Ilustraciรณn: Nora Millรกn

El ojo de Dios

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Soรฑaba con una hoguera. Un fuego amable que no quemaba. Se podรญa entrar en รฉl y salir indemne. Mรกs que eso, sanado. Sus ropas ardรญan pero su piel parecรญa intacta, deliciosamente fresca y nueva… “Papito.” Alguien lo llamaba desde muy lejos, desde una regiรณn tan antigua de su alma que ya la habรญa dado por inexistente, como esa piel del sueรฑo. No habรญa de quรฉ preocuparse, le dirรญa a la niรฑa con la que soรฑaba. Que lo dejara dormir; este era el buen fuego, el que curaba.

“Papito.” El prefecto Gรกlvez abriรณ los ojos. En la penumbra, aclarada por la luna que se colaba a travรฉs de la ventana, descubriรณ al cabro Romรกn. Sus ojos de un verde aguado que tiraba al gris, glaucos, muy cerca de su rostro:

–Papito, vine a buscarlo.

Lo llamaba “papito”, al uso de los indรญgenas con las gentes blancas, a modo de respeto. Pero en รฉl, claro, habรญa un timbre de ironรญa.

Gรกlvez intentรณ incorporarse. Estirรณ el brazo hacia atrรกs buscando su revรณlver. Lo habรญa dejado metido en la pistolera que pendรญa en la cabecera de la cama. Pero el cabro Romรกn le retuvo la mano con suavidad, indicรกndole el cuerpo desnudo de la muchacha que dormรญa abrazando al prefecto, la liviana cabeza hundida en su cuello. Le susurrรณ:

–No la moleste. Si yo hubiera querido…

Gรกlvez bajรณ el brazo, terminando de espabilarse. Sรญ, el cabro Romรกn tenรญa razรณn. Si hubiera querido matarlo, no habrรญan despertado ni รฉl ni la paraguaya. Seguirรญan para siempre en el limbo de ese fuego limpio, que no quemaba. Casi aรฑorรณ que hubiera sido asรญ.

–¿Cรณmo entraste?

–Rรกpido, papito, venga conmigo. Antes que amanezca –lo apremiรณ Romรกn.

El prefecto fue retirando su cuerpo gordo y sudoroso de debajo de la paraguaya, hasta librarse de su abrazo. Ella se quejรณ, ligeramente, y quedรณ de espaldas. Gรกlvez la contemplรณ un momento antes de cubrir su desnudez con la sรกbana. Una dรฉbil seรฑal se activaba en la zona polar de su corazรณn cuando la miraba dormir. ¿Era orgullo de poseedor? ¿Podrรญa ser ternura? ¿Cรณmo se llamaba ese sentimiento previo a la edad del hielo? La seรฑal era tan dรฉbil que no lograba sintonizarla: una estaciรณn de radio remota, en un idioma que alguna vez hablรณ, pero que ya habรญa olvidado.

–Espรฉrame afuera –le ordenรณ a Romรกn, indicรกndole la puerta.

El prefecto Gรกlvez se levantรณ de la cama con toda la suavidad que le permitรญan sus ciento dos kilos. Era un hombre alto y rollizo, con un bigote lacio de mandarรญn que cultivaba en tรกcito recuerdo de la abuela china que lo habรญa criado en el puerto pesquero de Taltal. Quien no lo conociera podรญa llegar a creer que esos ojos entrecerrados expresaban la rotunda satisfacciรณn de los obesos, en vez del escepticismo que ranuraba su percepciรณn del mundo. Gรกlvez se vistiรณ en la oscuridad. Estaba acostumbrado a hacerlo. Tenรญa por norma nunca amanecer al lado de la paraguaya (cuando lo hiciera se verรญa obligado a decirse que habรญan empezado a vivir juntos, y รฉl se consideraba mรกs allรก de ese tipo de vida). Luego revisรณ el revรณlver, le quitรณ el seguro y lo devolviรณ a la pistolera que ajustรณ sobre la camisa antes de ponerse la chaqueta. Solo entonces se permitiรณ inclinarse sobre la cama y hundir levemente la nariz achatada en la melena negra de la mujer que dormรญa.

