Paradรณjicamente, sin embargo, y desde muy pronto, se siente deslizรกndose por un plano inclinado que nada conseguirรก levantar ya, como si la operaciรณn de prรณstata a la que se someterรก en el verano de 1921 tuviese valor simbรณlico mรกs allรก de la reparaciรณn de averรญas fรญsicas. Tiene en torno a 45 aรฑos y empieza entonces lo que Mainer ha llamado en su Pรญo Baroja (Taurus, 2012) “tiempo de reflexiรณn”. En la impunidad divertida de la carta privada se retrata como un “pato viejo al lado del fogรณn” –segรบn le escribe a Paul Schmitz ese aรฑo–. Pero cuando no habรญa cumplido todavรญa los treinta se sentรญa ya como un paralรญtico al lado de la vitalidad gimnรกstica de Ramiro de Maeztu y las efusiones nietzscheanas de Hacia otra Espaรฑa (1900).
Sin embargo, es precisamente en esa etapa de lucidez sobre su presunta decadencia cuando Baroja tantea su vocaciรณn de ensayista de ideas con orden y concierto: “el hombre que estudia algo y no siente instinto de innovaciรณn es un cretino; el que siente la innovaciรณn y trabaja por ella es un revolucionario; el que siente la innovaciรณn, trabaja por ella y duda de ella es un humorista”, seguramente como lo es รฉl, que escribe esas lรญneas precisamente en La caverna del humorismo. Pero en Baroja siempre espera a la vuelta de la esquina una paradoja mรกs: por mucho que en las Obras completas de Cรญrculo de Lectores se rotulen como ensayo tres gruesos tomos, Gonzalo Sobejano sospecha que ensayo, lo que se dice ensayo, Baroja solo escribiรณ uno, ese mismo La caverna del humorismo que acabo de citar, publicado en 1920 y escrito en los meses inmediatamente anteriores. Pero ni siquiera parece muy segura esa atribuciรณn, como no sea tras asumir la desconfianza de Baroja hacia el gรฉnero. Quizรก ahรญ empezรณ la certidumbre (equivocada) de que ese ensayismo vagamente sesudo o parรณdicamente universitario era un error literario o, mejor, una vรญa muerta.
Porque prosa de ideas y de combate, batalladora, insolente, suspicaz, irritable y a ratos intolerante ha escrito mucha desde la รบltima dรฉcada del siglo xix en mรบltiples periรณdicos y revistas. El hervor de la actualidad ha sido un estรญmulo creativo tan potente como la vocaciรณn de narrador y novelista. En su primer libro de artรญculos combina sin aprensiรณn relatos, microrrelatos, estampas y artรญculos de opiniรณn propiamente dichos, y ese primer libro, El tablado de Arlequรญn, es de 1904. Para entonces ha ganado alguna fama de escritor nuevo y modernista, con sus diversos libros novelescos, y en particular con la trilogรญa del mismo aรฑo La lucha por la vida. Sus diagnรณsticos sobre la sociedad espaรฑola han sido los habituales en sus amigos: como ellos, รฉl ve a Espaรฑa como “una especie de gelatina sin irritabilidad” y tambiรฉn ha clamado acremente contra la brutalidad cruel e inhรณspita de una sociedad acartonada, atada a la vigilancia de una moral catรณlica “repulsiva” –adjetivo barojiano por antonomasia– y presuntamente ilusionada con una fe en la democracia absurda, en el fondo nociva y que Baroja no comparte ni en el fin de siglo ni al final de su vida: nunca.
Lo que no va a perder Baroja es la fe en la funciรณn mayor del intelectual burguรฉs. La define de muchos modos, pero en torno a 1917, cuando redacta Juventud, egolatrรญa, todavรญa es algo tan raso y elemental como “pulverizar la sociedad del pasado”. Cuando se explica a sรญ mismo en las pรกginas de El Socialista de 1908 tampoco se anda por las ramas: “el intelectual burguรฉs va demoliendo la casa vieja e incรณmoda” y su misiรณn no es otra que “destruir. Hay que destruir tenazmente, implacablemente” porque el intelectual burguรฉs conoce “la tramoya de la vida polรญtica y social” y, en la cercanรญa de la rebeldรญa nihilista, “seรฑala con rabia y con desprecio todas las aberraciones y tonterรญas de que ha sido testigo” (XIII, 234-235). Casi diez aรฑos despuรฉs, sigue vivo el instinto central de la literatura de Baroja: la inyecciรณn de piedad y sentimiento en el hosco corazรณn de una sociedad brutalizada, que festeja las miserables costumbres populares y es social y humanamente insensible hasta la exasperaciรณn. En 1915 piensa que “hoy, que todavรญa la fuerza es dura, brutal y atropelladora, hay que tener piedad; piedad por los desheredados, por los desquiciados, por los enfermos, por los egรณlatras, cuya vida es solo vanidad y aflicciรณn de espรญritu” (XIII, 254).
