París, 2007. Un elefante de plástico que puede envolverse con la mano hace equilibrio de cabeza, con la trompa encolada a un trocito de panel. De precaria estabilidad, una tablita de madera, casi un palillo de fósforo, puesta en transversal desde una esquina de la base hasta la frente del animal, ayuda a que no caiga. La composición casi escolar es la maqueta de una obra inmensa que Miquel Barceló proyecta en su estudio parisino. Como atestiguan las fotografías de Jean Marie del Moral, dedicado desde 1985 a documentar el proceso creativo del artista, las figuritas de animales pueblan los estudios de Barceló. Ciervo, cerdo, canguro, rinoceronte, caribú, oso polar, león, caimán, mono, caballo, perro. En ocasiones el artista los enmascara con cera roja y crea seres hiperbólicos, pero es la maqueta del elefante la que se desarrolla en papel y se convierte en 2009 en la escultura de bronce Gran elefant dret. Un elefante de cabeza, que hace equilibrio con la trompa. La escultura de siete metros de altura se instala una madrugada de principios de febrero en el Paseo del Prado y descubre, por pocas horas, el secreto que sustituye la cola blanca de la pieza plástica: un entramado piramidal de hierro que acuña, con la fuerza de miles de brazos, una extensión no moldeada de la nariz del elefante. Después del trabajo de los obreros, que construyen a deshoras y alumbrados en la noche prematura del invierno con bombillas portátiles, la base se esconde bajo una construcción de madera que, cuando el CaixaForum Madrid cierra sus puertas, los skaters utilizan como magnífico peralte que propiciará sus saltos y acrobacias hasta el 13 de junio. En julio, la exposición Miquel Barceló. 1983-2009. La solitude organisative viajará a la sede de la Fundación La Caixa en Barcelona.
La muestra se compone de 180 piezas y pretende ser una retrospectiva de Miquel Barceló (Mallorca, 1957) desde 1983 hasta 2009, dividida en siete grandes capítulos. El primero, de grandes lienzos de técnica mixta, como The Big Spanish Dinner (1985) con conchas marinas reales, en donde el pintor refleja un mundo interior oscuro, atormentado, como en Le petit amour fou, óleo sobre papel (1984), en que un hombre de falo erecto posa en medio de una biblioteca. El mundo de los folios, encuadernados o flotantes es recurrente en otras obras de la sección, como Pintor borracho (1984). La segunda sección es un paréntesis, un trabajo de encargo. El Círculo de Lectores le pide dibujar la Divina comedia de Dante. Barceló narra con acuarela su propia experiencia dantesca. El infierno es la sequía en parajes africanos; el purgatorio, los flujos migratorios; el paraíso, Beatriz reflejada en el agua. No se avizora a Virgilio en la versión Barceló; a cambio hay tímidos signos del tiempo en que fueron dibujados (2000-2002), desteñidos hombres apertrechados, esvásticas borrosas e inconclusas, una estatua de la libertad. Le sigue la gran sala central, junto a la primera, la menos interesante aunque quizás la de dibujos más conocidos: Papaye et mangue (1994) y Doble retrato (anverso) / dos papayas (reverso) (1995) son muestras de lo que Catherine Lampert, comisaria de la exposición, describe en el cartel de la sala: “densas capas de materia que imitan los procesos naturales”. Comienza a verse aquí una transformación del autor: en sus cerámicas (1996), los cráneos y utensilios de estética cavernaria, que parecen indicar una hoja de ruta personal, la de la búsqueda de una belleza extraña a la uniformidad, deforme.