Al salir, le dejรณ un billete sobre el arrimo de la entrada. La รบnica diferencia con su antigua prรกctica, en la casa de donde la habรญa sacado, era que allรก entregaba su billete antes y no despuรฉs.

Un frรญo despiadado cuajaba la claridad lechosa de la pampa, que se extendรญa mรกs allรก del vallado de piedras. Habรญa tantas estrellas que costaba encontrar un intersticio negro en el cielo. Y la patrulla con sus dos centinelas no estaba. Maรฑana alguien tendrรญa que darle muchas explicaciones. En su lugar, a un costado de la casita, junto al algarrobo entalcado por el fino polvo del desierto, se habรญa estacionado una camioneta todoterreno, brillante, con vidrios polarizados, antenas y varios focos neblineros en la barra sobre la cabina. Era un vehรญculo tan nuevo, lujoso y notorio que Gรกlvez se preguntรณ dรณnde diablos lo esconderรญa el cabro durante el dรญa. Romรกn acariciaba el tapabarros delantero mientras lo esperaba. Al verlo salir se adelantรณ un poco, indicรกndole la puerta abierta del vehรญculo. Cualquiera habrรญa dicho que era un adolescente orgulloso que venรญa a lucirle al padre su primer auto propio.

–Te colaste en mi casa… –le espetรณ el prefecto, parรกndose delante de Romรกn.

El cabro llevaba uno de sus resplandecientes trajes de seda, sin solapas. La camisa, abierta a pesar del frรญo, mostraba el hundido pecho lampiรฑo donde el cielo estrellado blanqueaba las cadenas de oro. Las crenchas endurecidas con gomina chispeaban solo un poco menos que los extraรฑos ojos glaucos, huidizos. Todo en รฉl brillaba demasiado, incluso lo que no era falso. Gรกlvez debรญa llevarle veinte centรญmetros de altura y mรกs de cuarenta kilos de peso, y volviรณ a extraรฑarse de que, con toda esa ventaja, no pudiera dejar de estar alerta. Eran como un cerdo frente a una serpiente.

–Tenรญa que despertarlo pues, papito –se explicรณ Romรกn.

–¡No me vuelvas a llamar papito!

Antes de que el muchacho pudiera contestarle, Gรกlvez lo abofeteรณ de revรฉs, cruzรกndolo de abajo hacia arriba. La cabeza del cabro se volteรณ con el golpe y volviรณ lentamente a su sitio, arrastrando una media sonrisa, unos ojos hรบmedos que relumbraban de humillaciรณn. Gรกlvez lo vio temblar y contenerse. Era famoso, y peligroso, por eso mismo: porque su ira no le nublaba la despiadada cabeza frรญa. El prefecto se preguntรณ cuรกnto mรกs podrรญa tentar a la suerte, hasta quรฉ lรญmite podrรญa girar a cuenta de su historia comรบn.

–Lo llamรฉ desde acรก –se disculpรณ Romรกn, sin verdadera contriciรณn, frotรกndose la nariz encendida por el golpe y el acnรฉ–. Pero estaba durmiendo tan bien que no me oyรณ. Si nos demoramos mucho va a amanecer. Y ahรญ sรญ que nos verรกn desde el cielo, usted sabe.

El cabro indicรณ hacia el erizado firmamento sobre sus cabezas. Uno de esos puntitos de luz era el satรฉlite espรญa de la DEA, que orbitaba arriba de esa zona. El “ojo de Dios”, lo llamaban los traficantes. A ciertas horas del dรญa sobrevolaba el desierto, entre Bolivia y el mar, fotografiรกndolo todo, casi hasta los pensamientos, con precisiรณn de centรญmetros.

–¿Y para quรฉ tengo que ir contigo?

–Por favor, papito –seguรญa empleando, deliberadamente, ese nombre prohibido: allรญ estaba el lรญmite–. Hace tanto que no nos vemos.

–Lo que tรบ quieres es pringarme, ¿ah?

La mirada huidiza –color de madreperla– se fijรณ un momento en รฉl, detenida en la lรกstima de saber que su sola compaรฑรญa pringaba. Por fin le dijo:

–Si usted no viene, ¿cรณmo va a saber para quรฉ vine yo?