Egolatrรญa es otra palabra del repertorio privado de Baroja y es la que usa para titular su primer intento de autobiografรญa mรกs o menos formal, o su primera tentativa de ensayo en formato autobiogrรกfico, o su primer asomo al memorialismo en forma de ensayista, a saber. Porque no es fรกcil sintetizar cรณmo concibe Baroja Juventud, egolatrรญa (1917), fuera de reconocer en ella una de sus mejores obras. No se desdijo nunca de ella, le propocionรณ nuevos lectores y tambiรฉn un buen puรฑado de elogios, entre ellos los de sus amigos Azorรญn y Ortega. Con ambos se trataba desde mucho tiempo atrรกs, y ahora ha estrechado la relaciรณn particularmente con el segundo. Se ven casi a diario en la redacciรณn del semanario Espaรฑa, entre 1915 y 1916, cuando lo dirige Ortega y allรญ acuden los dos de tertulia. Ortega habla y Baroja escucha sin interrumpir nunca, como repetirรก tantas veces, porque solo ante Ortega confiesa una intensidad de experiencia intelectual irrepetible. A Baroja le parece que Ortega mejora mucho fuera de la floreciente donosura del estilo, cuando habla y habla, con ingenio y gracia, con humor y chispa, sin la altisonancia retรณrica que se le desparrama por escrito. Baroja simpatiza tan de veras por entonces con ese Ortega oral que se van juntos de excursiรณn en verano, en el coche con chรณfer de Ortega. Durante una temporada, fijan los domingos como dรญa de encuentro rutinario y Baroja pasa alguna larga temporada de verano en Zumaya, con Ortega, Zuloaga y otros amigos, a menudo retratados al bies en sus novelas y despuรฉs en sus memorias de posguerra.
Y quizรก esa proximidad a Ortega tenga algo que ver con la deriva de madurez de Baroja y su prosa de ideas. El estรญmulo sin embargo funciona en clave de oposiciรณn, como si Baroja buscase hallar su tono de ensayista en el extremo opuesto de Ortega, o incluso en la contracara de su estilo de pensar y escribir. Si en 1904 es todavรญa el moralista titubeante y quizรก incluso acomplejado de unas “ligeras vaciedades en forma de pensamientos acerca de la vida y la moral” –incluidas en El tratado de Arlequรญn–, diez aรฑos despuรฉs hay un nuevo aplomo para su dispersiรณn y su efusividad. O lo hay en medida suficiente como para escribir Juventud, egolatrรญa literalmente “sin remordimientos” por ocuparse “sobre los motivos eternos de la vida y el arte”, sobre asuntos de “amor intelectual e inactual”, y sordo al presente bรฉlico de la Primera Guerra Mundial. Esa autobiografรญa de juventud ha nacido a medias de la solicitud ajena y de la voluntad propia porque acaba siendo “una obra de higiene” que, como todas, le apareciรณ “entre las manos sin pensarlo ni quererlo”, como una de tantas “exudaciones espontรกneas”. En la prรกctica, sin embargo, el lector barojiano detecta otra cosa: un cambio de rasante, una vocaciรณn meditativa y casi contemplativa que le hace forzar la mรกquina de su estilo hasta decir que tratarรก inopinadamente de “motivos eternos” –¡¿Baroja?!– y a partir del “amor intelectual”.
