera que lo único que hacen es suscitar, una vez más, la desconfianza con respecto a la limpieza del proceso:

 

Frente al proceso político y judicial más limpio que se pueda concebir, afirman que los acusados están drogados, que de modo mecánico aceptan los cargos […] De milagro no empiezan a decir ya que los hemos torturado atrozmente. Algunos grupúsculos hipócritas que dicen ocuparse de los derechos humanos comienzan a chillar, exclamando que hace falta un juicio justo, que los acusados no tienen garantía para un veredicto imparcial, etcétera.

El editorial trata de adelantarse a los posibles recelos del lector para acallar una virtual crítica interna, que no llegará a expresarse porque a priori está tildada de contrarrevolucionaria.

Descarta también el móvil político de Ochoa y, de entrada, cualquier posible comparación del otrora héroe internacionalista con alguno de los disidentes de la Revolución que pudieran conservar cierto prestigio en la memoria no sólo de los exiliados sino de la comunidad interna:

 

No pocos grupúsculos contrarrevolucionarios en el exterior empiezan a exaltar la figura de Ochoa como un disidente político, una víctima inocente del Gobierno Revolucionario, un nuevo Huber Matos, al que hay que salvar a toda costa.

 

Al final del artículo se hace la exaltación de las sesiones del Tribunal de Honor, que se desarrollaron, según el diario oficial, con absoluta pulcritud. Sin embargo, de la lectura de las intervenciones de los jueces, se infiere que no fue el valor que el editorial encomia lo que los llevó a culpar a los acusados, sino el miedo a ser considerados por la superioridad concesivos o clementes.

 

CINCO

El libro Causa 1/89 también contiene la transcripción del juicio oral sumarísimo del Tribunal Militar Especial a Arnaldo Ochoa y los demás acusados.

A lo largo de todo el interrogatorio se advierte un manifiesto y hasta enfático interés de Ochoa no sólo por aceptar su culpabilidad, sino incluso por comprobarla: “quiero que todos los presentes, empezando por el Tribunal, sepan que yo no quiero, ni mucho menos, rehuir ninguna responsabilidad” –dice de entrada.

Por su parte, el fiscal trata de demostrar que no ha prejuzgado el caso y que Ochoa cuenta con todas las prerrogativas de ley para defenderse. Sin embargo, a cada reconocimiento de culpabilidad por parte del acusado corresponde una declaración extrajudicial moralizante del fiscal, quien a menudo incurre en el regaño paternalista y hasta en el chantaje moral, expresados ambos con repugnante teatralidad, como puede advertirse en los fragmentos del interrogatorio que a continuación transcribo:

 

-FISCAL. Porque yo llevo mucho años de conocerlo, ¡muchos años!, muchos años de verlo actuar: en la jefatura del Ejército Oriental, en la jefatura del Ejército Central, en la jefatura del Ejército Occidental; lo he visto dirigir maniobras, dirigir ejercicios, dirigir tropas; conozco de sus hazañas en Etiopía, conozco de las cosas que usted ha hecho y me pregunto: ¿Es posible que este hombre sea el mismo hombre, que después se transforme en un perfecto irresponsable, que compromete el prestigio, la dignidad, el honor de su país con una irresponsabilidad absoluta, que conoce que hay un grupo de gente vinculado al narcotráfico en este país y siendo general, y siendo héroe y siendo responsable es incapaz de ir a la más alta instancia del gobierno y decir: aquí hay un grupo de delincuentes haciendo negocios con el narcotráfico? Por eso yo digo: ¿Usted es el mismo Ochoa de Etiopía?

A.O. Posiblemente no.

[…]

F. […] cuando le digan: esa inversión que ustedes han disfrutado es el resultado de una acción de narcotráfico que, además, inventó Arnaldo Ochoa Sánchez.

A.O. Hum, hum, así es.

F. Pero éste es su país, Ochoa.

A.O. Sí, nunca lo he negado.

F. Es el que usted ha defendido miles de veces.

A.O. Sí.

