“De mí puede haber dudas –afirmó el candidato presidencial Ollanta Humala dirigiéndose a los peruanos en el último y crucial debate presidencial frente su adversaria Keiko Fujimori– pero en el otro lado hay pruebas.” La frase traduce bien el ambiente de la segunda vuelta en el Perú: ambos candidatos eran conscientes de que luchaban por un electorado que los percibía como si un desalmado dios griego empujase a los peruanos a pasar entre Escila y Caribdis, como una encrucijada entre dos males. A la postre, el electorado sin candidato en la segunda vuelta ha decidido por estrecho margen que Fujimori era peor que Humala. Tras conocerse el resultado un amigo sentenció con contradictoria lucidez: “Estoy muy contento porque perdió Keiko Fujimori, pero muy triste porque ganó Ollanta Humala.”
Pero vayamos por partes. La segunda vuelta no se entiende sin la primera y la primera no se comprende sin el gobierno saliente de Alan García. García fue elegido presidente en 2006 auque no merecía una segunda oportunidad (todavía no hay quien determine si la crisis más aguda de la historia peruana fue al finalizar su primer gobierno en 1990 o tras la desgraciada guerra que el Perú perdió ante Chile en el siglo xix). Su mandato exigía que aliviase dos problemas centrales de la vida política peruana. Del lado institucional, debía legitimar la democracia representativa; del lado económico, lograr que el fantástico crecimiento económico peruano de los últimos años generase beneficios más homogéneos, atemperando un desigual desarrollo donde la costa avanza exponencialmente y el interior del país apenas si se beneficia del crecimiento. El respaldo masivo que recibió Humala en la elección del 2006 –estatista en lo económico y autoritario en lo político– por parte del Perú postergado fue el grito de alarma. Sin embargo, García estableció un gobierno extremadamente conservador, mimado por los grandes empresarios, aliado hasta la complicidad con las Fuerzas Armadas, bendecido por los sectores más ultramontanos de la Iglesia católica, rodeado de escándalos de corrupción y dueño de una soberbia intolerante que le convirtió en ese tipo de político que, dice Javier Cercas, por creer que lo sabe todo nunca entenderá nada. La antipatía generalizada hacia su gobierno alentó que la legitimidad del sistema democrático y de la economía de mercado continuase deteriorándose. Así llegó el Perú a la elección del 2011.
El 10 de abril se realizó la primera vuelta. Cinco candidatos tenían posibilidades de alcanzar el ballottage. Ninguno contaba con un partido político: los partidos políticos en el Perú perecieron como dinosaurios de otra era geológica, ¡ni siquiera el apra pudo presentar candidato presidencial alguno! En este ambiente dominado por figuras individuales dos candidatos despertaban mayores rechazos en la población: Keiko Fujimori y Ollanta Humala. Aquella es la hija del expresidente Alberto Fujimori, condenado ejemplarmente a veinticinco años de cárcel por corrupción y crímenes contra los derechos humanos durante su gobierno de los años noventa. Más allá del parentesco, las resistencias provenían de la exaltada reivindicación del gobierno del padre y por estar rodeada de los mismos individuos que gobernaron el Perú durante aquel régimen autoritario y corrupto. Humala, por su parte, convocaba temores variados. En lo político, le perseguía una rebelión chapucera que comandó su hermano Antauro (y que Ollanta apoyó) contra el gobierno democrático de Alejandro Toledo en 2005 y que terminó con cuatro muertos. En lo económico, aunque ya no era aupado por Hugo Chávez como en 2006 y aseguraba, más bien, preferir a Lula da Silva, su insistencia en una economía “nacional” de mercado y en alterar el marco constitucional despertaba rechazo en un país donde la economía abierta ha dado lugar a un crecimiento espectacular (aunque desigual) en la última década.
Entre estos dos resistidos aspirantes (el populismo de derecha y el de izquierda) se encontraban tres candidatos –ya bautizados como los tres chiflados–, quienes se disputaban lo que, con algo de libertinaje teórico, podemos llamar el voto “moderado”. El expresidente Alejandro Toledo, su ex primer ministro Pedro Pablo Kuczynski y el exalcalde de Lima Luis Castañeda soñaban con alcanzar la segunda vuelta e imponerse ahí ante Fujimori o Humala pues cualquiera de ellos tres cosecharía a su favor las antipatías masivas de aquel par. Pero, como ya se sabe, si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes. De pronto, con el paso de las semanas, Fujimori y Humala habían crecido más de lo previsto y la división del voto entre los tres chiflados era un regalo del cielo para ambos. En realidad, el regalo fue sobre todo para Keiko Fujimori quien terminó alcanzando la segunda vuelta con el 23%, mientras Humala llegó ahí con el 31%.
