En Estética de laboratorio (Adriana Hidalgo, 2010), su más reciente ensayo, Reinaldo Laddaga habla de una constelación de escritores que trabajan su ambiciosa escritura “con materiales pobres”, que “prefieren las maneras de la comedia” pero de una forma “dolorosa” y que narran “las alternativas de las relaciones entre criaturas que no poseen un horizonte común”. Se refiere a autores como Coetzee, Levrero, Sebald, Vallejo, Noll, Chejfec, Eggers o Aira. El error es la enésima prueba de que el narrador argentino admite las sucesivas lecturas que Laddaga ha ido proponiendo del arte actual durante los últimos diez años, pues muchos pasajes de los textos airanos son auténticos Espectáculos de realidad, toda su obra responde a una Estética de la emergencia y la pobreza de los materiales (la escritura, casi diarística, que fluctúa entre lo literario y lo antiliterario), la comedia (Aira como escritor humorístico) y la imposibilidad de vertebración de una comunidad armónica de criaturas ficcionales (el desencuentro como aquelarre en la red que se teje en el Conjunto) son, en efecto, características principales del universo del autor de Las curas milagrosas del doctor Aira.
El trabajo con relatos entrecruzados, que en este caso son el viaje del narrador y otros personajes a El Salvador, la biografía de un escultor maldito, las aventuras de un bandolero mítico y la historia de violencia de una mujer culpable de homicidio, no solo conlleva la ausencia de una jerarquía narrativa, es decir, de una trama central y otras secundarias; también implica la alteración constante de la perspectiva y la disgregación de la propia materia lingüística. En la prosa de Aira –que vive en una cinta transportadora que anula las distancias espacio-temporales, convirtiéndolas en un continuo– es frecuente el cambio de escala, que permite el cambio de ritmo y, sobre todo, la penetración en el texto de lo onírico, lo poético, lo absurdo, lo desternillante, lo surrealista. En la página 74, por ejemplo, se habla de la creación de una “perspectiva, y en ésta sucedían cosas inexplicables”, como “el tamaño del personaje”, quien era muy pequeño. En la página siguiente, la pequeñez de Eugenio “terminó afectando su salud”. Su muerte está próxima, se lo cuenta a su mujer, quien recibe la noticia como “un golpe”, como “una manifestación más de su mala suerte”. Entonces: “Eugenio, enanito estoico, la consoló”. En el contexto de la comedia, el giro argumental, después del dolor, pasa por el chiste que he marcado con la cursiva. El cambio de escala, por tanto, supone una puerta, una apertura. Que no se mantiene solo en el ámbito de la ficción, que también afecta a la escritura. Eugenio, por su tamaño, no puede hablarle a su mujer extensamente, tiene que hacerle “un resumen”.
Como en muchos de sus relatos anteriores, encontramos en El error la mecánica de la descomposición. Uno de sus mejores momentos es una escena de la historia de Pepe Dueñas, el bandolero y héroe salvadoreño, cuando este contempla por vez primera “un proceso vanguardista entonces en la ciencia del viaje”: la generación de aviones. Se trata de la división de un avión en pequeños aviones, uno por cada pasajero, para personalizar la llegada de cada cual a su destino. No es excesiva, creo, la metáfora de la Obra que se descompone en obras para alcanzar a sus lectores. Pero –por supuesto– Aira no se conforma con una parcelación de la materia que sea aproximadamente verosímil (no en el ámbito de lo real, sino en el de los modelos ficcionales que circulan a nuestro alrededor, como el manga). Leemos a continuación: “en virtud del mismo proceso cada una de esas diminutas réplicas se dividía a su vez en otras más pequeñas, llevando lo individual a un nivel más fino, y luego a otro y otro, de modo de llegar a aviones realmente pequeños, capaces, ellos sí, de entrar por los intersticios de las estructuras moleculares del mundo, o de una familia, o de una historia de amor”. No hay más que acabar el párrafo (en la página 114) para que Aira nos proporcione la clave que ha decidido el pasaje: “dondequiera que lo decidiera el capricho poético”. El zoom máximo que nos permite ver la desintegración de lo ínfimo, de lo ultraleve o ultrafino, es siempre contrapesado, en su obra, por una apertura de diafragma que supera con creces el gran angular. Brutal, satelital. “El paso y división del avión de Pan Am había dejado electrizada la atmósfera superior”, leemos: “El brillo de las estrellas se enroscaba en grandes torbellinos atómicos, inmóviles, que se borraban poco a poco.” En las nubes estratosféricas opera a menudo la alegoría, pero en El error se opta por el trabajo a ras de suelo, en una geografía antirrealista en que cada accidente tiene siempre su reverso.
En una reseña de César Aira no puede faltar una alusión a su poligrafía y a la calidad desigual de su producción. En 2010, publicó una novela excelente (El divorcio, en Mansalva), una novela mala (Yo era una mujer casada, en Blatt & Ríos) y una buena novela (la que nos ocupa). Las tres, más allá de esos opinables adjetivos, no solo insisten en los rasgos que hacen coherente el proyecto en su conjunto, sino que discuten literariamente la posibilidad de evaluar el arte de nuestros días. En su peor novela del año pasado, por ejemplo, leemos:
Sospechaba que a mis espaldas las críticas eran demoledoras; todo eso me resbalaba. ¿Que no lo hacía bien? De acuerdo. Nadie me había enseñado a hacerlo, y nunca me jacté de tener un talento natural. Casi nadie lo tiene, por lo demás, así que no había motivo para lamentarlo especialmente. Pero eso no tenía la menor importancia, tratándose de un payaso. Al contrario. Hacerlo bien habría significado hacerlo mal, y hacerlo tan mal como lo hacía yo era lo más eficaz, en la maravillosa transmutación de valores del payaso.
No solo se está refiriendo a la dimensión artesanal de la escritura, la inversión de los valores atañe también al género profundo de la obra. Porque se trata de edificar una monumental comedia humana. Y el “monumento” ya no es necesariamente una construcción gigantesca: en su oscilación entre lo mínimo y lo máximo, entre el átomo o la molécula y el planeta o el universo, se demuestra como una entidad inquieta, que sacude los tamaños consensuados (como los relatos de diversa extensión de Aira hacen con la novela convencional) y que no se deja codificar. Un personaje de El divorcio era “un hombrecito de muy escasa estatura; un centímetro menos y habría sido un enano”; en una de sus mejores escenas, ocurre el siguiente fenómeno, consecuencia de la máquina surrealista que no se detiene en la obra airana: “Chupado por una ventosa del tamaño de una mota de polvo, se abrió un agujero en la pared y salieron corriendo varios millones de curas con sotanas.” Ochenta años depués, Buñuel y Dalí multiplicados por –como mínimo– un millón. ~
(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros más recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).