El 30 de junio de este año, a las 5:40 de la mañana, en el barrio de Los Condes, decidí dar un paseo teniendo la Cordillera de los Andes como escenario, rodeado del verde infinito que siempre inunda a Santiago de Chile.
Tras una caminata de apenas treinta minutos, unos carabineros interrumpieron mi marcha. No me alarmé: por una parte, Pinochet ya no existe y Chile es una democracia consolidada; por la otra, no hay evidencia de actos de represión ejecutados por elementos de ese cuerpo policíaco. Sus palabras, no obstante, eran contundentes: “es peligroso caminar por aquí”. Ante mi natural pregunta (“¿tan mal está el orden público?”), aclararon: “No es peligroso por los delincuentes sino por el aire; estamos en contingencia ambiental.”
Santiago no sólo merece el reconocimiento de la metrópoli mejor organizada y estructurada de Latinoamérica –producto del orden germano que caracteriza la esencia chilena–; sin embargo, el derecho a la salud de sus habitantes está disminuido y se trata de una de las ciudades más contaminadas del continente. Como en el Distrito Federal, autoridades y ciudadanos han tenido que enfrentar altas concentraciones de ozono, llegando a un punto crítico el pasado junio, cuando se registraron más de cuatrocientos miligramos de partículas nocivas por metro cúbico de aire, los niveles más altos en la última década.
La capital chilena no es una ciudad anárquica llena de villas miseria; por el contrario, si uno mira las montañas que imposibilitan la entrada de los vientos, parecería que este es un punto cercano a los Pirineos o a los Alpes. Pero el nivel de deterioro ambiental ha transformado en una odisea el acto más esencial de la vida humana: respirar.
El mundo se ha transformado y hoy somos el ejemplo vivo de lo imaginado en Blade Runner, la mítica película de Ridley Scott que presagiaba un mundo deteriorado por los contaminantes. El planeta se ha cubierto de una masa viscosa e informe que delimita nuestro horizonte y se fusiona con nuestros cuerpos, degenerándolos irremediablemente.
Cuando se vuelve imposible caminar por nuestras calles, cuando se torna obligado respirar bajo cuatro paredes para preservar la salud, es inevitable preguntarse si, como lo dijo el presidente Felipe Calderón en la reciente Cumbre del Mecanismo de Diálogo y Concertación de Tuxtla, “cada dólar que sube el petróleo, cada dólar que sube el precio de la gasolina, naturalmente que empobrece a nuestra gente”.
En 1982 Blade Runner profetizaba un futuro oscuro y abrumado por las disputas económicas entre grandes empresas mundiales. Hoy la pelea por el petróleo involucra tanto a los países consumidores como a las grandes compañías petroleras.
A ello hay que sumar la disparidad entre países productores y países consumidores. Por ejemplo, en la región del Pérsico, donde se encuentran los principales productores y se genera poco más del treinta por ciento del combustible que el mundo necesita cada día para seguir funcionando, paradójicamente sólo se consume el siete por ciento de este. En realidad, los países productores satisfacen básicamente la demanda de los grandes consumidores, como Europa, que consume el veinticuatro por ciento, o Estados Unidos y Canadá, que absorben casi el treinta por ciento de la producción mundial.
¿A quién beneficia el petrolicidio en el que la humanidad se ha sumergido? ¿Quiénes son los verdaderos ganadores de esta desenfrenada dependencia? ¿Qué razones obligan al mundo a seguir pagando cada barril de petróleo a 133 dólares cuando en el año 2000 solamente costaba 34? ¿En qué momento cavamos el pozo profundo de una muerte acelerada?
De seguir sometiendo precios, vidas y productos a un continuo ciclo de presión, veremos un resultado cuya predicción no requiere de grandes elucubraciones: muerte por asfixia.
Por codicia, irresponsabilidad y falta de inteligencia hemos llegado a un punto donde el uso mundial del petróleo, motor del acelerado desarrollo industrial del siglo XX, se ha tornado en uno de los principales factores de la gran crisis económica que asuela el planeta y que ha repercutido en todas las manifestaciones de vida, generando su progresiva extinción.
Esta grave circunstancia, que cada día se refleja en nuestra existencia cotidiana, no ha sido capaz de orillarnos a buscar una solución; pese a las terribles consecuencias que la humanidad debe padecer por su voraz consumo, no hemos mostrado disposición a pagar el reducido precio que un cambio implicaría, aferrándonos a conservar intacto un sistema de costos desaforadamente altos.
Cuando vemos que el hongo contaminante, esa masa viscosa y gris que une a los Andes con los Alpes, al Pacífico con el Atlántico, a China con Santiago de Chile, impide a los seres vivos ejercer el privilegio de ser libres y desarrollarse plenamente, resulta innegable que el hombre se ha olvidado de buscar soluciones. Es obvio que la tos, los problemas pulmonares y la irritación en los ojos, es decir, los síntomas cotidianos de la destrucción planetaria, se hacen presentes a nivel global, y no hacen distinciones entre culpables e inocentes, porque al final todos somos responsables.
Frente a esta circunstancia tan evidente para cualquier habitante de Santiago, Tokio, Los Ángeles o el Distrito Federal, es muy difícil entender que ninguna institución de gobierno fuerce la marcha hacia el cambio, antes de que la desbocada carrera del petrolicidio nos destruya.
Aprovechar el alza desaforada de los precios del petróleo para cortar el maremágnum de oro negro es una responsabilidad que no pueden seguir eludiendo los países más poderosos del planeta.
Estados Unidos producía en un solo día más desechos contaminantes que el resto del planeta en su conjunto; ahora ese lugar lo ha ocupado China, cuyo gobierno, forzado por las protestas internacionales, ha decretado la interrupción de toda actividad industrial doscientos cincuenta kilómetros alrededor de Beijing y ha destinado más de 17 mil millones de dólares a mejoras ambientales, todo ello para evitar que en la inauguración de los Juegos Olímpicos la gente tenga que usar mascarilla para respirar.
Sin embargo, estas medidas no se asoman ni de lejos a una solución duradera. La Agencia de Protección Medioambiental de Estados Unidos ha destacado que la contaminación atmosférica generada por la nueva potencia asiática es capaz de recorrer miles de kilómetros y llegar hasta las costas estadounidenses: veinticinco por ciento de las partículas nocivas suspendidas sobre el cielo de California provienen de Asia.
Quizá uno de los angelinos afectados por esta contaminación sea inversionista en alguna compañía que habrá ayudado a financiar el desarrollo chino, y estará tratándose un cáncer de pulmón creado exactamente por un desarrollo económico feroz.
Para los gobiernos productores o en vías de desarrollo, como México, sin duda es verdad lo que ha dicho el presidente Calderón: cada vez que sube el petróleo nos volvemos más pobres; es necesaria una readecuación de nuestras vidas para que, cuando llegue el último suspiro, podamos pensar que al menos hicimos algo para evitarlo.
El dilema es uno: o cambiamos la estructura fundamental para obtener energía, o sencillamente no habrá nada que calentar o mover.
El petróleo se ha convertido en un elemento perturbador; si no podemos vivir con él, tendremos que aprender a sobrevivir sin él. La solución está en manos de las economías mejor organizadas, que pueden regresar los precios a un parámetro razonable; dejar de comprar sin duda provocaría tensiones entre las naciones productoras, pero también equilibraría la balanza.
El petrolicidio es un problema universal, sin importar qué punto del planeta habitemos o dónde intentemos dar una caminata al aire libre. Somos la generación que tuvo la desgracia de saber –mejor que nadie– de nuestra absoluta incapacidad para entender, y menos combatir, nuestro propio final. ~