Tentaba a su curiosidad profesional, de detective. Gรกlvez sintiรณ deseos de abofetear otra vez esa cabeza de mechas engominadas, insolentes. Pero castigarlo nunca habรญa servido de nada. El prefecto recordรณ al muchacho de doce aรฑos, media dรฉcada antes, atado a una cadena en el calabozo de la comisarรญa, con el rostro anegado en lรกgrimas. Fueron veinte, treinta correazos… Para ahuyentarlo y que dejara de seguirlo y que nunca volviera. Y aquรญ estaba.

–Solamente quiero hacerle un favor… –repitiรณ el cabro Romรกn, mostrรกndole otra vez la puerta del acompaรฑante, seรฑalada por una lucecita roja, en la lujosa camioneta todoterreno.

Gรกlvez girรณ hacia la casa. Si seguรญan conversando allรญ, quizรกs la paraguaya se despertara, y al asomarse los verรญa juntos. Al prefecto regional de policรญa y comisario antidrogas de Pampa Hundida, con jurisdicciรณn sobre todo ese desierto, desde el Pacรญfico hasta la frontera con Bolivia, y al pistolero mรกs joven y buscado de la zona. Sin embargo, si era sincero, se dijo Gรกlvez, no era eso lo que mรกs temรญa. Le temรญa mรกs a la equรญvoca admiraciรณn de la muchacha, a la sonrisa que le rizarรญa sus labios gruesos, a la posibilidad de que saliera corriendo hacia ellos, a medio cubrir, por el puro afรกn de conocer al joven pandillero. Para pedirle un autรณgrafo, acaso, como a un cantante de moda.

Gรกlvez palpรณ la cacha del revรณlver, que le abultaba bajo la tetilla, y subiรณ al auto.

La camioneta daba tumbos detrรกs de las pircas de la ciudad, por el lecho de un canal seco. Despuรฉs fue zigzagueando entre los รกrboles del bosque de tamarugos, en las afueras del oasis. El prefecto comprobรณ que el cabro Romรกn no necesitaba encender su baterรญa de luces. Estas eran las rutas nocturnas del contrabando. Una rata del desierto, como esta, tenรญa que conocerlas todas. Saber verlas bajo el sol cegador tanto como bajo las estrellas.

La lisa cara del desierto era el rostro de un hipรณcrita, volviรณ a pensar Gรกlvez. Bajo esa costra reseca se escondรญa un mar, una red de aguas sulfurosas que en ocasiones asomaban, apestando. En cierto modo, el desierto era como su memoria. La paz aparente de su aplomo, un grueso caparazรณn de cuarzo y sal sobre las aguas del pasado. Todo lo que caรญa allรญ se conservaba en salmuera, intacto. Como su felicidad perdida, que se le traslucรญa a veces en el rostro cuando habรญa soรฑado con su hija. Dicha que se amargaba enseguida, apenas recordaba…

El prefecto estaba seguro de que esta huella sobre la cual rodaban, claramente perceptible incluso con la sola ayuda de las estrellas, no aparecรญa en esas fotografรญas del satรฉlite, del “ojo de Dios”, con las que habรญan mapeado toda la zona. ¿Cรณmo lograban esconderla? ¿Cรณmo tapaban las huellas durante el dรญa? El hecho es que atravesaban el desierto, en direcciรณn a la frontera, trazando una lรญnea zigzagueante, a ratos paralela al primer tramo de la “carretera bioceรกnica”. El eterno proyecto gubernamental para rentabilizar –y civilizar– estos pรกramos, uniendo el Pacรญfico con los paรญses vecinos y hasta el Atlรกntico, a travรฉs de ellos. Al fondo, la pista de asfalto que abrรญa el Cuerpo de Ingenieros Militares dividรญa ese paisaje lunar como una grieta.

–¿Para quรฉ viniste? –volviรณ a preguntar el prefecto.

–¿No estรก contento de verme, papito? Y tanto que me ha buscado.

–Ya te voy a mostrar lo contento que estoy. Ahora dime para quรฉ me necesitas.

–No, pues, si es usted –lo contradijo el cabro Romรกn, bajando la cabeza y sonriรฉndole de refilรณn, se habrรญa dicho que con timidez o embarazo–. Es usted el que me necesita a mรญ.

