Yo creía que estaba loca o que era “demasiado liosa”: que nadie, más que yo, sentía que había una agresión cuando algún tipo empezaba a explicarme cómo hacer algo sin primero asegurarse de que yo no lo supiera hacer (y, a veces, sin enterarse de que yo lo podía hacer mejor). No era una cuestión de género, en el sentido de que me enojaba igual que fuera un hombre o una mujer quien me tratara con esa condescendencia cargada de superioridad (o por lo menos así lo veía yo), aunque de pronto me di cuenta de que pasaba muchísimo más cuando mi interlocutor era hombre. Al mirarlo retrospectivamente, advertí que me ocurría desde la secundaria, más o menos.
En la escuela estaba el compañero de equipo que no hacía nada (yo era la ñoña que hacía todo, de hecho) pero se empeñaba en decirme cómo hacer cada trabajo. Años más tarde, cuando fui guionista en un canal de televisión, teníamos al único tipo en un grupo de puras mujeres, que en cada junta nos repetía, según él, los fundamentos de la escritura para medios, sin importarle que varias de las compañeras tuvieran varios años de experiencia más que él. Entre los amigos no me fue mejor: una vez, estábamos bromeando sobre Chespirito (me pregunto si en el futuro será tan fácil entender esto) y a mí se me ocurrió decir:
–Ya, no lo insulten, si sí era bueno, acuérdense de que escribió Los detectives salvajes.
Y un amigo de mi esposo me dijo:
–No. Chespirito es Roberto Gómez Bolaños. El novelista es Roberto Bolaño.
Y yo, con voz de hielo y ojos de pistola:
–Ya sé, güey.
Lo que más me alteraba era cuando alguno de estos “expertos-en-lo-que-sea” lograba convencer a las mujeres a su alrededor de que sabía más. Por ejemplo, en un curso de relaciones humanas en alguno de los trabajos que he tenido nos pusieron en equipos y la instructora pidió que nombráramos un capitán y un secretario. Casi me infarto cuando me di cuenta de que, de ocho equipos, siete tenían de capitán a un hombre y de secretaria a una mujer y, peor, que habían sido esas mujeres las que habían decidido la alineación. Pero ya dije: me entraba la duda de si el problema no sería yo. ¿No estaría siendo demasiado soberbia, demasiado pagada de mí misma?
Aunque a veces sospechaba que no era un problema de actitud mío, pude entender mejor las cosas cuando leí en la página web de Los Angeles Times el artículo “Men who explain things”, de Rebecca Solnit, publicado inicialmente en 2008. En él, la autora contaba una anécdota personal: en una fiesta, el anfitrión se puso a explicarle un tema en el que ella era la experta. De hecho, el libro más reciente de Solnit era sobre el tópico en cuestión, pero el hombre siguió y siguió hablando, e incluso le recomendó… ¡el libro que ella recién había publicado!
A partir de este artículo, se popularizó el término mansplaining, que se refiere a la proclividad de muchos sujetos del sexo masculino a dar por hecho que saben más de cualquier tema que cualquier interlocutor del sexo femenino, y asumen que eso les da derecho a corregir, contradecir o, sencillamente, explicar lo que sea. Al parecer es muy frecuente en el mundo académico, como le ocurrió a Rebecca Solnit, pero lo es también en todos los otros aspectos de la vida, como consta en los ejemplos que narré al principio de esta nota. (Se me ocurre que, en español, podríamos etiquetar a esta conducta como sermonhombrear, pero la verdad es que suena espantoso.)
Habría que preguntarse a cuántos hombres les ocurrirá la experiencia opuesta: que una mujer les “explique” cosas mal, sin necesidad o de manera condescendiente (o todo a la vez) y dando la misma impresión de corregir a la otra persona aunque en realidad ella misma no sepa tanto como pretende. No tengo ningún conteo estadístico a mano, pero me parece claro, simplemente por mi experiencia cotidiana y por la de muchas mujeres que conozco o de las que he sabido en los medios, que la situación está muy desbalanceada… en contra de las mujeres.
¿Qué lleva a un hombre a sentirse superior? Estoy convencida de que no es la “naturaleza” ni el “instinto” invencibles, esos argumentos rancios que se emplean para todo, desde vendernos productos en la televisión hasta tratar de convencernos de nuestra inferioridad. Más bien estamos arrastrando, como todas las otras sociedades del mundo, la carga de conceptos muy primitivos sobre el “papel” de las mujeres y de los hombres, impuestos por sociedades patriarcales que en buena medida han dejado de existir pero, misteriosamente, se niegan a darse cuenta. No es solo el cliché “mítico” del hombre como padre proveedor, encargado de salir con su lanza al exterior de la cueva, y la mujer como cuidadora de los hijos, obligada a quedarse con ellos. Para explicarnos el mansplaining sirve también recordar lo planteado por Mary Beard, la escritora y académica inglesa, sobre la costumbre masculina antigua –y muy bien documentada en textos clásicos de Homero a Shakespeare– de negar a las mujeres la posibilidad del discurso público con autoridad: la capacidad de hablar con todos y en nombre de todos. La condescendencia insidiosa que tantas mujeres hemos soportado es una versión “suavizada”, pasivo-agresiva, de los ataques que han pretendido silenciar a quienes intentamos hacernos oír más allá de las esferas pequeñísimas de la vida hogareña, que según tantos hombres exigen el abandono de toda discusión pública y, de hecho, de cualquier conversación que no sea entre nosotras, de “nuestras cosas”, o con las autoridades masculinas a las que estaríamos sometidas. Todavía se recuerda el exabrupto del político Diego Fernández de Cevallos contra el “viejerío”; todavía es habitual escuchar de mujeres descalificadas por “histéricas”, “escandalosas”, etcétera.
Sin embargo, ese rol estrecho e inamovible nos queda chico desde hace mucho tiempo. No queda más que continuar resistiendo: desterrar también los prejuicios asociados a él. Aunque nos lleve tiempo. ~
Escritora, guionista, profesora y promotora cultural. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional de Periodismo como parte del programa Diálogos en Confianza