El último de los malditos

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Leopoldo María Panero, Esquizofrénicas o La balada de la lámpara azul, Hiperión, Madrid, 2004, 88 pp.

 
     La poesía de Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) continúa la veta moderna del poeta rebelde iniciada en el siglo XIX (a partir del romanticismo inglés y alemán, según señala Paz en Los hijos del limo). De Blake a Hölderlin, a Baudelaire, a Rimbaud, a Artaud, a Bataille, se mantiene una actitud constante de recelo frente a los supuestos bienestar y progreso. El artista cumple el papel crítico, hostil e irónico; es transgresor de las normas y conductas (los buenos modales) de la sociedad burguesa (cambiar la vida, según señalaba Rimbaud), y se propone impugnar los centros de poder o los roles de interacción que se derivan de los conceptos de familia y patria. A la vez, la obra de Panero responde a motivos de los años sesenta: drogas, rock, alcohol, experimentación sexual, además de una militancia política (antifranquista) que derivó en estancias en la cárcel.
     Los libros de Panero tienen un temperamento vanguardista: combaten los modos convencionales con que se articula la poesía o, aun más, denigran el concepto mismo de arte. Simultáneamente, aunque en apariencia sea una contradicción, se construyen como un entramado de alusiones y citas de otros textos (en la línea de T. S. Eliot y Ezra Pound, y no de Marinetti); quizá, en el caso de este poeta español, la polifonía sea un modo de atenuar la resonancia de la subjetividad excesiva, o la soledad absoluta del hablante.
     De manera insistente, Panero se centra en lo feo, en lo grotesco, en el morbo del escándalo; reitera una y otra vez en concebir el poema como lo repulsivo, lo excrementicio. Se trata de una poesía de “lo bajo”: el infierno y los demonios, el manicomio, la alucinación por las drogas, el delirium tremens del alcoholismo extremo, la nada existencial, etcétera. Si el hablante de la poesía de César Vallejo se ve a sí mismo como un ser abandonado, sufriente, caído en la mala fortuna: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo,/ grave” (“Espergesia”, Los heraldos negros, 1918), el de Panero es un ser agresivo, cínico, retador, frente a esa misma condena: “Escupo estos versos en la guarida de Dios/ donde nada existe/ sino el poema contra mí” (“Me celebro y me odio”, Guarida de un animal que no existe, 1998).
     En lengua española, la poética de Panero se emparienta con la de escritores latinoamericanos (aunque quizá ni él mismo esté consciente de ello): la voz enfermiza y fracturada de Vallejo, la insolencia de Oliverio Girondo, la autoparodia en la antipoesía de Nicanor Parra, la experimentación y puesta en escena de los Cantos de Ezra Pound en Contranatura (1970) de Rodolfo Hinostroza, el sinsentido y la amargura suicida de Alejandra Pizarnik, además de muchísimos poetas que acuden a la cita y al dialogismo (Gonzalo Rojas, por ejemplo) con sus escritores afines.
     Desde su primer título, este nuevo libro de Panero apunta a uno de los temas constantes de su obra: la enfermedad mental. Aunque ha renegado de la categorización que se hace de él como “loco”, lo cierto es que recurre al tópico con asiduidad. La poesía va vinculada al “mal” que aflige a la persona, pero a la vez se plantea como una queja —franca y agresiva— ante el mundo y la vida. La palabra “esquizofrénicas” no alude a un sujeto, sino posiblemente al carácter trastornado de la poesía misma. Sin embargo, el volumen está organizado (en tres secciones) y escrito de manera convencional. Dos tópicos predominan en él: la poesía o el acto de escribir, y el vacío o la nada de la vida y de la muerte.
