Hace unos días estuve en Ciudad Juárez, en un salón de un bachillerato público. A la salida conversé con un pequeño grupo de jóvenes, entre 15 y 17 años. Faltaba poco para la celebración del bicentenario, uno de ellos me preguntó si festejaría en el Zócalo. No creo, respondí. Les pregunté si harían algo en esas fechas. Uno contó que iría a El Paso a dar el grito con su familia, no había terminado su frase cuando uno de sus compañeros dijo: “Qué mexicano nos saliste”. Algunas escuelas, me contaron, harían noches mexicanas. La mayoría iba a quedarse en casa.
En ese contexto, en voz de esos jóvenes, las palabras tenían otro peso. Las historias violentas sobran. Las calles vacías por las noches, los locales cerrados, los pocos restaurantes abiertos, las luces encendidas en las casas. El desfile de armas. De día y de noche. Me acostumbré a ver las AK-47 afuera del local donde compraba cigarros. Allá, sabemos, los policías que corren las cintas amarillas, formando un cuadrado, trabajan diario.
Hablaba con un amigo afuera de un restaurante. Fumábamos, me contaba que habían cancelado las celebraciones masivas en Ciudad Juárez, que muchos se iban a cruzar a la Plaza San Jacinto en El Paso. Él se quedaría, iría a una reunión familiar a casa de su abuela. Las noches no dan para salir en multitud, dijo. Allá en frente, señaló con su cigarro, hace unos días vinieron por alguien. Contó cómo de pronto llegaron a ésa, una de las calles principales, una serie de camionetas andando en orden. Bloquearon el tramo de unos metros. Abrieron paso a otra camioneta que se detuvo afuera de una casa. Allí iba quien haría el trabajo con el arma: un niño de dieciséis años. Me contaba que los adolescentes son el grupo más vulnerable para pertenecer a las bandas. Bandas que no se reconocen a simple vista. Le pregunté si pensaba irse a vivir a otro lugar. No, me dijo, esta ciudad es mi casa.
Regresé a la ciudad de México. Cuando hablaba con alguien por teléfono, cuando me decían que se iban a quedar en casa, las palabras sonaban ligeras. Discursos improvisados, en todo caso. Yo salí. Me daba curiosidad observarlo. Mi estatura me condicionaba a verlo por televisión. Me reuní con amigos. Aparentemente la fijación estaba en la matemática del desfile. (¿En esa piñata de sombreros se gastaron 40 millones de dólares? ¿Esa escultura es Jeremías Springfield o Michael Jackson? ¿Cuántas toneladas de basura sale de todo eso?) A mí me gustó lo más simple, un grupo de camoteros, haciendo chiflar, simplemente, las pipas de los carritos, por ejemplo. Desde mi punto de vista, algunos conciertos mejoraron el asunto. La Orquesta Filarmónica de las Américas, la batuta de Alondra de la Parra, y Los Tigres del Norte. Fueron bellos, creo, los fuegos pirotécnicos. Salimos a la azotea a mirarlos. Lo mismo hicieron los vecinos. Éramos muchos, las azoteas vecinas llenas de gente. Brindis y conversaciones de un edificio a otro. Las luces verdes, blancas, rojas, rompiendo en el cielo. Impresionantes.
Hablé al día siguiente con mi amigo en Ciudad Juárez. Me contó que él la había pasado bien, pese a que los sicarios habían dejado saldos negativos. Que allá también hubo fuegos pirotécnicos en varios puntos de la ciudad, que su abuela apagó las luces de la casa cuando explotaron los fuegos en el cielo. Es reflejo tirarse al suelo, dijo, pero la pasamos bien. Yo la pasé bien. Me gustaron, aparte, algunas cosas que observé. Estas dos ciudades son caras de la misma moneda. No encuentro razones para cubrir una cara. ¿Por qué no ir o quedarse en Ciudad Juárez si, modestamente, puede hacerse algo? ¿Por qué no festejar la noche del 15 de septiembre? Al final de la cuenta es nuestra casa.
– Brenda Lozano
(Imagen tomada de aquí)