F. ¿Y qué ha ocurrido dentro de Arnaldo Ochoa para ahora regalarlo, regalárselo al enemigo?

 

La autoinculpación se va volviendo más extrema conforme avanza el juicio:

[…] ya no soy, objetivamente, el mismo hombre que decía el Fiscal que combatí aquí, que dirigí allá, inclusive me he sentido apagado… tomé el camino equivocado […] Cuando un ser humano pierde el crédito, ya no es nadie. Y, bueno, creo que sobran palabras. Hay muchos hechos, y preferiría que se actuara por los hechos.

 

Para terminar, Ochoa exonera a Fidel de toda responsabilidad en el asunto, y admite que lo traicionó:

 

[…] mientras el Comandante en Jefe hablaba de que nosotros [Cuba] no estábamos implicados en el narcotráfico, nosotros [A.O y sus secuaces] estábamos implicados en el narcotráfico, es decir, estábamos negando la palabra del Comandante.

 

A continuación, se le inquiere sobre las “calumnias” que la prensa extranjera ha lanzado contra la Revolución cubana: que si lo habían drogado para comparecer ante el tribunal, que si en realidad se trataba de una escisión política, que si Fidel tenía miedo de su popularidad. Ochoa desmiente una a una estas impugnaciones de la prensa extranjera y llega a hacer pronunciamientos tan inverosímiles como vergonzantes:

 

F. […] dicen que usted estaba drogado cuando vino al Tribunal.

A.O. Y además, por cierto, salió un sicólogo “muy inteligente” de una universidad de EE UU que dijo hasta el tipo de droga que me habían dado…En realidad, ¿qué se dice ahí? Que hay una escisión política, que lo que hay es un levantamiento militar en Cuba, que es sedición, que en el MINFAR y el MININT hay sublevaciones, que hay división interna del Partido…

F. Que usted tiene más méritos militares que Fidel, que por eso es usted suprimido.

A.O. Sí, bueno, pero ya eso da un poco más de choteo.

F. Es más risible.

A.O. Sí, sí, ya eso… Se dice aquí que hay una lucha entre los viejos y los jóvenes, y que bueno, Castro está haciendo una purga. Es decir, se dicen tantas cosas que uno se da cuenta hasta dónde es capaz de llegar el cinismo de estos señores… dicen… que aquí en Cuba toda la vida se ha traficado con droga y que éste es un problema político… Hasta dónde son capaces de hacer invenciones por hacerle daño a la Revolución. Y yo diría que ésa es una medida de la grandeza de esta Revolución y de lo que vale esta Revolución… y ya que se ocupan de trasmitir esto al mundo, que también trasmitan que ni el MININT, ni en las Fuerzas Armadas, ni en el Partido… Al contrario, yo diría que nuestra Revolución, día a día, ha sido más sólida y se ha ido consolidando y es más fuerte. Y prueba de eso es lo que está sucediendo en este juicio, ésa es la realidad. Y decirles que no sean cínicos, que son realmente unos calumniadores.

 

La lectura deja la impresión de que todo el juicio es una mise en scène para desmentir las impugnaciones que se les hacen a la Revolución y a Fidel. En efecto, lo que el fiscal principalmente condena en su informe oral conclusivo es que Arnaldo Ochoa haya traicionado a Fidel, a cuya personalidad rinde culto irrestricto:

 

 

A quien primero traiciona Ochoa es, precisamente, a Fidel, de quien no basta decir, en sólida argumentación técnica, que es su Comandante en Jefe.

Ochoa sabe, como nadie, que está traicionando un símbolo, una historia de limpieza jamás empañada por una mentira […] Al atentar contra la credibilidad de Fidel, Ochoa, y con él todos los demás encartados, clavaron a la patria y al pueblo un puñal en medio de la espalda […] Fidel es nuestra voz, es nuestra representación, a quien acudimos en los momentos difíciles […]

 

Como de las confesiones de Ochoa no se desprende cuál pudo haber sido el móvil que lo condujo a la comisión de los delitos que se le adjudican, pues en ningún momento del interrogatorio da muestras de ser un hombre ambicioso que apeteciera enriquecerse con el narcotráfico, el fiscal recurre a desenmascarar, más con apreciaciones formales que con argumentos jurídicos, la aparente sencillez del acusado:

 

En estos días Ochoa, que en muchos sentidos me ha parecido honesto, y pudiera decir que hasta valiente al admitir sus culpas y no intentar evadir la condena que le espera, ha tratado, sin embargo, de establecer una imagen de hombre sencillo y austero. Ochoa no es, en los hechos, ni lo uno ni lo otro; no es modesto por la naturaleza de sus aspiraciones de riqueza, y no es austero porque nunca se privó de nada.