Baroja no se ha hecho otro Baroja; solo se ha hecho mayor en un sentido muy integral de la palabra y ha orientado su imaginaciรณn literaria hacia un territorio casi insรณlito o nunca muy seguro en su obra de antes y de despuรฉs. El resultado final no fue pobre, desde luego, pero no es un disparate creer que frente a la gracia o la fecundidad de su novela, ese otro gรฉnero fuese para รฉl solo accidental o secundario, incluso impropio o fuera de lugar en un perfil como el suyo. Sin embargo, no aparca la tentaciรณn del ensayista y aprovecha el mismo impulso para encadenar al menos dos libros mรกs. Expresan los lรญmites, y las menospreciadas virtudes, de un ensayista luminoso, creativo y heterodoxo, lรบcido y casi siempre insumiso. El primero es ese experimento autobiogrรกfico que empieza como libro de anotaciones y crรญtica moral y solo despuรฉs se convierte en una autobiografรญa, Juventud, egolatrรญa; continรบa por un impagable autorretrato en forma de dietario y cuaderno de viaje trufado de notas de moralista, Las horas solitarias. Notas de un aprendiz de psicรณlogo (1918) y se remata con una ficciรณn novelesca en clave de manuscrito hallado que es, teรณricamente y segรบn Sobejano, lo mรกs parecido a un ensayo entero de Baroja, La caverna del humorismo (1919).
Estamos muy cerca de sus cincuenta aรฑos, y despuรฉs el formato del ensayo volverรก a adoptar la fragmentaciรณn del artรญculo, aunque a veces aspire a que esos artรญculos nuevamente dispuestos cobren sentido algo mรกs unitario (Mainer seรฑala agudamente la similitud de Juventud, egolatrรญa con “una de las mรกs provocadoras y disconformes autobiografรญas a trozos que ha dejado el siglo XX: Minima moralia”, de Adorno). Es lo que sucede en los discursos de Divagaciones apasionadas (reunidas en 1924) y mรกs expresamente en Vitrina pintoresca (1935), aunque otros libros de artรญculos mantienen la continuidad del articulista, como Intermedios, de 1931, o las Siluetas romรกnticas de 1934. Pero el aire del ensayo extenso y cohesionado (dentro de lo que cabe) no lo reencontraremos hasta la obra del memorialista que disemina sus puntos de vista sobre la realidad, la vida y la moral en Desde la รบltima vuelta del camino. Y eso sucederรก ya a partir de 1942, cuando empieza a publicar en la revista Semana las entregas de esas Memorias de nuevo tan indecisas y heterodoxas, tan desharrapadas y al mismo tiempo adictivas.
Para entonces ya es un hombre viejo y algo mรกs incontinente, y quizรก por eso evoca sin remilgos que a Ortega le gustaron mucho sus dos libros raros de 1917 y 1918. Y el paso siguiente es reprobar con acritud la lectura irritada que algunos otros hicieron de textos tan explรญcitos y libres, tan independientes de criterio, forma y tono, menor o no: “gentes con mentalidad de enano o de jorobado, que miran con asombro mezclado de odio que una persona corriente vaya y venga por la calle sin obstรกculos” (i, 680). Quizรก Baroja tenรญa presente en esta fรณrmula de posguerra las tres divertidas dedicatorias de La caverna del humorismo, sobre todo una de ellas, que es una falsa captativo benvolentiae porque en el fondo se limita a ser una autoafirmaciรณn frente a petulantes y petimetres, no necesariamente Ortega, pero cerca: “Ya que ustedes prefieren el aire de las academias y de las universidades, ¿por quรฉ no dejarnos a los demรกs el aire libre de la calle?” (XIII, 695).
La coherencia de Baroja a veces es mareante de puro estable, quizรก mero empecinamiento, a despecho del sabotaje premeditado a que somete su propia coherencia y hasta una singularรญsima forma de entender la integridad. A Baroja le gusta pensar a la contra y sin concesiones, aunque no va a encontrar otro modo mรกs feliz y satisfactorio de hacerlo que las novelas. Como dice en Las horas solitarias, รฉl sigue perteneciendo a una estirpe irrenunciable de “viejos intelectualistas encenagados en la rutina de pensar, gente para quienes el mundo exterior no es mรกs que una realidad problemรกtica”, y de ahรญ que crea “que lo trascendental es comprender las cosas y que lo demรกs no tiene importancia” (XIII, 613). La integridad se preserva no cediendo al chantaje social y repeliendo las tentaciones domesticadoras de la edad, la profesiรณn, la literatura o el halago.
