De no ser porque decidí viajar a Buenos Aires en una aerolínea brasileña, jamás me hubiera percatado de la importancia que tiene aprender a hablar el portugués. Antes de esto, para mí el portugués era la lengua que estudian las chicas medio fresas y medio hippies, antes de casarse, tan solo porque les parece más fácil que el francés o el alemán. Pero qué equivocado estaba, y durante las ocho horas de vuelo a Sao Paulo no dejé de pensar en lo triste que es tener que comunicarse en inglés con los sobrecargos, en lugar de hacerlo en una lengua hermana y cálida, y para mí totalmente incomprensible.
Por ejemplo, pensaba, de haber tenido alguna noción, me hubiera dado cuenta de que probablemente, el nombre de la aerolínea, TAM, a lo mejor significa “guajolotero” en la lengua de Drummond de Andrade y Manuel Bandeira. Y de esta manera me hubiera evitado las molestias por las que pase durante las ocho horas de vuelo. Para comenzar, el que nos subieran a un Airbus 330 sin aire acondicionado en el que me estuve asando durante más de una hora en el aeropuerto de la ciudad de México, sin despegar. El sobrecargó nos explicó, no sin cierto chovinismo, que eso no pasaba en Brasil, puesto que el aeropuerto mexicano no tenía la conexión que este tipo de avión necesita para mantenerlo a buena temperatura mientras está en el puerto. Una desgracia, junto con las dos o tres mujeres ya mayores, que estuvieron a punto de desmayarse y que tuvieron que ser atendidas en la parte trasera el avión. Los asientos, sucios e incómodos, me recordaron también los momentos más gloriosos de mis viajes de veinte horas a la ciudad de Chihuahua en los funestos autobuses de Estrella Blanca, en mis épocas de veinteañero aventurero y con bajo presupuesto. No me quejaré de la cena y el desayuno, pues estuvieron bastante bien. "Gracias por preferirnos”, fue lo que dijo el piloto al llegar a Sao Paulo, enorme ciudad de la que solo tuve un atisbo por la ventanilla y en cuyo aeropuerto estuve unos cuarenta minutos antes de abordar la conexión a Buenos Aires, resuelto en conseguirme una gramática portuguesa lo antes posible. Es una pena que las chicas medio hippies y medio fresas hayan desprestigiado tanto esta hermosa lengua.
A pesar de mi optimismo, mi primera visión de Buenos Aires fue algo deprimente. Aún así, no quiero sacar conclusiones apresuradas, es mi segundo día aquí. Lo primero que me llamó la atención es que el tipo de cambio oficial, dispuesto por el gobierno, es un robo para nosotros los mexicanos. Me di cuenta de eso en el aeropuerto al pagar en dólares el taxi que nos llevó a la ciudad desde el distante aeropuerto que está al sur. El paisaje rural de Argentina, por lo menos el que vi, era bellísimo: toda clase de árboles desconocidos para mí, además de los eucaliptos, los sicomoros y los abedules (estos últimos ya habían perdido casi todo su follaje). Lo que vi fue una tierra fértil y bondadosa.
Y lo mejor fue que el taxista venía escuchando una estación de rock, y no la Ke Buena, a la que nos tienen acostumbrados los taxistas mexicanos, siempre tan pintorescos. Por eso fue una especie de shock entrar a Buenos Aires a ritmo de “Born in the USA” del Jefe Sprinsteen. Era como ver una especie de video: era mediodía, hubo que atravesar las zonas de la ciudad por las que no se paran los turistas; había muchos negocios cerrados y no tenía la certeza de si era por la recesión económica o por la hora. Una cosa me llamó la atención, todo lo que he visto de Buenos Aires, desde las zonas que mis amigos llaman peligrosas, hasta las zonas comerciales y de clase media, todo, estaba cubierto de grafitti (y no del que es arte, aunque de este hay muy buenos ejemplos). Como ya dije, aún es pronto para sacar conclusiones. Me limito a describir lo que he visto. La zona de Palermo, tan cacareada, estaba llena de grafittis y de negocios cerrados. La luz también es triste acá para un mexicano. Ya desde las dos de la tarde tenía la sensación de que eran las seis. Habrá que acostumbrarse.
La casera, y la trabajadora de la arrendadora, dos matronas argentinas, dulces y amables, se encargaron de meterme toda clase de miedos: que no lleve el pasaporte, que saque fotocopia y la lleve conmigo, que no ande de noche, que era bueno que yo pareciera argentino, porque así no me iba a pasar nada, etcétera. Y la gente, toda es muy amable, y de fácil trato, hasta ahora. Mi casera es un dechado de virtudes. El departamento es un estudio (un ambiente, dicen acá) con cocina y baño, y una gran ventana.
No hubo tiempo de hacer muchas cosas el primer día, pues estábamos molidos: una excursión punitiva al centro de Palermo para buscar algo que comer; un paseo por la Avenida Santa Fe; una librería donde encontré (por fin) una biografía sobre Issak Bábel, y un libro de Graham Green que jamás en mi vida había visto: El mono de lord Rochester. De regreso me senté en un restaurante donde comí una de las mejores pizzas que he probado en mi vida, muy al estilo argentino, totalmente diferente. Y bueno, siempre hay algo de magia. Se abre la puerta y veo entrar a un amigo mexicano, uno de muchos años, al que no había visto desde hacía meses. Y abrazo, y frases como el mundo es un pañuelo y “de todas las pizzerías del mundo… etcétera”. Llegó otro amigo, con el que el primero había quedado de verse, y más abrazos. Luego charla sobre la situación en el país, sobre política, sobre la socialdemocracia, y sobre terceros ausentes. Nada da más alegría que encontrarse a un compatriota en el extranjero, y de esa manera. Caminamos de noche hasta Villa Crespo. Palermo estaba, ahora sí, más animado, y así fue como le fui perdiendo el miedo a la ciudad. Seguiremos informando. Por lo pronto, hoy, al despertar, y al prepararme una taza de té, me dije: estás en Buenos Aires.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).