 

Desmiente así que el móvil de su acción sea de carácter político, pues en ese caso también lo sería la condena a la que se hace acreedor. Para el fiscal, Ochoa es un delincuente común:

 

En su ceguera, el enemigo llega a la sinrazón de atribuir a Ochoa, e incluso a otros acusados, motivaciones de naturaleza política. Ochoa […y] todos los demás, caen en la simple categoría de delincuentes comunes; no hay que inventar más nada.

 

Puede verse que tal apreciación es presentada como si se tratara de un axioma y no requiriera por tanto de ninguna argumentación. El fiscal también descarta, para exonerar a la autoridad de cualquier sospecha, la posibilidad de que las acciones de los acusados hubieran podido responder a lo que en términos militares se llama “obediencia debida” porque esta –y cita la legislación– es “la que viene impuesta por la ley al agente, siempre que el hecho realizado se encuentre entre las facultades del que lo ordena y su ejecución dentro de las obligaciones del que lo ha ejecutado”. Es difícil admitir que en un sistema autoritario, en el que se practica, como ha dejado constancia fehaciente el propio fiscal, el culto a la personalidad, esta sea una ley de veras operante en la realidad.

Al finalizar su informe, el fiscal pide la pena de muerte para Arnaldo Ochoa Sánchez.

El libro recoge también los resultados de las encuestas de opinión sobre el caso. ¿Será necesario decir que al término del juicio el 100 % de los encuestados consideraba traidores, inmorales, corruptos y culpables a los implicados?

 

SEIS

Por determinación de su presidente, se reúne en pleno el Consejo de Estado de la República de Cuba. Cada uno de los miembros da su veredicto. Por unanimidad, ratifican la sentencia de los tribunales.

En su alocución, Raúl Castro “revela” lo evidente: que Fidel “ha estado conduciendo este proceso”. Aunque lo ha hecho, dice, “a través de las instituciones creadas por la Revolución y sustentándose en la más estricta legalidad socialista”.

Al final habla Fidel.

De entrada, el comandante en jefe celebra la limpieza del proceso. Deja sentado que no ejerció “la más mínima influencia” sobre los tribunales y que siempre consideró que el Consejo de Estado sería la instancia que tomaría la decisión final en caso de que el Tribunal Militar Especial sentenciara a los acusados a la pena capital. Subraya que todos los consejeros se han pronunciado con absoluta libertad –y curiosamente, añado yo, con absoluta uniformidad.

Una vez legitimado el procedimiento, pasa a abordar el caso de Arnaldo Ochoa, en el que centra su largo discurso. Primero relativiza los méritos del ex general en las misiones internacionalistas que se le encomendaron, adjudicándose él mismo todos los honores, y después lo desacredita en términos personales.

Confiesa que la importancia de la misión cubana en Angola, en la que tantos combatientes cubanos voluntarios –y sólo voluntarios según él– arriesgaron su vida, lo obligó a asumir directamente la estrategia durante todo el año de 1988, aunque fuera a larga distancia:

 

[…] las misiones en Angola, en Etiopía y en cualquier parte, fueron responsabilidad, en primer término, de la dirección del Partido [léase Fidel] y del alto mando de las FAR [léase también Fidel]. Si algo salía mal, la responsabilidad era nuestra, absolutamente nuestra [plural mayestático], y no íbamos a echarle la culpa a ningún jefe, a ningún dirigente militar.

