“La más bella historia de la literatura que se haya escrito nunca” es, según Rene Wellek, la Historia de la literatura italiana (1870–1871), de Francesco De Sanctis. Eso lo dice Wellek en su propia Historia de la crítica moderna, 1750–1950, que es el único libro de su género donde se honra a De Sanctis (1817–1883). Antes, hay que irse muy lejos, a una mención remota de Ferdinand Brunètiere, a finales del siglo XIX. Algo hay de gratitud en la emoción de Wellek: De Sanctis dijo que a la crítica le quedaba pendiente la escritura de una historia de la crítica y a ello dedicó Wellek su vida. Intriga, la naturaleza no-cosmopolita (para decirlo con Antonio Gramsci) de los clásicos italianos, condenados por Dante a vivir en un purgatorio más visitado por turistas o por lectores solitarios que por críticos extranjeros.
Tienen razón Wellek y Benedetto Croce y los muchos italianos que se han dedicado a cantar las loas de la Historia de la literatura italiana (traducida al inglés y al español). El libro es hermosísimo y vale la pena tratar de leerlo en italiano. Tiene las características de un cuento contado de principio a fin cuyo tema es la felicidad. Es cosa de leer, por ejemplo, el capítulo dedicado a Maquiavelo: el autor que allí aparece es otro al que estamos acostumbrados a encontrarnos. El verdadero príncipe es Maquiavelo mismo, dueño de Florencia.
La italiana, leyendo a De Sanctis, aparece como una literatura que va de obra maestra en obra maestra, de Dante a Leopardi, pasando por Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Tasso, Ariosto, Alfieri, Foscolo: la Divina Comedia, el Cancionero, el Decameron, El Príncipe y la Mandrágora, La Jerusalén liberada, Orlando Furioso, Los Novios, los Pensamientos, Los Sepulcros… En su diseño no caben las obras menores y sin embargo, pese al momento didáctico que vive Italia (De Sanctis mismo fue ministro de instrucción pública del reino en 1861) nada tiene de apologética ni de populista su Historia, que alimentándose de la historia, sólo metaboliza el magma poético y lo demás lo desecha. Tenía razón Croce al subrayar el respeto que De Sanctis sentía por la autonomía de la obra de arte, la indiferencia que le provoca el historicismo y su anecdotario. En un historiador literario más kantiano que hegeliano como De Sanctis, el romanticismo, cuya aurora cierra el libro, aparece como una consecuencia natural, menos que como una revolución. Fue De Sanctis el gran intérprete de Vico y de él toma los ciclos armónicos. Armonía la de Sanctis imposible de encontrar en los críticos rusos o en Taine.
En las propias páginas de la Historia de la literatura italiana donde pueden deducirse algunas hipótesis sobre la indiferencia del mundo por los clásicos italianos. Es en De Sanctis donde uno se encuentra con qué el origen moderno de la literatura italiana es muy distinto al de otras literaturas europeas. Se trata de dos asuntos: la relación doméstica de los italianos con los clásicos greco–latinos y la omnipresencia del drama musical.
En el primer caso, es De Sanctis quien se vanagloria de esa intimidad. Dice que los italianos nunca rompieron su intimidad con los clásicos. Se nota que no lo hicieron y a veces los perjudica esa familiaridad un tanto pueril con un pasado menos suyo de lo que pretenden, notario en Ariosto, Tasso y en Alfieri, por ejemplo. Los tres padecen de la irrealidad de la imitación: De Sanctis lo dice pero, en mi primera lectura, me parece no saca las conclusiones pertinentes. En Ensayos sobre crítica literaria, de De Sanctis –una selección argentina de 1946 de los Saggi critici (1864)– defiende a Alfieri, al conde Alfieri, de los denuestos de Jules Janin, un crítico francés ciertamente no muy recomendable, ni entonces ni ahora. Sin embargo, cuando se ha leído a Alfieri, me temo, uno le da la razón a Janin cuando dice que este conde escribía dando de pistoletazos para recordarle al público su existencia.
El segundo caso. En la Historia, De Sanctis habla de Pietro Metastasio (1698–1782) como la figura de transición entre la vieja y la nueva literatura. Se trata del libretista de Haendel, de Gluck, de Mozart (La clemencia de Tito), un poeta que venía de la música y quien logró que al público le importará lo que decía el drama musical, no cómo se oía, según dice De Sanctis. Hubo drama musical en toda Europa pero Rameau no es el padre de la literatura francesa moderna y no lo es Bach de la alemana. Ese origen en la escena musical, es único y le dió a los italianos su poderoso lirismo pero hizo que arrastraran con muchas de las inverosimilitudes operísticas. Vistos superficialmente, Ariosto, Goldoni, el Tasso, no se diga Metastasio, parecen no clásicos eternos sino eternos neoclásicos.
Croce, el gran valedor de De Sanctis y su heredero autonombrado, aducía que éste crítico decimonónico sólo se dedicó a Italia (a la unidad literaria de Italia, para ser precisos) y no le quedó tiempo para seducir a Europa. Puede ser. No hizo De Sanctis una historia de la literatura inglesa, como Taine ni recorrió el mundo hablando de Goethe, de Voltaire, de Shakespeare, como Brandes. Pero ninguna literatura nacional se ha sentido tan identificada con una Historia de la literatura como la italiana con la de De Sanctis. No podía ser de otra manera: rechazando las historias universales que fabricaba industriosamente el enciclopédico Césare Cantú, decía Francesco De Sanctis que escribir una historia de la literatura era postular una estética.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile