El Pensador, de Auguste Rodin

El Pensador en monólogo silencioso

Este que aquí veis es la imagen de bulto de un ser de la especie humana y del género masculino, y está en una pose garantizadamente propicia para filosofar.
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Este que aquí veis, enteramente en cueros, sentado y con la barbilla en la mano, es la imagen de bulto de un ser de la especie humana y del género masculino, y está en una pose garantizadamente propicia para filosofar: una pose meditativa, o pensierosa (que diría un italiano), pero muy semejante a la que, según los chistosos, tomais todos los días los humanos mortales en un lugar  muy íntimo de vuestras casas para… ya sabeis: digamos que para “descomer”. Un célebre escultor, el augusto Auguste Rodin, me imaginó así: como un tipo primitivo y atlético y escultural que bien podría ser el primer hombre de la Historia, a quien, una tarde en la que  descansaba después de matar a algún dinosaurio y llevarlo a la cueva para la cena tribal, se le hubiera ocurrido inventar el Pensamiento. Esa labor ya intelectual le habría costado más esfuerzo que matar dinosaurios o aporrear a sus vecinos más trogloditas, pues vean: aun si pretende hallarse en un momento de abandono  y serenidad, se advierte en la tensa pose y en el encogimiento de los dedos de los pies que no debe haber sido ni muy grato ni muy cómodo pensar por primera vez en la Historia, y acaso sin permiso de Dios Padre.

Es mi efigie, famosamente llamada Le Penseur (El Pensador). Y esa tensa postura de pensar en quién sabe qué (¿en la Trascendencia del Ser o en las musarañas?) me inquieta, pues sé que el filósofo Blas Pascal, en una solitaria medianoche en que ejercía fuertemente el pensamiento, de pronto vio que se abría a su costado un súbito abismo ontológico, y durante el vértigo le acudió el desconsolador aforismo de que el hombre es una debil caña pensante que un leve céfiro puede quebrar. Y también sé que unos siglos después de orita, el escritor Samuel Beckett, impaciente porque God, que significa Dios, pero a quien Sam apodaba Godot, no llegaba al escenario, lanzó la terrible sentencia: “Lo terrible es haber pensado”.

Y tal es la perturbadora verdad en la que yo medito en este momento en que, encarcelado en el bronce rodiniano, he dejado de ser un pensador con humilde minúscula para convertirme, con jactanciosas mayúsculas, en El Pensador, y, más lujosamente todavía, en Le Penseur…

Sí: pensar es terrible. Lo supo el robusto espadachín del trío de los célebres mosqueteros: Porthos, que era hombre sano, y por ello poco pensante, pero que, cuando en una de las crónicas de Dumas padre (¿Veinte años después o El hombre de la máscara de hierro o El vizconde de Bragelonne?), corría para escapar del derrumbe de un pétreo techo sobre su cabeza, se fijó por casualidad en el movimiento de sus apresurados pies y por primera vez lo acometió intensamente el Pensamiento, y, viendo la manera mecánica en que sus pies se movían, ese acto le pareció tan extraño y ridículo que se detuvo a meditarlo, y, convertido ahora en todo un pensador existencialista avant la lettre, murió aplastado por la caída del techo pétreo.

Y no sé si ustedes se dan cuenta de que a Le Penseur y a mí (que estoy encerrado en el ya verde metal de la estatua hecha por Rodin) habría que llamarnos gimnosofistas, lo cual significa precisamente “pensadores desnudos”. Y me explico:

 Según cuenta el historiador Plutarco, ocurrió que Alejandro de Macedonia, durante su guerra de conquista de la India, capturó a diez brahamanes que eran gimnosofistas pensierosísimos, capaces de responder a las más difíciles preguntas. Y el gran macedonio, que ejercía el deporte o el vicio del esnobismo intelectual, planteó a los sabios encuerados una serie de enigmas, no sin advertirles que mataría a quienes no los resolvieran… y…

Y, según creo recordar, Plutarco dice que Alejandro se enfadó y echó mano a la espada porque un brahmán guardó silencio.

  Quizá el pobre brahmán era novato y no sabía ponerse en la postura adecuada para gimnosofistear (que es la de estar desnudo, sentado, con la barbilla en la mano y encogiendo los dedos de los pies). O quizá  sintió que era peligroso decir lo que pensaba… de ese playboy belicoso y pedante: el tal Alejandro.

 


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