Ese era el motivo, recapacitรณ Gรกlvez. Intentaba sobornarlo. Quizรก ya se habรญa acercado a รฉl lo suficiente, en sus investigaciones, como para obligarlo a esta รบltima jugada: venir solo, en medio de la noche, a ofrecerle un pago.

Gรกlvez se preguntรณ cuรกl serรญa el precio de su corrupciรณn. ¿Le ofrecerรญa un solo soborno, el cabro? ¿O una participaciรณn constante, un porcentaje? ¿O acaso lo tentarรญa con esas mil hectรกreas en las sabanas del Chaco argentino que le habรญa propuesto otro traficante, unos aรฑos atrรกs?

Evocรณ a su jefe, el prefecto inspector, la รบltima vez que vino a supervisarlo. “Corazรณn de oro”, lo llamaban en el servicio; no por su bondad, sino por los millones que habรญa invertido en sus baipases cardรญacos. Del viejo mรบsculo ya poco le quedaba, como no fuera un indestructible amor al dinero. Recordรณ los morados labios salivosos, su inconfundible hรกlito a brandy fino. “Gรกlvez”, le habรญa dicho la รบltima vez, “usted es un enigma. Es demasiado inteligente para ser honesto y, sin embargo, aquรญ estรก: haciendo la vista gorda, como todos nosotros, en los grandes crรญmenes que no puede perseguir. Y pasรกndose de รฉtico con las minucias de la delincuencia menor. Sin recibir nada a cambio. ¿Por quรฉ no acepta de una vez que ser policรญa, en estos tiempos, ya es de por sรญ un crimen, y deja que lo demรกs caiga por su peso?”. Y Corazรณn de Oro se habรญa rascado la entrepierna, a travรฉs de los bolsillos del pantalรณn, ahรญ donde habรญan caรญdo quizรก cuรกntos de esos “pesos”. Era fama que รฉl ya tenรญa varios miles de hectรกreas en el Chaco argentino.

Era la hora mรกs frรญa, esa cuyo filo corta los รบltimos hilos de la noche antes de destapar el amanecer. El cabro Romรกn conducรญa aparentemente al azar, dando grandes rodeos y contramarchas que tan pronto los llevaban hacia la erizada mandรญbula de la cordillera como en la direcciรณn opuesta. Por primera vez, Gรกlvez sintiรณ miedo. Y agradeciรณ, profesionalmente, su aprensiรณn. Esta luz de alerta parpadeando en una esquina de su conciencia. Su temor era un recurso profesional, tanto como la 38 Magnum en la sobaquera, o la porra de goma en los interrogatorios. Si el cabro no iba pronto al grano, significarรญa que, simplemente, lo estaba despistando para llevarlo a una encerrona. El desierto se habรญa tragado a muchos, y mejores, antes que a รฉl. No era imprescindible una ejecuciรณn tradicional, con un cartucho de dinamita atado al cuello. Bastaba con obligarlo a bajarse en un sitio equidistante entre las aguas y las rutas mรกs prรณximas.

El cabro Romรกn lo observaba de reojo, adivinรกndolo, con una suerte de condolida intuiciรณn. Su pronunciada nuez, aguzada por una espinilla, bajรณ con dificultad:

–Estoy tan orgulloso de poder ayudarlo. Conmigo estรก a salvo.

–¿Incluso de ti?

–Nadie lo va a cuidar mejor que yo. Darรญa mi vida por usted, papito.

Romรกn se agachรณ, apoyรกndose en las piernas del prefecto para trajinar en la guantera. La mano izquierda continuaba guiando el volante, de memoria. Por un momento, Gรกlvez recelรณ que fuera a quedarse ahรญ, sobre su regazo, como un niรฑo haciรฉndose perdonar una travesura. Pero el cabro se incorporรณ, empuรฑando un arma:

–Tรณmela. Para que se sienta seguro.

A la dรฉbil luz del tablero, Gรกlvez observรณ la pequeรฑa pistola-ametralladora UZI, sostenida por la delicada mano de Romรกn. Decรญan que el cabro tenรญa la principal habilidad de un sicario: no pensaba antes de disparar. Y que asรญ habรญa llegado a convertirse en jefe de banda, antes de cumplir los dieciocho. ¿Cuรกntos muertos le colgaban ya? ¿Cuatro, cinco? Uno por cada uno de esos dedos flacos, de niรฑa, que sostenรญan la pistola. Romรกn la deslizรณ por el asiento, hasta hacerla tocar la mano de Gรกlvez. Este la levantรณ. Apenas pesaba. Solo el alma era de metal; el resto, de plรกstico. Habรญan decomisado dos en el รบltimo aรฑo. Fue cuando le enviaron al prefecto inspector con sus jรณvenes “observadores” gringos. Confiscar una de esas presagiaba un ascenso en ciertos servicios; la condecoraciรณn llegaba directamente desde Miami. Quizรก los secuaces de Romรกn se habรญan descuidado y el “ojo de Dios” los habรญa fotografiado desde lo alto mientras jugaban con ellas.

–¿Y esto tiene pilas?

–Sรญ, tiene –el cabro Romรกn soltรณ una risita aguda, un “gallito”. Habรญa matado a casi media docena de personas, pero aรบn no terminaba de cambiar la voz–. Asรญ que mejor no la mueva mucho. Es de gatillo suave y nunca le pongo el seguro. Tรฉngala con usted. Es un regalo. Para que se sienta tranquilo.

Gรกlvez empujรณ la pistola-ametralladora devolviรฉndosela al muchacho, mientras se preguntaba si Romรกn habrรญa matado a alguien por no aceptarle un regalo. Quizรก tantas muertes habรญan sido su รบnica forma, misteriosa, de dar.

El cabro se lamentรณ:

–Usted nunca me acepta nada.

–¿Quieres decir que no te acepto matar, mariconear, inyectarte mierda?

El cabro se enderezรณ tras el volante. El resplandor del tablero de instrumentos brillaba en su rostro y lo proyectaba en la combada superficie interior del parabrisas. Asรญ se veรญa casi tan gordo como su acompaรฑante, y hasta lo alcanzaba en su amargura.

Hubo un silencio. Gรกlvez sintiรณ ganas de respirar y bajรณ la ventanilla. El aire helaba tanto como la vista. Afuera, el salar sobre el que rodaban con un suave crujido –casi indistinguible del silencio– se expandรญa infinito y fosforescente, reflejando el centelleo de las estrellas.

En ese silencio, el prefecto evocรณ lo que sabรญa de Romรกn. El palomilla, de padres desconocidos, que correteaba por las calles del oasis. Hasta sus cinco o seis aรฑos lo habรญa criado una cocinera en el fundo de los Valdรฉs, en las afueras. Luego los echaron de allรญ. La india muriรณ y el niรฑo patipelado quedรณ en las calles. Para cuando Gรกlvez llegรณ a Pampa Hundida, seis aรฑos despuรฉs, el cabro ya era casi un adolescente, vagabundo e incontrolable. Dormรญa en cualquier sitio, como si hubiera nacido por generaciรณn espontรกnea de un grumo de sal. Y nadie se decidรญa a adoptarlo. Quizรก por la fiereza con que se resistรญa a cualquier intento de domarlo. O porque era demasiado mestizo: ni los aimaras reconocรญan su piel blanca y la mirada glauca, de un verde que tiraba al gris, ni los blancos podรญan hacer suyas las greรฑas de pelo duro que le erizaban el crรกneo.

Tendrรญa unos doce aรฑos cuando se lo llevaron por primera vez a Gรกlvez, maniatado y acusado de hurto. Le pedรญan que lo mandara al tribunal de menores en la capital de provincia. En lugar de ello –nunca supo muy bien por quรฉ, actuando por aburrimiento, capricho, o porque su familia acababa de mudarse a la capital para iniciar los tratamientos de su hija–, el prefecto habรญa decidido enseรฑarle al niรฑo a leer. Le estuvo enseรฑando las primeras letras a su hija, antes de que enfermara. El abecedario quedรณ marcado por la letra “O”, cuando se la llevaron. Ahora retomรณ las clases con Romรกn, en su despacho de la comisarรญa. Durante las horas muertas, cuando demoraba el regreso a casa porque ya no habรญa nadie allรญ, y era mejor esperar el telefonazo desde el hospital en su oficina. Romรกn aprendiรณ con avidez, con sorprendente inteligencia, y por un tiempo pareciรณ que, al fin, alguien habรญa conseguido domarlo. Desde la maรฑana el muchacho lo perseguรญa a todas partes, corrรญa tras la patrulla, siguiรฉndolo en sus diligencias, hasta que le permitรญan abordarla, como un perro vagabundo al que se ha cometido el error de dar de comer. El escuadrรณn lo adoptรณ como mascota y el muchacho aprendiรณ con igual rapidez, desde dentro, el trabajo que despuรฉs iba a desafiar. Algunas veces volvรญa a perderse, a vagar; pero invariablemente regresaba. Retornaba con un presente para hacerse perdonar: un cristal de cuarzo, o una de esas flores de barro fosilizado. Incluso empezรณ a dormir en la casa del prefecto, en la habitaciรณn que la niรฑa habรญa dejado vacรญa. Y al volver, tarde en la noche, Gรกlvez entraba en la oscuridad y lo arropaba. Y hasta se permitรญa sentir algo por รฉl.