El Baroja que escribรญa en 1905 a Azorรญn no dejarรก de resonar despuรฉs en esa trilogรญa de ensayista experimental y quizรก en el fondo inseguro: “los hombres que obran conforme a principios fijos, que tienen un esquema geomรฉtrico y moral en el cerebro, a mรญ me desagradan y hasta me repugnan; los que obran siguiendo los impulsos de sus sentimientos son los que me encantan. Yo en el fondo soy un cristiano sin ideas religiosas”. Eso quiere decir lo que ya hemos leรญdo en Baroja y tendemos a olvidar como eje esencial de su moral pรบblica y privada: “en el cariรฑo y en la piedad yo encuentro la compensaciรณn de los รฉxitos de la fuerza. Para los fuertes el รฉxito, la riqueza, el lujo o las mujeres; para los dรฉbiles el cariรฑo y la piedad”. La idea puede ganar fuerza de aforismo privado: “triunfo para el fuerte, pero no cariรฑo por el fuerte” (XVI, 1621-1622). Ese Baroja de 1905 es el mismo que quince aรฑos despuรฉs escribe sus ensayos heterodoxos metido de pies a cabeza en sรญ mismo, como si de veras necesitase por una vez explorarse sin los filtros distorsionadores, ficcionalizados, de la novela. El final de esa intensa etapa de ensayista se llama precisamente La sensualidad pervertida, que es la mรกs patentemente autobiogrรกfica de sus novelas, tambiรฉn la mรกs veraz y la mรกs amarga sรญntesis sobre sus frustraciones afectivas y su desazรณn con la รฉtica del mundo contemporรกneo.
En la reflexiรณn sobre el estilo de Baroja late casi siempre un valor moral asociado, solidario e indistinguible. Lo expresรณ tanto en las memorias tardรญas como en artรญculos tempranรญsimos, y es vital para comprender algunas de las dimensiones mรกs apasionantemente creativas y heterodoxas de su obra, y en particular el ensayo mismo, alejado, alรฉrgico y hasta hostil a la modulaciรณn orteguiana como modelo estelar en la Espaรฑa contemporรกnea. En una famosa pรกgina de sus “Disquisiciones literarias”, dentro de La inspiraciรณn y el estilo, explica que el estilo “no es cosa exclusiva de la forma, sino que estรก en la forma y en el fondo, en la acciรณn, en los personajes, en las intrigas, en los diรกlogos, en todo”. Pese a la devota fe que dispensa a Ortega, le sucede lo mismo que a Juan Ramรณn Jimรฉnez: a los dos les disgusta que alguien de “tanto ingenio y tanta perspicacia […], cuando hay que colocarse del lado de los viejos filรณsofos, agrios y claros, o de los seรฑores elegantes y bien vestidos, se ponga del lado de estos” (II, 481). Y precisamente a los agrios se parece mucho Baroja, porque son sus verdaderos nutrientes en el escaso mundo de moralistas irrenunciables: los Ensayos de Montaigne, los Pensamientos, de Pascal, las Mรกximas de La Rochefoucauld “tienen el atractivo del carรกcter que le dan sus autores, y eso no es solo el pensamiento ni la forma. Eso no tiene nada que ver con el estilo en el sentido flaubertiano de trabajo” (II, 590-591).
Como suele suceder con Baroja, esas ideas vienen de muy atrรกs. Segรบn su artรญculo “Estilo modernista” –de 1901–, se debe “escribir como se siente. Si los defectos son una consecuencia natural del temperamento, hay que dejarlos. Si son consecuencia de un hรกbito o de un procedimiento hay que quitarlos”. Y si el estilo ha de ser “expresiรณn fiel de la forma individual de sentir y pensar”, importa poco que sea “espontรกnea o rebuscada” porque lo fundamental es “presentarse tal como es” cada cual: “hay que tener el valor de aceptar lo que se es en la vida y en el arte” (XVI, 1126-1127). Y para la novela y el articulismo Baroja no ha dudado en actuar asรญ, pese a las recriminaciones de crรญticos miopes o de elegantes prosistas como Ortega.
Pero para el gรฉnero incierto del ensayo, para la prosa divagatoria pero autobiogrรกfica, para el experimento razonador y reflexivo sin subterfugio ni mรกscara de ficciรณn, Baroja ha necesitado tiempo y seguridad en sรญ mismo. O quizรก incluso ha necesitado la pesadumbre de la edad que reclama y hasta exige la voz desnuda sobre la vida y la moral, sin disfrazarse en la voz de un narrador, sin cara ni careta. Ha entrado en el gรฉnero de veras cuando ya sabe mรกs que los demรกs y estรก curado del virus del autoengaรฑo iluso: es plenamente lรบcido a sus 45 aรฑos sobre el funcionamiento de la autobiografรญa y desde esa claridad de ideas ensaya el gรฉnero. Baroja ciรฑe en una pรกgina esplรฉndida algunos de los elementos centrales de la voz del memorialista, justo en el prรณlogo de Juventud, egolatrรญa. Se defiende contra el autoengaรฑo en el lugar mรกs peligroso: “instintivamente, cuando se pone uno delante de un fotรณgrafo, finge y compone el rostro; cuando habla uno de sรญ mismo, finge tambiรฉn”. Y paradรณjicamente es en un libro corto y confesional como este, tan abiertamente autobiogrรกfico, donde el autor “puede jugar con la mรกscara y con la expresiรณn”.