Más allá de la pasajera campaña, el voto confirmó varias dolencias del sistema peruano. En primer lugar, los dos candidatos que disputarían la segunda vuelta eran aquellos señalados por ser quienes sienten menor aprecio por las instituciones democráticas. En segundo lugar, vencía ampliamente el candidato que representaba con mayor énfasis la crítica al envanecido modelo económico peruano. Vale decir, el éxito electoral de los dos candidatos era la otra cara del fracaso del gobierno de García. Además, ambos candidatos recogían la mayor parte de sus votos entre los pobres del país y se confirmaba y asentaba la escisión entre el Perú próspero y el ignorado. De las 49 provincias más pobres, Humala ganó en 40. Para predecir la votación peruana en la primera vuelta habría bastado con tener un mapa de la pobreza en el Perú. Sin partidos políticos los individuos han ido votando cada vez más con ánimo de clan, casi tribal, los ricos con los ricos y los pobres con los pobres; y los pobres –debió enterarse de sopetón la frívola élite peruana– eran un montón. Tantos que pusieron a sus dos candidatos favoritos en la segunda vuelta. El sortilegio democrático.
Un año antes de la elección Mario Vargas Llosa había calificado una eventual segunda vuelta entre Humala y Fujimori como “elegir entre el cáncer y el sida”. Una vez oficializada la mortuoria disyuntiva, y con el 46% de la población sin haber votado por ninguno de los dos candidatos en la primera vuelta, la campaña se centró en los pasivos de cada candidato. Corrupción y autoritarismo del lado de Fujimori; en el de Humala, cargos por violaciones a los derechos humanos cometidos cuando era militar en actividad y, sobre todo, inquisiciones infinitas a su plan económico. Los grandes medios de comunicación nacional así como el gran empresariado cerraron filas con Fujimori; los intelectuales de todo tipo (encabezados por Vargas Llosa) y la sociedad civil organizada se alinearon con la candidatura de Humala. Para unos la elección de Humala conduciría al país al abismo, los de enfrente replicaban que la elección de Fujimori sería la vejación última a la dignidad de la patria. La competencia dejó pronto de ser un asunto político para ser uno moral. Los candidatos, por su parte, se retractaban de todo lo prometido buscando seducir los escépticos votos disponibles: Keiko Fujimori pidió, por primera vez, disculpas por los crímenes del gobierno de su padre y juró por Dios que, de llegar al poder, no lo liberaría de la prisión a través del derecho de gracia presidencial; Ollanta Humala aseguraba no querer cambiar la constitución ni reformar la economía de mercado, prometiendo, en resumen, lanzar a la basura su plan de gobierno original. Ante tales metamorfosis programáticas solo quedaba recordar a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros.”
Finalmente, a Keiko Fujimori le costó más desprenderse de la filiación con el gobierno criminal de su padre. Una serie de grotescas declaraciones por parte de sus voceros durante el último tramo de la campaña reveló que el fujimorismo era el de siempre. Humala, sin despertar pasiones y gracias a la sabia conducción de un equipo de estrategas brasileños enviados por el Partido de los Trabajadores, logró desprenderse en mayor grado de su imagen de militar golpista. Entre la primera y la segunda vuelta Humala sumó un 20% adicional del electorado para ganar la elección. Es una población que no ha votado por él para que cambie el modelo económico sino para que mantenga el sistema democrático que peligraba más si volvía el fujimorismo mafioso al poder. En realidad, ambos candidatos generaban tantas resistencias que es posible que solo pudieran hacerse de la presidencia disputándola entre ellos dos. Los votos que ambos consiguieron en la segunda vuelta se definen bastante bien como antihumalistas y antifujimoristas. El resultado final fue 51.5% para Humala y 48.5% para Fujimori.
Ahora viene lo más difícil para Humala. Deberá satisfacer a su electorado original (31%) que espera un cambio real en el manejo de la economía y del Estado sin traicionar al 20% adicional conseguido para la segunda vuelta a quien prometió, justamente, no alterar sustancialmente estas mismas cuestiones; finalmente, deberá apaciguar a una oposición empresarial y mediática que le hará la vida imposible desde el primer día. ¿Conseguirá Humala la cuadratura del círculo al serenar las quejas encolerizadas de los de abajo sin sacar las garras caudillistas que espantan a su recientemente adquirido voto moderado? Nadie puede saberlo. Por el momento basta decir que el Perú se ha salvado de lo peor… ojalá se salve también de lo malo. ~