Luego, tal vez un aรฑo mรกs tarde, Gรกlvez recibiรณ el diagnรณstico definitivo acerca de su hija. La niรฑa no se repondrรญa. Iba a necesitar una silla de ruedas por el resto de su vida. Y un tratamiento constante. Su mujer y ella permanecerรญan en la capital, para eso. Gรกlvez no necesitaba recordar aquel dolor. Le bastaba distraerse –dejar de vigilarlo– para que este se hiciera presente, demostrรกndole que seguรญa vivo. Viva la tarde cuando se habรญa encerrado en el baรฑo de la oficina, con los informes mรฉdicos y una toalla apretada contra la boca. Vivo el temor de ver a su niรฑa en esa silla donde irรญa creciendo. Vivo el odio contra el cielo.

Esa misma noche, Gรกlvez sacรณ a Romรกn de su cama, de una oreja, y lo arrojรณ a la calle. No le explicรณ nada. Ni siquiera le exigiรณ, esa vez, que no lo volviera a llamar “papito”. Pero prohibiรณ que lo admitieran en la comisarรญa de nuevo. Durante varios dรญas el cabro siguiรณ rondando las garitas de guardia. Le dejaba con el centinela pequeรฑos regalos. Solo que ya no eran cristales de cuarzo o flores de barro fosilizado, sino el botรญn de raterรญas cometidas en el mercado: mangos y papayas frescos, una botella de vino dulce. Gรกlvez ordenaba devolverlo todo. Luego, el cabro Romรกn desapareciรณ unas semanas, y la maรฑana en que volviรณ lo hizo con la radio de un automรณvil, los cables arrancados todavรญa colgando. “Para el papito”, le dijo al guardia, al entregรกrsela.

Gรกlvez mandรณ que lo detuvieran y lo trajeran a su presencia. “¿Me va a meter preso, papito?”, le preguntรณ el cabro, cualquiera habrรญa dicho que ilusionado. Llevaba el pelo duro cortado al ras, un buzo deportivo flamante, y una sorna nueva en su gruesa, hรบmeda boca de mestizo. Gรกlvez le contestรณ: “La ley te presume inocente.” Romรกn asentรญa, como si solo hubiera venido a comprobar lo que estaba oyendo. “¿Y hasta quรฉ edad soy inocente?” Y Gรกlvez: “Hasta los diecisรฉis aรฑos el Cรณdigo presume que no tienes discernimiento. Despuรฉs, y hasta que tengas dieciocho, lo decide el juez.” Y el cabro Romรกn, que ahora no parecรญa un niรฑo, sino un hombre en miniatura, habรญa reflexionado: “O sea que me quedan unos cinco aรฑos de inocencia. Antes de que usted pueda meterme preso…”

Entonces el prefecto habรญa mandado que lo metieran al calabozo de la comisarรญa, y que le dieran una raciรณn de treinta azotes que supervisรณ personalmente. “No puedo encerrarte. Pero cada vez que vuelvas te voy a dar una igual”, le dijo cuando lo echรณ al desierto.

El cabro Romรกn conducรญa a gran velocidad, a marchas y contramarchas, girando y describiendo extraรฑas circunvoluciones, a travรฉs de la pampa lisa. El prefecto miraba su perfil marcado por el acnรฉ, doblado en el cristal curvo del parabrisas, donde se veรญa mayor y mรกs gordo.

