Entrevista a Luis Magrinyà

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En la reseña que se publicó en La Vanguardia Culturas, yo comparaba el trabajo de investigación de los intrusos de tu novela al espíritu de La ética del hacker de Peka Himanem y Linus Torvalds, que sistematiza esa nueva ética anticalvinista o antiburguesa, y a la moral calvinista del esfuerzo para ganar dinero y ascender, opone el esfuerzo libre y creativo por el puro interés o el placer que genera un proyecto. Me pareció que en tu novela se creaba esa atmósfera.
     No me cuesta nada ver a estos intrusos como hackers; el prólogo de Los dos Luises esbozaba ya un pequeño ensayo contra la idea del trabajo como sufrimiento beneficioso, desligado de sus causas y sus fines, valorado en sí y no por la obra que resulta de él. Pero hay también un lado moral que en Intrusos y huéspedes es más importante y que sin duda se enfrenta a todo tipo de rigorismo. Imagino a una mentalidad calvinista mirando por encima del hombro al personaje del primer diario: distinguiendo entre sufrimiento legítimo y sufrimiento ilegítimo, y acusando de lo segundo a ese hombre al que al fin y al cabo no le persigue la enfermedad, ni la muerte, ni la miseria, ni una dictadura, sino que se hunde en puros abismos burgueses. Él mismo tiene sus ramalazos rigoristas, cuando se pregunta, por ejemplo, qué habrá podido “sufrir” un “niñato” como Gilles… E imagino igualmente la reacción de esa mentalidad cuando en el segundo diario vea que el hombre, que se ha declarado feliz, tiene ahora motivos “legítimos” para preocuparse (drogas, “malas compañías”, delitos contra la salud pública, degradación profesional, pérdida de ingresos y patrimonio, “traiciones espantosas” en el orden de la familia y los sentimientos)… y, sin embargo, no se preocupa.
      
     ¿Crees que el hecho de que el proyecto que une a esos personajes sea una investigación sobre drogas es algo casual? Por una parte, parece una objeción genuina y casi espontánea a la hipocresía moralizante con que suele plantearse ese tema (se penalizan las supuestas drogas, se restringe el tabaco, pero no la comida basura, ni todas las sustancias tóxicas de la industria contaminante, las radiaciones, etc.), y por otro, creo que tiene una función en la trama, junto con la crónica de la depresión expresada en el ámbito doméstico del protagonista, y constituye el auténtico contrapeso estructural que a mi juicio equilibra las cosas: el acto de “exponerse”.
     La investigación con drogas no es casual, no. Es una elección que está, para empezar, muy dentro de la lógica del personaje. De éste sabemos que cuando se toma algo en serio se lo toma realmente en serio (el Gualterio en el primer diario, el experimento en el segundo); también que, a la hora de decidir, siempre se arriesga: recordemos que dejó, en la cresta de la ola, la serie de televisión que le hizo famoso por el prurito “artístico” de no encasillarse… y que la decisión tuvo sus secuelas (evidentemente no le salió bien); el experimento con drogas es también de los que exigen arriesgarse. No creo que el hombre se hubiera embarcado en el proyecto, por ejemplo, de tunear un coche, que también habría requerido de él conocer un mundo nuevo y adquirir saberes desconocidos. Pero eso no habría sido… ¡serio!
     El personaje es siempre, en los dos diarios, un tipo ilegítimo y yo creo que sólo desde la ilegitimidad, paradójicamente, se está autorizado a hablar. El acto de exponerse es un gesto político. Ahora bien, precisamente por eso hay que ver qué es lo que se expone. En Intrusos…, como de otro modo en Los dos Luises, he intentado ofrecer lo que podría llamarse un testimonio no requerido. Nuestra sociedad está siempre requiriendo testimonios (un género muy en alza), pero luego, si nos fijamos, resulta que ese ansia de verdades (auto)biográficas es casi siempre un ansia de confirmaciones: la sociedad quiere oír cosas que confirmen sus principios y mecanismos, y, lo primero, la base psicológica del yo que es el “alma” de la sociedad. En mi caso, he intentado servirme de un formato típicamente testimonial y “verdadero” como es el diario, para contar cosas que nadie pide que se cuenten. Respecto a las drogas, se esperan (y se exigen) testimonios ejemplares: ya sean de orden trágico (el mal camino, confirmado) o redentor (la posibilidad de enderezar el mal camino, confirmada); respecto a la depresión, creo que se esperan relatos vagamente existenciales (la melancolía como estado creativo, las “imposibilidades” del lenguaje y otras patrañas, confirmadas) o bien también de superación (“cómo salí del pozo”, confirmado). Pero no sé si la sociedad está interesada en oír versiones carentes de la ejemplaridad prevista, versiones de otro tipo de sociedad posible, o de otro tipo de yo que no sea el resultado final —tantas veces glorioso— de una suma de esfuerzos y peripecias, sino una suma sin resultado, inacabada, con operadores inciertos.
      