 

No deja de ser contradictorio que después de esta declaración, en la que se presenta a sí mismo como el único responsable de las misiones internacionalistas y por tanto no sólo de sus fracasos sino también de sus triunfos, Fidel rechace por principio el reconocimiento de cualquier mérito individual, como el que pudiera atribuírsele a Ochoa:

 

Hay la tendencia en el mundo a individualizar los éxitos; los propios éxitos de la Revolución muchas veces me los achacan a mí; los éxitos de Castro, cuando son los éxitos de todo el pueblo y son los éxitos de toda la dirección. Prefiero, realmente, que me señalen o me responsabilicen con los reveses, a que me responsabilicen con los éxitos […] Hay también en las guerras la tendencia a ver los méritos de quien estaba de jefe, y a olvidarse muchas veces de los méritos de los soldados […]

 

Tras la negación de los méritos personales de Ochoa en campaña, Fidel señala sus deficiencias –estas sí absolutamente intransferibles– en el desempeño de sus funciones. Dice que era muy poco proclive a hacer informes, que con cierta frecuencia se ausentaba de sus obligaciones y no acudía a reuniones importantes, que sus propuestas estratégicas no eran las más adecuadas. Y en contraposición a las faltas de Ochoa, exalta su propio protagonismo en el caso de Cuito Cuanavale. Por supuesto que en su discurso es a él, y no a Ochoa, a quien se deben los éxitos militares aun cuando el comandante en jefe dirigiera las operaciones desde su despacho de La Habana y Ochoa estuviera en el frente de batalla. Cabe preguntarse por qué, si Ochoa adolecía de tantos defectos y cometió tantos errores, Fidel lo designó en ese puesto, lo mantuvo en él durante tanto tiempo y prohijó que se le concediera la alta designación de “Héroe de la República de Cuba”. Por supuesto, Fidel no responde a estas preguntas, que ningún miembro del Consejo de Estado, por otra parte, se atrevería a formular y acaso ni siquiera a concebir. Él no es responsable de las deficiencias de su hombre en Angola, aunque, a sabiendas de ellas, lo haya sostenido ahí y condecorado por sus hazañas castrenses, sino víctima de su traición.

Y es en esta condición de víctima que el comandante en jefe aplica de manera retroactiva el recién adquirido descrédito de Ochoa al prestigio que el otrora heroico general había obtenido por su valor patriótico.

Con gran dramatismo, Fidel arremete contra Ochoa contrastando la limpieza de la guerra de Angola con la putrefacción de uno de los generales que la dirigían. Y con criterios morales muy exaltados, subraya la gravedad de la conducta de Ochoa para preparar retóricamente el terreno de su veredicto final:

 

¡Que un héroe de la República, que un miembro del Comité Central, que un general de división, que un jefe de la misión más importante que está llevando a cabo el país en el exterior, se tope esa mafia, ese grupo de gángster y no venga inmediatamente a informarlo, y que lejos de ello se asocie a ese grupo, es muy grave!

 

En la parte medular de su larga intervención, Fidel trata de justificar el arresto de Ochoa y de los demás acusados. El problema discursivo al que se enfrenta es que, según la versión oficial, en el momento en que son detenidos no se tenía ningún indicio de la vinculación de Ochoa con el narcotráfico, pues tal descubrimiento se hizo una vez que ya habían sido arrestados. ¿Por qué se les detuvo entonces? La verdad es que Fidel, al igual que Raúl en su oportunidad, no habla de los motivos concretos del arresto. Se refiere, en abstracto, a “irregularidades”, “cosas” que le parecen raras, “actividades de tipo moral” (?), “inmoralidades”, etcétera, pero no menciona los cargos concretos que hubieran podido ameritar la detención. Pongo algunos ejemplos, que de no ser indignantes serían risibles, de estas vaguedades sin cuyo esclarecimiento el arresto no queda legitimado, cosa grave en un discurso presuntamente aclaratorio que desembocará en la determinación de que al acusado se le aplique la pena capital:

 

Con Ochoa se actuó con todo el cuidado que debía actuarse, a partir de informaciones sobre cuestiones de tipo moral [?], asociado a otras informaciones [?] que habían llegado indistintamente en un momento y otro; se agruparon, y se aprecia claramente de que hay una serie de actividades irregulares [?]. Ya se había tomado con anterioridad la decisión de designarlo como Jefe del Ejército de Occidente cuando vino de Angola. Son estas noticias [?] y estos análisis [?] los que determinan posponer su toma de posesión en este cargo. No se le podía entregar esa responsabilidad si no se precisaban y se aclaraban algunas de estas cosas [?]. […] Cuando me llegan las noticias que me trae el MINFAR de esas actividades [?] y, sobre todo, de las actividades de tipo moral [?], ello expresaba un nivel de deterioro tal que, desde luego, llegamos a la decisión de que no podía ser designado jefe del Ejército Occidental.

