La fiesta en casa de Teresa

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Aquello fue exquisito, todo tan bien llevado.
Era en el mes de abril, y en día tan templado
que por amor dispuesto adrede parecía.
Teresa la duquesa, a la que le daría
París si fuera rey, si Dios, la Tierra entera,
aunque aquella Teresa la rubia solo fuera
esta hermosa Teresa, de ojos como diamantes,
nos convidaba a sus jardines fascinantes.

Éramos unos cuantos. Pocos pero escogidos.
En íntimos coloquios unos y otros unidos.
Las parejas vagaban hablando sutilezas.
Señores muy altivos y muy raras bellezas,
Amintas con Leonoras, soñándolas amores,
marqueses que cambiaban risas con monseñores.
Por las escalinatas un enano rondaba
que de los caballeros las bolsas se robaba.

Al dar las doce, espectáculo y melodía.
¿Darle Plauto a la noche? La comedia, de día,
como beldad doncella, siempre ríe mejor.
Y bien: se había erigido como un templo de amor,
junto al estanque en sombras por un cisne habitado,
un teatro en que trepaba la vid: un emparrado.
Una cimbra calada en arco carpanel,
jaula verde a un pardillo que a su canto era fiel,
cubría el escenario; sobre sus blancos pechos
las actrices sentían una sombra de helechos.

Se escuchaban lejanas armonías divinas;
y en lo alto, medio cuerpo sobre las bambalinas,
a sus burlas llamando a la audiencia completa,
Polichinela, blanco, tocaba la trompeta.
Dos faunos sostenían la copa de Arlequín;
Trivelin se mofaba lo mismo que un faquín.
El emparrado adornos esculpidos tenía
y en uno, un caparacho, Colombina dormía;
si los brazos y el seno desnudo nos mostraba,
a Venus y a su concha aún nos recordaba.

El señor Pantalón, su nicho a la derecha,
vendía limón dulce en una mesa estrecha
dando voces: “¡Señores! ¿No es el hombre divino?
¡Dios hizo solo el agua, pero el hombre hizo el vino!”
Más allá, Scaramouche golpeaba con un bate
al trágico Alcantor, y luego al triste Arbate;
Crispín, todo de negro, abanicaba el aire;
y colgado en el pórtico, pierna suelta, al desgaire,
Carlino se inclinaba, oyendo las albadas
y soñando cabriolas por sus pies bosquejadas.

Era el sol lampadario; con un vasto dorado
de flores la estación ornamentaba el prado,
verde alfombra extendida bajo dispersa hueste.
Reales, a ambos lados del teatro agreste,
los árboles del parque, los serbales, las lilas,
los ébanos que abril ornamenta: dos filas,
exhalando delicias de su savia aromadas,
en fingir bastidores gozaban como nada
y abriendo, para vernos, como ojos sus flores,
a las cuerdas unían sus alegres rumores;
de modo que a ese clásico y gracioso concierto
Natura iba mezclando sus notas con acierto.

¡El bosque, el aire puro, el día tan sereno!
¡Puro amor las mujeres, el cielo un azul pleno!

¿Y el libreto? Si antiguo, también era excelente.
Sentado en el proscenio despreocupadamente
sermoneaba Pierrot, en coloquio severo,
al jinete de un perro, monito timbalero.

Nada más. Simple y bello. El mono, a cada rato,
tocaba sus timbales en rabioso arrebato;
Pierrot le respondía. Oía quien quisiera.
Uno mandaba al mozo a llenar la hielera;
otro, galán de capa fantástica vestido,
ataba un antifaz –y le hablaba al oído.

Tres marqueses cantaban sentados a la mesa.
Bajo de un matorral descansaba Teresa,
el rubor de las rosas de su mejilla esclavo.
Viéndola ahí, tan bella, se pavoneaba un pavo.

Absorto, yo escuchaba una copla indiscreta
que entonaba en la sombra un abate violeta.