     La supuesta amoralidad de tu planteamiento, o el cuestionamiento de la moral dominante y de lo políticamente correcto no oculta que Intrusos y huéspedes tenga una base ética importante.
     Es curioso que la gente que toma drogas ilegales no sea una de las “especies protegidas” de lo políticamente correcto. Lo digo porque soy un gran partidario de la corrección política, en vista de que la reacción contra ella es muchas veces, pues eso, reaccionaria, añoranza de los viejos tiempos en que se podía ser racista y machista sin que pasara nada (¿pasa algo ahora, por cierto?). Pero éste es otro tema. En cuanto a la ética de Intrusos…, yo la veo muy familiar, muy doméstica. Es en la vida doméstica donde en el libro se representan la depresión y su salida; nunca quise dejar ese ámbito. Me cansan las representaciones de la depresión sublimadas con grandes imágenes, con vértigos profundos sobre abismos convenientemente inconcretos, cuando chillar por los rincones de tu casa o negarte a ir al supermercado, cosas bien poco sublimes, son actos depresivos de lo más fehaciente, y muy próximos, creo, al modo en que son realmente las cosas. Y, por otro lado, cuando el protagonista sale de su crisis, también debía hacerlo sin salir de este mismo espacio: y si él ya era un cocinitas… pues bueno, sigue cocinando. Siempre he pensado que lo que propone Intrusos y huéspedes es una ampliación de los valores de la familia y la vida doméstica. De eso es de lo que se trata: de lo que uno puede hacer con su casa… si abre las puertas.
      
     Otro tema interesante, que me produjo cierta perplejidad, es la paternidad soslayada, esa intrusión que empieza por sumir al protagonista en su máximo punto de tensión psíquica y angustia cotidiana, y que luego parece resolverse por la tangente, con la fuga del hijo. ¿Cómo justificarías eso?
     Varios lectores me han reprochado cordialmente la “fuga” del hijo, se han quedado con ganas de saber más de él. Sin embargo, su desaparición física en el segundo diario era obligada y, creo, coherente. Al fin y al cabo el prota ha encontrado a otro “hijo” (Gilles, el pequeño licántropo), que con su epilepsia y su carácter “difícil”, le permite más hacer de padre de la única torpe manera que él conoce… ¡Su verdadero hijo es demasiado perfecto! ¡Es él quien le cuida y educa, y no al contrario! Ese hombre y ese hijo no iban a tener ninguna “Gran Pelea” ni ninguna “Gran Reconciliación”. Y, seamos realistas, ¿habría hecho el padre el experimento del “éxtasis ideal” con el hijo en casa? Es algo que el padre puede hacer por y para él, pero seguramente no con él. Todo gira en torno a la idea de que muchas cosas (¿todas?) no se resuelven y no van a resolverse nunca… y que ese rigorismo que nos empuja a resolver, a saldar cuentas con nosotros mismos, a sufrir todo tipo de catarsis, no es más que otro dispositivo para controlar nuestra (in)felicidad. El personaje no resuelve su paternidad del mismo modo que no resuelve ninguna otra de las Grandes Intensidades de Occidente (trabajo, éxito social, hacienda, amor, familia) que se nos imponen. Yo veo en Intrusos… un elogio de la precariedad, que es el medio en que nos movemos la mayoría. La precariedad como estímulo, y no como restricción fatal. Hacer cosas. Hacerlas juntos. Aunque supongan cruzar la ley. Varias leyes, de hecho.
      
     Creo que tu novela trata de la hospitalidad, ya desde el título. Me hizo pensar en lo que contaba Derrida en una entrevista: decía que descubrió la hospitalidad en una cárcel africana (no sé si argelina). Él era joven, le detuvieron por traficar con hachís, si mal no recuerdo. Su compañero de celda era un veterano en la cárcel y siguió la obligación tradicional del musulmán de ser hospitalario, de acoger al que “se pierde”, le explicó los trucos y resortes, cómo funcionaba la cárcel. Derrida concluye que la hospitalidad siempre va asociada a una pérdida, a una catástrofe. Y de ahí que la política occidental sea inhospitalaria por definición, asociada al temor de que la catástrofe (del Tercer Mundo, de la miseria, el primitivismo), se extienda, nos contamine. Creo que la acogida de tu protagonista y sus huéspedes-intrusos tiene que ver con eso.
     ¿Tal vez la hospitalidad (pues el padre acoge a los amigos del hijo, reconoce sus afinidades) sería una clave de la relación de padres e hijos en una ética distinta?
     La hospitalidad y la gratitud son los temas del libro: su capítulo clave es el de “Agradecimientos”. El libro es como un forastero que aspira a ser acogido, a que el lector, que está siempre al mismo nivel de conocimiento que el narrador, acompañe a éste en su experiencia. Le pide al lector que se defina como anfitrión… o bien, hostilmente, como sugieres, como invadido. Pero tiene que definirse. No se le pide que comprenda: eso es algo que el narrador no pide a nadie, y que ni siquiera espera de sí mismo. Su interés, y su amor, por esa panda de descerebrados es franco, insobornable; no necesita comprenderlos para saber cuánto tiene que agradecerles, cuánto han hecho para arrancarlo de su soledad. Hay en él —lo dice en cierto momento— un compromiso de no entender para entender, para no imponer, de buscar una forma de conocer al otro que no sea una intrusión, un acto de violencia. Dejar entrar, dejar entrar… Si escribiera un tercer diario, seguro que la casa estaría atiborrada. Veo en ella a Pablo, a la madre de Gilles, ¡hasta a la Prampolini! Terminamos justo con esta idea: el hombre tiene que salir con un amigo y hablarle de lo que ha hecho para que su casa no sea un simple reducto; tiene que cruzar las nuevas leyes del grupo instituido, ampliarlo. Como el primer acto del Gualterio: una sociedad contenta de haber sabido integrar lo extraño. Y no creo que haya aquí nada utópico, de la misma forma que el “éxtasis ideal” no es una vaga sustancia utópica: en el libro se da la receta, como se da la de los macarrones con mejillones…

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(Figueres, 1957) es escritora, traductora y crítica literaria. Su libro más reciente es Mis postales de Barcelona (Triangle Postals, 2012).


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