 

[…] aunque teníamos pruebas, se toma la decisión de no hablarle [en la reunión con Raúl] de aquellas graves cosas de aspecto moral [?], porque al hablarle a un hombre de aquello [?] podían ocurrir dos cosas [sólo habla de una], una de ellas que se diera un tiro al saber que eran conocidas.

 

[…] los compañeros del alto mando del MINFAR, que estaban analizando este problema, llegaron a la conclusión de que las actividades [?] de Ochoa eran graves, y no quedaba otra alternativa que arrestarlo.

 

Teníamos pruebas y ya en ese material se evidenciaban también de manera fehaciente las inmoralidades [?] en que estaba incurriendo Ochoa.

 

Ya tenían bastante gravedad las cosas [?] en que estaba implicado Ochoa […] ya no había alternativa posible; era imprescindible arrestarlo y […] juzgarlo por aquellas actividades [?].

 

Pues cuáles y qué tan graves serían esas “cosas” que no se pueden decir en público ni siquiera ante el Consejo de Estado en el momento en que se trata precisamente de justificar el arresto de una persona que ha sido sancionada con la pena de muerte por los tribunales que lo han juzgado. ¿Podemos, sin incurrir en una lamentable ingenuidad infantil, descartar del discurso acusatorio del comandante en jefe de la Revolución cubana el móvil político, el recelo, la rivalidad, el temor?

Retóricamente, Fidel pregunta: “¿Tuvo Ochoa oportunidad de salvarse?” Y, casi para terminar su intervención, se responde a sí mismo afirmativamente. La magnanimidad de la Revolución le dio varias oportunidades que él no supo aprovechar: sus entrevistas con Raúl, su comparecencia ante el Tribunal de Honor, en la que Fidel reconoce que fue valiente y sincero, y ante el Tribunal Militar Especial, donde según el comandante ya no fue ni valiente ni sincero, porque trató de justificar su actitud diciendo que él pensaba dejar el negocio y buscar un amigo extranjero que invirtiera los recursos mal habidos en el desarrollo del turismo en Cuba. Acto seguido, pronuncia su fatal veredicto:

 

Creo que aquí se han expuesto una serie de argumentos serios, sólidos, para explicar por qué no tenemos alternativa en este caso […] ¿Quién podría volver a creer en la Revolución; quién podría creer en la seriedad de la Revolución si realmente no se aplican, para faltas tan graves, las penas más severas que establecen las leyes del país?

 

Por unanimidad, el Consejo de Estado ratificó la sentencia del Tribunal Militar Especial.

 

SIETE

En la madrugada del 13 de julio fue aplicada la pena de muerte a Arnaldo Ochoa y a otros tres acusados.

No los fusilaron en los fosos de la antigua fortaleza de La Cabaña, donde suelen llevarse a cabo las ejecuciones, ya sea antes del amanecer o, para amortiguar el estruendo de la descarga de la fusilería, a las nueve en punto de la noche, al tiempo que se dispara el cañonazo del Morro en recuerdo de la práctica colonial con la que se anunciaba el encadenamiento de la bahía. Lo fusilaron en un potrero aledaño a la base aérea de Baracoa, al este de La Habana, poco antes de que dieran las dos de la mañana de aquel 13 de julio de 1989. ~

 

 

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* La muerte del preso político Orlando Zapata Tamayo tras 83 días en huelga de hambre para protestar por sus condiciones de vida en prisión, ocurrida en La Habana, Cuba, el pasado 23 de febrero de 2010, y la huelga de hambre y de sed que sostiene Guillermo Fariñas Hernández en Santa Clara desde el 26 de ese mes, me instaron a buscar en mis archivos las notas que había tomado cuando leí el libro Causa 1/89. Fin de la conexión cubana, publicado en La Habana por la Editorial José Martí, en el que se reúnen los documentos del juicio contra el general Arnaldo Ochoa. Con base en ellas escribí este artículo que señala las prácticas que adopta el régimen castrista, igual hoy que hace veinte años o que hace cuarenta, con el caso Padilla, para enfrentar la discrepancia, la crítica, la oposición o la disidencia.

 

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