–¿Para quรฉ tantas vueltas, Romรกn? –le preguntรณ Gรกlvez–. Sabes que no puedes despistarme.

–Para estar juntos –le contestรณ el muchacho, casi inaudible; y lo peor, pensรณ el prefecto, era que sonaba sincero–. Mientras sea de noche podemos pasear. En el dรญa nos rastrean, usted sabe, nos miran y nos sacan fotos.

Romรกn le indicaba el cielo a travรฉs del techo corredizo de la camioneta, de plexiglรกs. Ese duro, poblado y altรญsimo cielo del desierto. Donde orbitaba el “ojo de Dios”. Y agregรณ:

–¿Cรณmo estรก su hija, la invรกlida?

–Igual. En tratamiento.

–Debe salirle caro.

Gรกlvez sintiรณ deseos de volver a abofetearlo, con mรกs fuerza. Pero ahora, acaso, no serรญa tan sencillo. El muchacho apoyaba la mano libre en la UZI, a su lado.

–Supe que tratรณ de pedir un prรฉstamo en un banco de Iquique, papito.

–¿Me tienes intervenido el telรฉfono?

–Eso lo hacen sus gringos. Nosotros apenas podemos intervenir al sindicato de la telefรณnica, papito.

El cabro Romรกn lo observaba de reojo, las espinillas encendidas por la pura felicidad de poder enseรฑarle algo. Y continuรณ:

–No le dieron el prรฉstamo. Y era bastante dinero, ¿no?

–La paraguaya me sale cara. Ya pudiste verlo.

–No le creo –le sonriรณ el cabro, desde el reflejo en el parabrisas–. Ella no le cobrarรญa. Estรก enamorada.

–Quรฉ sabes tรบ.

–Usted, papito, es el รบnico que no lo sabe.

Gรกlvez pensรณ en el agrio billete que dejaba dรญa por medio en el arrimo de la habitaciรณn. Tendrรญa que suprimir ese pequeรฑo gasto, tambiรฉn. Y aun asรญ…

–Mรฉtete en tus cosas.

–Hay una operaciรณn nueva para su niรฑa. A lo mejor podrรญa dejar la silla, caminar…

Gรกlvez intentรณ reprimirse, pero no pudo:

–¡Maricรณn culeado, no te permito hablar de mi hija!

El cabro Romรกn girรณ la cabeza hacia el otro lado, hacia su ventanilla, donde una debilรญsima lรญnea de claridad dividรญa el horizonte. Y luego volviรณ despacio hacia รฉl, como cuando habรญa aguantado la primera bofetada, sonriendo forzadamente, mostrรกndole sus feos dientes de roedor. Tenรญa los ojos hรบmedos. Las reacciones de Gรกlvez lo llevaban de la felicidad a la angustia, y de vuelta a la felicidad, como a un enamorado. Le dijo:

–Tengo una idea desde hace tiempo: yo le puedo dar el dato de un cargamento, uno muy grande. Usted lo descubre y se hace famoso. Lo ascenderรกn. Quizรกs lo manden a la capital con el doble de sueldo. Cerca de su familia.

–Y tรบ te quedas a cargo de esta pampa, ¿verdad?

–No, na’ que ver. Si no le gusta, tengo otra idea. Usted me detiene, y yo confieso cรณmo fue que usted nos agarrรณ. Todo lo que hizo para capturarme. Con eso tambiรฉn lo van a ascender.

–Tรบ no me sirves de nada sin pruebas.

–Entonces no nos queda otro remedio. Va a tener que aceptarme esta plata.

Gรกlvez lo vio llevarse la mano libre al bolsillo del pecho y sacar de allรญ un sobre. Lo depositรณ en el asiento, entre ellos, junto a la UZI que ya antes le habรญa ofrecido.

El prefecto se preguntรณ cuรกnto habrรญa en su interior. Y no hallรณ otra forma de calcularlo: la serie de operaciones, las prรณtesis, la clรญnica en Estados Unidos…, la รบnica que hacรญa ese nuevo tratamiento. La esperanza que no se habรญa permitido tener en esos aรฑos. Todo a cambio de que aceptara, simplemente. De que le aceptara algo, alguna vez en la vida, a Romรกn.