Porque en esta exposición lo más interesante existe entre líneas. En el viaje interior de Barceló, contrastado, imaginado a partir de sus movimientos geográficos. El espacio físico transgredido como manera de internarse, como un autista, en las cavernas propias, al espacio aislado e imposible de compartir. De ahí, quizás, el retraimiento y la contemplación vista en el cuadro cuyo título, La solitude organisative, da nombre a la exposición. Es esa mirada, la del gorila, la que impregna cada espacio. Su travesía se presiente en la cuarta sección, “Huir del exceso”. A finales de los ochenta atraviesa el desierto del Sáhara. La vivencia se transmite en Paysage pour aveugles sur fond vert II (1989), cuando intenta comprender “el origen de la formación de las dunas”. Al respecto, dice Barceló que “si hubiera continuado estos brochazos de izquierda a derecha algunas millones de veces más tendríamos una montaña blanca hecha de pintura”. Este trabajo mecánico, esos loops perpetuos de los fractales de la naturaleza, son posibles de imitar hoy con la tecnología digital. Pero en Barceló, artista que se arma de la brocha, el intento no busca reproducir, sino mostrar la impotencia humana ante la certeza de no poder imitar los procesos naturales en toda su complejidad. En la sala se encuentran obras como Djoliba (riu de sang) (2009), La Flaque (1989) y La travesía del desierto (1988).
Y dentro de esta exploración íntima de Barceló, la siguiente galería es la más iluminadora. “Cuadernos, bocetos, acuarelas y pinturas portátiles”, explica el cartel de “Un diario”, el quinto eslabón de la exposición, que se inicia con obras de 1986 hasta 2009. Asno en España (1990) o Niger Rio (1998) son memorias, apuntes en los que destacan las versiones digitales del Cuaderno de animales (2009) con 73 dibujos en sus páginas horizontales, y del Cuaderno de Gogoli (1992), dibujos verticales de gente, animales, abstracciones. Con estas representaciones del hombre primitivo y las figuras y escenas casi rupestres, comienza a cerrarse un círculo que comenzó a trazarse con las cerámicas de mediados de los noventa de la sala anterior. La reconstrucción de los pasos de Barceló en sus viajes geográficos (Wotoro, Dogon, Tombouctú) desde principios de los noventa se ve interrumpida en ocasiones, como en la vida real, por un autorretrato en que aparece haciendo la cúpula de la Sala de los Derechos Humanos del Palacio de las Naciones Unidas en Ginebra. Círculo interrumpido también por la sala dedicada a la nocturnidad de Barceló, donde se alojan las esculturas de bronce de mediano tamaño, como Pinocho muerto (1998) o Lenin, Marx, Engels (2008).
Paréntesis en ese peregrinar interno que le conduce hacia lo primitivo en donde cede la personalidad labrada en los ochenta (vanguardia, mixtura, espectacularidad) para fundirse en una tradición pictórica popular de los poblados africanos que visita o trabaja durante largas temporadas en las que escucha, por Radio Exterior, los partidos de Barça. ¿Qué sería de Barceló hoy si no hubiera pisado África? ¿Qué sería si se hubiera quedado en el atelier parisino escuchando los aplausos? ¿Qué sería de su visión del mundo si no hubiera pasado las horas con esos amigos que luchan por la sobrevivencia diaria (Amon, Ogobara, Amahigueré) retratados en la última sala junto a Berger, Bischofberger, Achille, Ashton?
Su transformación es visible en Moi (2005), un autorretrato que comenzó en los ochenta y dio por terminado un par de décadas después cuando lo encontró en su casa de Mali, colonizado por los abejorros y sus nidos en la boca, como dientes; en el ojo, como orzuelos. Libre de la rigidez de la formalidad, el gran autista puede jugar con figuritas plásticas y ordenar a los elefantes que hagan equilibrio con la trompa. Uno de los grandes aciertos de esta exposición y del centro que la acoge ha sido fundir esta escultura-juguete con el centro de la ciudad. En las mañanas, la muchedumbre se fotografía con el jardín vertical al fondo. En las tardes, sirve para que los niños del colegio público de enfrente se sienten a su sombra a comer la merienda. En el ocaso, los skaters la utilizan de plataforma. Y una de esas noches, bien podría estar Barceló con sus mocasines Vans beige y un skateboard prestado, intentando alguno de esos saltos que acaban justo cuando comienza la avenida y los coches aceleran hasta el siguiente semáforo. ~
(Lima, 1970) es escritor y periodista. Su último libro es la novela Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, 2013).