El suelo aún resbala. El jueves una capa gris de tres centímetros cubría la salida del metro de La Hoyada, mezcla de agua, cerveza, afiches húmedos, restos de comida, orines y barro. Ese día Chávez cerró su campaña en los alrededores del centro de Caracas con una concentración masiva que sorteó la lluvia para celebrar la presunta victoria del domingo y miles de personas moviéndose por el subterráneo capitalino siempre dejan un rastro. El viernes también llovió y el agua lavó el asfalto, pero el suelo aún resbala a modo de recordatorio: por el metro de esas calles pasó un país que va a votar.
No todos vivían en Caracas.
Cientos de autobuses entraron por el oriente y el occidente de la ciudad desde la madrugada con consignas pintadas en los vidrios, banderas, vuvuzelas y, si el recorrido era largo, un animador con megáfono: “Y yo te lo dije a ti / Y yo te lo dije a ti / Chávez se queda aquí”. Gritos de “¡Comandante! ¡Comandante!”, silbidos, canciones de Ali Primera y cada cierto tiempo otra vez el animador jugando a rapero: “Y no te confundas / no votes por la oposición / ellos se quieren llevar / el petróleo de la nación”. A quién le importa la métrica.
Algunos venían desde ciudades a 15 o 18 horas de Caracas, pero la movilización estaba financiada por el gobierno. Cada conductor y dueño de esos autobuses recibía un incentivo que, según me dijeron varios de ellos, oscilaba entre los 1,200 y 2,000 dólares. Más de lo que gana en un mes un profesor de cualquier universidad pública. Subiendo del aeropuerto conté 26 autobuses en un tramo no mayor a dos kilómetros. Otra vez en el centro, al final de la transitada avenida Baralt, más de 40 ocupaban todos los carriles y bloqueaban la circulación, por eso los que llegaron tarde manejaron por callejuelas con menos de ocho metros de ancho. Cotiza es uno de los barrios más famosos de Caracas por su carácter violento y marcadamente oficialista y aunque los autobuses serpenteaban bien respaldados entre casas precarias con afiches de Chávez sonriendo bajo el eslogan “Corazón de mi patria”, en callejones como Los Pinos y la frontera con el barrio Sabana del blanco, vi doce propagandas de Henrique Capriles aún intactas. Claramente hubo más, pero ya solo quedan los rasguños del papel sobre el pegamento.
La escena se repitió en buena parte de La Pastora. En septiembre el candidato opositor no pudo entrar al barrio tras ser amedrentado por grupos armados afectos al régimen, por eso encontrar pequeñas manifestaciones de disidencia en zonas inusuales a dos días de las elecciones tiene un carácter simbólico importante: “La gente pobre y la gente que se ha beneficiado del chavismo no tiene miedo a decir que va a votar por Chávez. Si las encuestas reflejan indecisos es porque algunos son parte de un voto encubierto que debería convertirse en un voto por Capriles”, augura la analista Mariana Bacalao, de Mejo-Kóji Consultores.
El famoso grupo de los “ni-ni” agrupa a esos que en encuestas se decantan por la opción “no sabe / no responde”, pero son ellos los que pueden tener la palabra final. “Para mí, se dividen en tres grupos: unos que sencillamente no van a votar y no lo dicen porque la abstención no está bien vista por nadie, otros que saben por quién van a votar pero no saben expresarlo o no lo quieren decir por miedo, y otros que son los verdaderos indecisos, donde hay pragmáticos que quieren jugarle al ganador, pero también hay chavistas que se han venido separando, aunque eso no significa que vayan a votar por Capriles”, prosigue Bacalao, quien ve a la campaña del opositor como una victoria en sí misma.
En la noche del jueves, el populoso barrio de Catia dedicó un “cacerolazo” para protestar la retirada arbitraria de propaganda opositora. El gesto habla otra vez de cierto cansancio en sectores oficialistas, pues Catia es el corazón de una parroquia que suma 400.000 habitantes, la mayoría de clase media baja y en algunos casos marginal. Tal vez como respuesta a esa sensación, el oficialismo aceleró durante los últimos meses la Misión Vivienda para entregar bloques habitacionales nuevos, aunque no siempre bien acabados, como es el caso del Parque Residencial Catia que todavía tiene ventanas forradas con material de construcción. Curiosamente apenas hay afiches de Chávez en las fachadas de los apartamentos.
“¿Y tú no te montas?”, le pregunto a una vendedora callejera que reprueba con la mirada la sucesión de autobuses: “No, chico. Eso lo que son es unos cochinos, mira cómo dejan esta vaina”. No regresé a Catia al día siguiente, pero como apenas fue un lugar de tránsito que abrió los comercios y vivió de espaldas a la concentración del jueves, supongo que quedó en mejores condiciones que el centro.
El plan de Chávez era hablar en varias tarimas distribuidas a lo largo y ancho de las grandes avenidas de la zona, pero contra todo pronóstico se retiró pasados unos minutos cuando apenas se dirigía a la segunda estación. “Porque había mucha gente”, declaró luego el ministro de Comunicación Andrés Izarra. Y es cierto que el centro estaba lleno, pero las imágenes del momento son inquietantes. En cualquier caso quedaron las tarimas y a partir de las 4:30 de la tarde todo se convirtió en una larga fiesta con diferentes ambientes: música llanera, salsa erótica, reguetón, hip hop. Más Love Parade que concentración estratégica; más celebración vicaria que convocatoria política. Había camiones repartiendo cerveza, mesas con ollas llenas de arroz y caraotas (frijoles negros) y ya hacia el final de la tarde el aire tenía la particular densidad del aliento a alcohol mezclado con sudor. Vi cómo un grupo de chavistas ebrios estuvo a punto de irse a las manos para demostrar quién estaba “más comprometido con el proceso”, así que no extrañó que horas después el ambiente tenso terminara en un tiroteo dentro de una discoteca.
El metro de La Hoyada está cerca de la Asamblea Nacional, del Consejo Nacional Electoral (CNE), de varios ministerios, del edificio principal del Banco de Venezuela, antes parte del Grupo Santander, pero ahora estatizado. Ayer fui al CNE a buscar mi credencial para el domingo, pero soy apenas uno de los 10,000 periodistas –nacionales e internacionales– registrados, según me contaron en la Sala de Prensa del organismo. Pero el ruido no estaba ahí, tampoco en las mangueras de alta presión que limpiaban las calles bajo la lluvia; lo raro fue ver una docena de militares resguardando la entrada del Banco de Venezuela y al menos 80 personas sentadas en las escaleras que dan en la oficina. Esperaban su turno. Adentro había otras 200, la mayoría vestidas de rojo, esperando agitadas.
–¿Y eso? ¿Qué pasó aquí?
El muchacho debe tener treinta años. Jeans azules, zapatos deportivos, camiseta roja con la inscripción “Misión 7 de octubre”. Me mira con media sonrisa, casi como extendiendo la invitación, y responde con indiferencia:
–No, pana, aquí y que están dando real*.
La noche anterior Capriles cerró su campaña con optimismo y más mensajes a esos invisibles que las encuestas apenas logran esbozar: “Los que se ponen una franela roja, saben que pueden estar mejor y también tienen ese derecho. Saben que este Gobierno se venció, se la acabó la energía (…) El Gobierno nunca podrá expropiar la esperanza de ustedes, de esa fuerza que tienen ustedes y las oportunidades que vendrán.”
A veces la esperanza se vende barato.
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* "Reales" es un modo de decirle al dinero. Y esa forma sintáctica de "y que" es una muletilla típica de las clases pobres venezolanas.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.