     Los poemas iniciales acuden a varias representaciones de demonios (Astaroth, Belial, Beherito, Tifeo, Asmodeo, Yemaha) para convocarlos. En la mayor parte de los textos, se presupone unaasociación entre esos seres y la nada del sepulcro. Hay una aspiración hacia la muerte, un deseo de terminar con la vida: “…oh tú Beherito/ señor del viento y de la nada/ dame al fin/ la paz del sepulcro y de la nada”. En “Descenso a la Merkabá” se transgrede por completo el mecanismo de iluminación (de la cábala judía), la vía del “carruaje” que conduce al “trono divino” (eso es lo que significa merkabá, en hebreo). En lugar de un ascenso se sitúa una escena escatológica, un descenso que ironiza las pautas espirituales de la mística: el trono deviene retrete. En el texto siguiente aparecen las “sílabas de Dios”: “5 Geburia, 6 Rajamanin” [en ambos casos, hay que corregir; debe decir: gueburá y rajamim], que se refieren a las emanaciones divinas (la quinta y la sexta de un total de diez) conocidas en la cábala como las sefirot. Aquí (acaso la única ocasión de todo el volumen) hay un llamado, un susurro esperanzador, un soplo divino. Pero el texto es un posible boceto de poema que no logra cristalizar.
     El hablante injuria y denigra todo lo que le circunda, incluido él mismo: “soy un niño subnormal”, “victoria de mi alma es el desastre”, “soy un cuerpo muerto”, “soy el alma perfecta de la nada”, “voy como un perro recorriendo el desierto”. La insistencia en una situación atípica se hace extrema en un autorretrato (colocado en la contraportada como modo de atraer al lector): “Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero/ hijo de padre borracho/ y hermano de un suicida/ perseguido por los pájaros y los recuerdos/ […] gritando porque termine la memoria/ y el recuerdo se vuelva azul, y gima/ rezándole a la nada porque muera”. A través de la experiencia familiar exaltada o el trauma de un yo delirante, Panero insiste en el escándalo, en ocurrencias que quieren irritar a sus lectores más que complacerlos: “la vida que es sólo silencio/ y muerte/ callada hondura/ como dijo mi padre/ chupándome el pene”.
     En el libro también se determina la concepción de la poesía como desecho corporal. Además de ver el poema como excremento (ver en este sentido el primer texto de Trilce), también se hace alusión a escupir, orinar, babear, vomitar, llorar, eructar, expulsar hiel, arrojar semen (sin que eso signifique placer). Más que de lo carnal, es una poesía de lo abyecto: el asco y la repugnancia como modos de contradecir el ideal de belleza y espiritualidad de la poesía del equilibrio y de la perfección: “…las palabras se mueven como sapos/ lentamente, dejando caer su baba/ a la que llaman poema”. Muy lejos de la aspiración honda de la eufonía (eructos en lugar de vocablos), el poema de Panero se revuelve en contra del mundo y repele la idea de la correspondencia entre la armonía y el lenguaje. Existe, sin embargo (aunque sea de modo muy liminar), la noción de que la poesía sirve para garantizar la conciencia (o la justificación) de la vida: “El poema es el único supuesto de que yo existo/ la única garantía de mi ser”.
     Esquizofrénicas o La balada de la lámpara azul es un libro que muestra a un ser obsesivo, que repite hasta el cansancio —podría pensarse que el volumen consiste en 66 intentos por realizar un mismo poema— el sinsentido de la vida. Dada su irreverencia hacia el mismo acto de escribir, da la impresión de que cualquier frase es meritoria de publicación; por ello, se trata de una poesía que siempre está en el borde: entre el hallazgo de una imagen intensa y la mera expresión anodina y superficial.
     Panero quizá sea la voz postrera de los malditos. Al atacar a todo y a todos, al buscar incluso su propia destrucción y la de su lenguaje, declara su rechazo al mundo. La misión del poeta, en este sentido, sigue siendo (a partir del aislamiento mismo) proporcionar una conciencia crítica ante el supuesto bienestar de la sociedad. –
     — Jacobo Sefamí

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