Y mientras lo calculaba, en ese instante, amaneciรณ. Gรกlvez vio la luz que se derramaba desde el horizonte, sobre la pampa, y pasaba de travรฉs por los grumos de cuarzo, proyectando diminutos arcoรญris. La larguรญsima sombra de la camioneta, como una guadaรฑa, iba segando esas flores de luz. Y proyectando un dibujo:

–El caracol –murmurรณ de pronto el prefecto–. Asรญ lo hacen…

–…y el chamรกn y la araรฑa, papito –completรณ Romรกn, comprobando orgulloso el efecto de esas palabras en el rostro de Gรกlvez–. Creรญa que usted lo iba a descubrir antes, pues. Podemos ir casi hasta la frontera, saltando de un mono al otro.

Asรญ lo hacรญan. Los traficantes usaban como rutas el dibujo de los geoglifos, esos gigantescos tatuajes en la piel del desierto. Posiblemente, los habรญan conectado unos con otros mediante pistas en la arena, se dijo Gรกlvez. Guiones entre los signos de ese alfabeto que convertรญa a todo el desierto en un gigantesco libro, indescifrado. Esa noche habรญan recorrido y ahondado dos o tres letras en aquel libro de piedras y sal. El prefecto se preguntรณ si podrรญa transcribir, mรกs tarde, el recorrido que habรญan hecho. Tal vez solo el “ojo de Dios” sabrรญa deletrearlo. Y, al mismo tiempo, comprendiรณ que esos desplazamientos ciegos, de apariencia errรกtica y contradictoria, habรญan sido una suerte de lecciรณn. Como cuando รฉl le enseรฑaba a leer a Romรกn.

–Para aquรญ mismo –le ordenรณ–. Y bรกjate.

Bajaron de la camioneta. Gรกlvez reconociรณ la montaรฑa de relaves tras el campamento de la vieja salitrera. Estaban a cinco kilรณmetros, quizรก menos, del oasis de Pampa Hundida. Habรญan dado vueltas en cรญrculos. El cabro, despuรฉs de todo, habรญa conseguido despistarlo.

El prefecto desenfundรณ su revรณlver de la pistolera. Lo amartillรณ y apuntรณ a Romรกn. El muchacho le sonriรณ con una autรฉntica alegrรญa. Se arrodillรณ y se puso las manos tras la nuca. Habรญa aprendido desde muy chico el protocolo de las detenciones.

–¿Por quรฉ lo hiciste? ¿Por quรฉ me revelaste tus rutas?

–Porque usted no me iba a aceptar la plata, ¿verdad, papito?

Gรกlvez tuvo que convenir con รฉl. No le habrรญa aceptado ni el dinero ni la UZI. Ni su amor.

–¿Quรฉ le parece? –continuรณ el cabro, radiante, acercรกndose un poco, caminando de rodillas–. Esta informaciรณn no me la puede rechazar, porque ya la sabe. Ahora sรญ que lo van a ascender. Y si me lleva a mรญ capaz que hasta una medalla le den, junto con la recompensa. Y podrรก pagar el tratamiento de su niรฑa. ¿O no, papito?

Gรกlvez pensรณ en el “ojo de Dios”. A esa hora, por encima de la estratรณsfera, a doscientos cincuenta kilรณmetros de altura, el satรฉlite espรญa empezaba a orbitar sobre la zona, fotografiรกndolo todo. Las letras que habรญan recorrido esa noche, y que eran demasiado grandes para poder descifrarlas. Sus larguรญsimas sombras que degollaban esas flores de luz. Quizรกs el satรฉlite podรญa retratar hasta la sonrisa orgullosa del muchacho, casi feliz.

–Te he pedido que no me llames papito –le recordรณ.

El cabro se le acercรณ un poco mรกs, caminando siempre de rodillas. En esa posiciรณn se veรญa del tamaรฑo de un niรฑo, aรบn mรกs pequeรฑo que cuando Gรกlvez lo recogiรณ.

El prefecto experimentรณ un sรบbito cansancio. De pronto, su arma le pesaba demasiado, la mano le temblaba. Y Romรกn seguรญa acercรกndose. Gรกlvez doblรณ el brazo, levantรณ la pistola y disparรณ al aire. Al ojo de Dios. Al cielo, tan odiado. ~

 
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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro mรกs reciente.


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