Normalidad sin libertad

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En el centro de Berlín, a orillas del río Spree y detrás de su masiva catedral, funciona un museo sobre la desaparecida República Democrática Alemana. Desde su inauguración, hace seis años, se ha convertido en una de las exposiciones más visitadas de Alemania. Montado con los medios interactivos más modernos, el museo ofrece un recorrido por la “vida diaria” en el estado comunista alemán, desaparecido hace ya veintitrés años.

Visitarlo es interesante porque la RDA fue el “socialismo real” más exitoso que se ha conocido. Llegó a ser la novena potencia económica mundial, por ejemplo. Y podría ser el modelo de quienes siguen proponiendo ese sistema.

Los exhibidores imitan a los bloques de edificios, prefabricados, que fueron la respuesta de la RDA al problema de la reconstrucción luego de la Segunda Guerra Mundial. El visitante puede acercarse a esos bloques y abrir puertecillas tras las cuales encontrará información, desde la vida social y política hasta los más pequeños detalles de la existencia diaria.

Podemos sentarnos en el auto producido masivamente por la RDA. El Trabant, conocido como Trabi, era el sueño largamente acariciado por los ciudadanos del país comunista. Para obtenerlo eran necesarias buenas credenciales, primordialmente políticas y aún así había largas esperas que podían llegar hasta dieciséis años. Los funcionarios del régimen, sin embargo, se movían en autos más sofisticados que culminaban en la limosina Volvo que transportaba a los jerarcas. Se comprueba así la idea de George Orwell en su libro Rebelión en la granja (autor y libro prohibidos en la RDA): en el supuesto estado igualitario todos son iguales, pero hay unos que son más iguales que otros.

En la exposición podemos visitar un apartamento de esos enormes complejos habitacionales. No solo el edificio era estándar sino que la decoración ofrecía muy pocas variantes. Pero era una excelente vivienda social. Además, muchos consiguieron tener una pequeña dacha o casita en el campo, construyéndola ellos mismos. Individualismo que el régimen reprobaba pero que llegó a tolerar porque desincentivaba en los propietarios el deseo de huir. (Antes de la construcción del muro de Berlín, más de dos millones y medio de alemanes del este se fueron al occidente capitalista.)

La moda en la RDA también estaba sometida a la planificación central. Por lo cual tampoco había mucha variedad. Sin embargo, jóvenes y mujeres podían comparar sus ropas con la moda occidental, sintonizando la televisión de la otra Alemania (lo que estaba prohibido, y por eso mismo era tentador). Esto causaba cierta inquietud social. Algunos jóvenes lograban hacerse enviar de Occidente, por ejemplo, un par de jeans estadounidenses. Lucirlos causaba irritación y era un mal antecedente. La respuesta del Estado socialista fue combatir esa tentación creando su propia versión de los populares vaqueros. Allí están y podemos tocarlos. Eran feos, pero mucha moda pasada nos parece fea. Lo significativo es que muchos jóvenes, con familia en la RDA, siguieron haciéndose mandar ropa desde allí. Ese irritante deseo de diferenciarse, mediante unos simples pantalones, se transformó en un problema ideológico.

En fin, son detalles pequeños de la vida cotidiana, unos positivos otros negativos. Pero, observándolos en conjunto, la primera impresión que deja el museo es que la vida en la República Democrática Alemana se asemejaba a la de un país desarrollado, en los años setenta. Era posible educarse, ganarse la vida, formar una familia, ascender en la profesión. Hasta era posible lograr un bienestar económico mayor que el resto (subiendo en el Partido). Y encima existían ventajas escasas en otros sitios: un generoso sistema de servicios sociales que proveía educación y salud gratuitas. Simplificando: en la RDA se podía ser feliz o lo contrario. Lo “contrario” pasaba cuando al ciudadano se le ocurría objetar que fuera normal vivir en una dictadura.

Porque otro logro de la Alemania comunista fue precisamente esa “normalidad” tan rara. Llegó a ser normal que hubiera miles de prisioneros políticos, más de 250,000 en un país de dieciséis millones de habitantes. Fue normal que la policía política, la Stasi, tuviera 91,000 funcionarios y –más importante– 170,000 colaboradores soplones encargados de vigilar a sus vecinos. Fue normal porque la mayoría ciudadana llegó a considerar corriente ser espiados.

Los 180 kilómetros de archivos del Ministerio de Seguridad de la RDA prueban la normalidad de esa vida bajo vigilancia continua. El grueso de ellos son completamente banales. Los espías informaban sobre la vida privada, sin incidentes, de aquellos a los que vigilaban. Aunque esa misma vida normal podía torcerse por un informe anónimo que denunciara una actitud “poco socialista”, lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos de Alemania Oriental no fueron denunciados.

La mayoría de los ciudadanos no fueron denunciados, pero fueron vigilados. La mayoría de ellos no fueron asesinados intentando cruzar el muro, pero lo habrían sido si hubieran tratado de escapar. La mayoría de ellos no fueron interrogados en las cárceles secretas, pero podrían haberlo sido si hubieran criticado la escasez de bienes elementales o los privilegios de los jerarcas.

Seguramente esa “normalidad”, sin libertad, es la máxima aspiración de todos los totalitarismos. Algo similar buscaban las dictaduras derechistas que se enseñorearon de Latinoamérica y España, en décadas pasadas.

En la Alemania de hoy, el firme apego al sistema democrático liberal, con todas sus imperfecciones, está ligado al recuerdo y desengaño que dejaron sus dos grandes dictaduras de derecha e izquierda. Creo que en Latinoamérica el prestigio de la democracia liberal todavía cojea porque solo tenemos el recuerdo de las dictaduras de derecha que nos oprimieron. Mientras no sabemos, en carne propia –con la excepción del régimen cubano–, qué habría resultado si alguna de nuestras revoluciones de izquierda hubiese logrado imponer completamente los ideales del comunismo en estos países.

De allí que algo podamos aprender del éxito de este peculiar museo alemán. Su logro radica en demostrarnos que la libertad es el más sutil de los derechos. Conquistarla es muy difícil, perderla puede llegar a ser “normal”. ~

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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