Donde ese juego resulta inรบtil es precisamente en la ficciรณn, porque en “toda la obra entera, que cuando vale algo es una autobiografรญa larga, el disimulo es imposible”. No estรก citando ni probablemente acordรกndose de Oscar Wilde, pero dice lo mismo: “allรญ donde menos lo ha querido, el hombre que escribe se ha revelado”. Por eso va a dar bastante igual si uno se imagina a sรญ mismo humilde y errante, u orgulloso y sedentario. Y da igual porque “cuando el hombre se mira mucho a sรญ mismo, llega a no saber cuรกl es su cara y cuรกl su careta” (XIII, 337 y 340).
Poco disfraz ha de encontrar en ese libro รกcido y destemplado el lector porque ahรญ viene la forja de un lector, de un escritor y de un rebelde crudo y hasta desvergonzado en sus acritudes. La ramplonerรญa de una sociedad incapaz de respetar la sensibilidad ajena es anรกloga al chantaje sexual que la moral catรณlica y la convenciรณn social impone a quien rechaza la hipocresรญa sobre la condiciรณn natural del hombre. Cuando ha desplegado ya su particular etopeya, empieza el relato autobiogrรกfico y ordenado, con genialidades impagables como los retratos al carbรณn de los escritores conocidos o como sus itinerarios y tentativas polรญticas. Abandona a Lerroux porque no le seducen los partidos revolucionarios dispuestos a hacer otras barricadas que las necesarias “para fiscalizar, para intranquilizar, para protestar contra las injusticias”, sin la menor confianza en el liberalismo democrรกtico y sus presuntas virtudes. El liberalismo es รบtil como moral de libre pensamiento pero no como instrumento polรญtico, y ha de servir sobre todo para lo que recordรฉ antes: “pulverizar la sociedad pasada”.
Por eso el remate de Juventud, egolatrรญa consiste en un Epรญlogo apacible para una biografรญa afortunada. Se siente un poco melancรณlico y otro poco reumรกtico pero fundamentalmente satisfecho. La decrepitud no le espanta porque es ley fatal; de ahรญ que implรญcitamente corrija a Voltaire y, ademรกs de alcanzar la edad de “cultivar el jardรญn”, sea tiempo ya tambiรฉn de tomar salicilato de sosa: “es el momento de los comentarios y de las reflexiones. Es el momento de mirar las llamas en el hogar de la chimenea. Yo me entrego al ocaso”. Y sin embargo basta un mรญnimo altercado en la gran ciudad, basta una familia vulgar y corriente oรญda en su conversaciรณn privada, basta la cรณlera y la procacidad irreflexiva de un buen padre burguรฉs –“¡Nos han reventado el veraneo! Sรญ, yo creo que debรญan matarlos a todos”– para que renazca en el escritor la tensa alarma que explica su fulgurante y osada moralidad. El ocaso apacible y la casi vegetativa conformidad con lo real acaban en pretexto renovado para la rebeldรญa y el inconformismo, para hacerse como de hecho quiere ser: “mรกs violento, mรกs antiburguรฉs” y seguidor de las banderas lejanas agitadas en pleno 1917, con este final emocionante: “¡Eh, grumete! ¡Larga la vela! ¡Pon en el mรกstil de nuestro pequeรฑo falucho la bandera roja revolucionaria y vamos a lanzarnos al mar…!” (XIII, 441-442).