Se extinguieron las luces, la noche se hizo oscura;
qué lamento de fuentes en la umbría espesura;
en su nido en tinieblas el ruiseñor guardado
cantó como un poeta, como un enamorado.
Todos se dispersaron bajo el verdor tupido,
el prudente en la risa del loco sumergido.
La amante entró en la sombra de mano del amante;
y, tal como en un sueño vagamente inquietante,
al discurrir sintieron fundirse gradualmente
su alma, sus secretos, sus miradas ardientes,
sus latidos, su aliento de horizontes ansioso
que el claro azul de luna bañaba voluptuoso. ~

Versión del francés de Aurelio Asiain.

“La fête chez Thérèse” describe una fiesta de disfraces en un jardín y, en ese jardín, un teatro al aire libre, cuyos actores son los invitados. Pero la obra que se desarrolla desborda el escenario: se trata de una fiesta de disfraces, en la que los personajes de la Commedia dell’arte castigan a los de Molière. Y el narrador mismo está disfrazado: no es Victor Hugo sino un contemporáneo de Watteau. Curiosamente, Aminta no fantasea con Silvia, como en la obra de Tasso, sino con Leonor: ¿Leonor d’Este, la Silvia del propio Tasso?

Aunque lo publicó por primera vez en Les contemplations (1856), Victor Hugo escribió “La fête chez Thérèse” mucho antes. En el manuscrito de 1840

((Cf. Le manuscrit des Contemplations, de René Journet y Guy Robert, Presses Univ. Franche-Comté, 1956, 206 pp.
 
))

 el título era “Trumeau”. En la primera acepción del diccionario ese término nombra el espacio, en una pared, entre dos puertas o dos ventanas; pero también puede referirse a un panel ornamental de madera tallada sobre un espejo. Todo lo cual tiene sentido, porque el poema juega con los elementos de una estética decorativa (el rococó de las fêtes galantes de Watteau, que los escritores decimonónicos concebían como un arte teatral),

((Cf. French 19th century painting and literature: with special reference to the relevance of literary subject-matter to French painting, de Ulrich Finke, Manchester University Press, 1972, 396 pp.
))

 adoptándola con ironía para abandonarla camino de un romanticismo que también a su modo supera. La naturaleza misma es parte del decorado: el sol hace de lampadario, el prado es una alfombra, los árboles bastidores.

En lugar de la definitiva estrofa inicial, que Hugo añadió en 1854 o 55, había solo dos versos: “La duchesse Laura, brune à l’œil bien ouvert, / Nous avait conviés dans son beau jardin vert.” No la rubia Teresa sino una Laura morena. La asimilación de los ojos a piedras preciosas es habitual en Hugo, y la sustitución del redundante vert por el encantador charmant es decisiva en la definición del tono del poema. ¿Y Thérèse? El nombre es una clave: François Thérèse Biard era el nombre real del pintor François Auguste Biard, esposo de Léonie Thévenot d’Aunet, que se convirtió en amante de Victor Hugo en 1843, tres años después de redactada la primera versión del poema, y lo fue hasta el exilio del poeta en 1851. La objeción de que Mme. Biard no puede ser Thérèse,

((Journet y Robert, ibid.
))

 que no es duquesa, es desconcertante: el poema es una ficción, y lo es por partida doble o, si se quiere, triple.

De la última estrofa pueden encontrarse huellas en Verlaine y en Rimbaud. Pero además sin “La fête chez Thérèse” no se explican la “Carta a Mme. Lugones” de Rubén Darío ni, por lo tanto, la poesía de Gutiérrez Nájera, que es tanto como decir el desenfado coloquial modernista en donde se encuentra uno de los orígenes de nuestra poesía contemporánea. Fue quizás esto último, la evocación de la “dulce charla de sobremesa” del Duque Job, lo primero que hace cuatro décadas me atrajo en este poema, que me sigue encantando. Pero lo que me llevó a revisar mi versión fueron los extrañísimos payasos en estas líneas en la versión de José Manuel Pabón de la Odisea de Homero (Gredos, 1982):

Así estaban gozando el festín bajo la alta techumbre
del palacio vecinos y amigos del gran Menelao.
Un aedo divino cantaba entre ellos tañendo
su gran lira y un par de payasos hacía cabriolas
en mitad del salón, todo en fiestas al son de su canto.

Le agradezco a Gabriel Zaid sus sugerencias. ~

– a. a.

 

 

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