El hijo del cometa Halley/2

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Samuel Langhorne Clemens, “Mark Twain”

Toda su vida Samuel Langhorne Clemens, a quien la galería de los inmortales registraría como Mark Twain, prefirió fumar en pipas de cazoleta de mazorca de maíz. En las fotos y en los retratos pintados casi siempre se le ve mascando (bajo los bigotazos que irían pasando del negro al gris al blanco) alguno de esos populares adminículos quemadores de tabaco en los que fumarían muchos personajes de sus libros, comenzando por los dos inmortales muchachos en los que fabuló sus mocedades: Tom Sawyer y Huckleberry Finn, y, además los pilotos fluviales, los fulleros de saloon-bar, los gambusinos de riachuelo, los conductores de diligencias, los periodistas y tipógrafos provincianos, los vaqueros y ovejeros, los legendarios pistoleros del seis-tiros, los cazadores de coyotes, los vagos pueblerinos, los pielrojas sonambulizados por el whiskey, los predicadores borrachines, los negros esclavos o libertos, y hasta algunas damas sureñas… y muchos seres más que poblarían una obra que, se diría, rivaliza con el caudaloso Mississippi junto al cual, en su sección Missouri, había nacido S. L. Clemens.

Cuando S. L. Clemens vio que su recién publicada crónica-cuento “La rana saltarina del condado de Calaveras” era inmediatamente divulgada por las páginas de entretenimiento de la prensa, cuando empezó a ganar algún dinero como escritor profesional, cuando tras el inmenso buen éxito de sus primeras crónicas y cuentos se convenció de que por fin, después de haber sido poco menos que un atareado gandul multioficios, había descubierto la vocación de su vida, y cuando, en busca de cualquier recordable nom de plume de sólo dos sílabas, adoptó el de Mark Twain (que, tomado de su experiencia de navegador fluvial, significa algo así como “dos marcas de profundidad”), fue a comprarse una veintena de pipas de cazoleta de mazorca de maíz, porque pensó que no podría ya practicar por separado la vida, la escritura y el fumar… Sus pulmones pagarían la apuesta, pero, como dijo emitiendo entre dos enérgicas toses un denso chorro de humo que ascendía en espirales a espesar su aureola: “Dejar este vicio es facilísimo. Tomen mi ejemplo: yo he dejado de fumar más de mil veces.”

Sus regocijantes y a veces feroces escritos para los periódicos o las muy bien pagadas tours de conferencista por todos los estados de la Unión le merecieron los títulos, entre otros, de “El Salvaje Humorista de la Vertiente del Pacífico” y de “El Más Rápido Disparador de Chistes del Oeste”, y lo convirtieron en uno de los iniciadores de la gran tradición norteamericana del escritor como un personaje público que debe heroicamente mantener su status estelar y resplandecer tanto en lo que escribe como en el plano de la vida de todos los días. Casado ya en 1870 con una honorable señorita de Hartford, Connecticut, y viviendo ya como un honorable burgués para el resto de su vida, cultivó su propio mito de gran animador de tertulias alcohólicas (en las que cantaba en coro el himno pagano de “Oh whiskey let me alone, oh whiskey let me alone!, remember I must go home!”) y de asiduo jugador de billar y de bromista incontinente y feroz. Lo mismo que no faltaba un solo domingo a la iglesia parroquial podía insolentemente decirle al párroco que el sermón era plagiado, pues él, Twain, tenía un libro donde estaba todo lo que allí se había dicho, y, como respuesta a la protesta del buen eclesiático, le presentaba… un diccionario de la lengua inglesa.

Su popularidad de humorista y anecdotario viviente engendraba una legión de imitadores mercenarios que a lo largo y lo ancho del país se presentaban en los tablados de conferencias-shows como “el auténtico, el genial, el inimitable Mark Twain” para recitar los artículos de éste como si los improvisaran en el momento. Y él, que intentaba ser un “escritor en serio”, hacer una obra literaria de gran nivel, superior desde luego a los artículos periodísticos basados en buenas o mediocres anécdotas, se sentía prisionero de su mito de autor chistoso y trataba de evitarlo aun si en el intento no dejaba de incurrir en otra anécdota. En uno de sus más celebrados artículos fingía ante un imaginario entrevistador, que él no era Mark Twain, sino un impostor, un hermano gemelo de éste, pues la madre, confundida al bañar a los dos cuando eran niños, había tenido un descuido y en consecuencia había dejado ahogarse en la tina al Mark Twain auténtico, el que estaba llamado a ser un genio del humor. O bien, años más tarde, declaraba ante sus fans urgidos de saber más y más cosas del ídolo: “Muchas personas, que a mi parecer no tienen otra cosa que hacer sino leer mis lucubraciones, me han escrito diciéndome que si yo publicaba mi autobiografía tal vez la leerían si sus ocupaciones se lo permiteran. En vista de este interés frenético, creo que debo acceder a las demandas del público aunque no creo que estén justificadas”. Y cuando por fin publicó una cuantiosa autobiografía, ésta resultó, ¿a su pesar?, contaminada por las anécdotas twainianas y el mito twainesco.

Pero en realidad habría de convertirse en un gran escritor con libros que, como Vida en el Mississippi, Las aventuras de Tom Sawyer y, sobre todo, Las aventuras de Huckleberry Finn, son obras maestras iniciadoras de la moderna narrativa de lengua inglesa.

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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