Pero adonde se lanza de veras es a rellenar un nuevo cuaderno que titularรก Las horas solitarias, diario, dietario, libro de viaje y de crรญtica, anotaciones particulares que le reclama la actualidad para sacarlo del ensalmo autista de la ficciรณn. O al menos asรญ se justifica en el prรณlogo al libro de 1918, y sin embargo suena invenciblemente a verdad menor. Mรกs bien resuenan en ese libro –que es otra pequeรฑa obra maestra– el pulso de la madurez reflexiva y franca del escritor y la fantasรญa de un gรฉnero de escritura crรญtica y hasta especulativa que rehรบya la reflexiรณn mitigada por la ficciรณn y a su vez ensanche los lรญmites estrechos y frustrantes del artรญculo. Ante la ausencia de un “excitante para la acciรณn” y convocado por la soledad, en ese libro “habrรก mรกs comentario que acciรณn”, como habรญa hecho en el libro anterior, y que es la manera barojiana de aludir al ensayo como modo literario (XIII, 451).
Estas formulaciones estรกn lejos de ser improvisadas o inmaduras; mรกs bien todo lo contrario. Es el autor en plenitud quien se expresa de forma lacรณnica y exacta para asumir su funciรณn de siempre con nuevos mรฉtodos, su misma necesidad de ser el vapuleador de la hipocresรญa enquistada socialmente, el lรกtigo contra la crueldad miope y engolada, el imperturbable escรฉptico dispuesto a combatir la mentira disfrazada de romanticismo porque eso, el romanticismo, no es mรกs que un modo suntuoso de “falsear la realidad con idealismos”, segรบn escribe en 1901 (XVI, 939), y no dejarรก de creer hasta que se muera mucho aรฑos despuรฉs. El autoengaรฑo estรก entre los venenos mรกs daรฑinos de la sociedad contemporรกnea y acaba siendo la razรณn de fondo que permite a la gente subsistir y seguir mintiendo sin dificultad, porque “si la gente se conociera de verdad –escribe en las memorias, II, 409-, creo que vendrรญa al mundo un pesimismo terrible”. El polรญtico que ordena matar o el empresario que urde un fraude o una estafa “tiene sus bambalinas y sus bastidores, en los que prepara inconscientemente sus alegatos y sus defensas, arregla el escenario y convierte los motivos inmundos en motivos nobles y se legitima con facilidad”.
En la madurez Baroja ha sentido la curiosidad de un gรฉnero que permite mantener la misma batalla con medios distintos, pero el resultado fue insuficiente o la tentaciรณn quedรณ abolida con la ejecuciรณn de esos tres libros hรญbridos, miscelรกneos, con tres subformatos fundamentales: la autobiografรญa narrativa en el caso de Juventud, egolatrรญa, el dietario y el cuaderno de viaje para Las horas solitarias y, por fin, el anclaje muy libre en la ficciรณn y el personaje del conferenciante Guezurtegui en la รบltima, La caverna del humorismo. Quizรก era verdad que en la anatomรญa mรกs รญntima del escritor no habรญa un ensayista, pero sus ensayos sirvieron para mantener vivo el mismo impulso de la primera juventud razonadora y rebelde, cuando expresaba la incomprensiรณn mutua entre viejos y nuevos en 1903. Los demรกs les reclamaban a los jรณvenes un programa, pero Baroja lo repudiรณ sin contemplaciones porque empobrecรญa el instinto de batalla: un programa es “un conjunto de fรณrmulas, y la fรณrmula es una mentira. No, nosotros no conocemos la recta para llevar la felicidad a los hombres, ni el secreto para intensificar el arte. Si podemos, queremos turbar las conciencias, remover los espรญritus, sacudir con flagelaciones la voluntad”.
El ideal nuevo, el ideal modernista que ha de fructificar sigue vivo en el impulso que amortizan los volรบmenes de la madurez por la vรญa de un ensayo inventivo e incierto, puramente experimental y literario, en las vรญsperas de sus cincuenta aรฑos: “educar a la gente mรกs que instruirla; predicar la vida seria, la moral, sea la que fuese, la extinciรณn de la crueldad, y hacer desaparecer los toros, y las rondallas, y las jotas, y los entusiasmos fetichistas por la Pilarica y el Cristo de aquรญ y de allรก, y quitar del ambiente esa morralla de pensamientos bestiales sobre el honor y la sangre y el vino […] El aniquilar esa barbarie que estรก en nuestra sangre serรญa la obra mรกs grande que pudiera hacerse”. El tรณnico barojiano no ha perdido gas. ~
(Barcelona, 1965) es catedrรกtico de literatura espaรฑola en la Universidad de Barcelona. En 2011 publicรณ El intelectual melancรณlico. Un panfleto (Anagrama).