En 1922, José Ortega y Gasset escribió un prólogo, crítico y al mismo tiempo elogioso, a las obras completas de su contemporáneo Sigmund Freud:
“No hay dudas de que algunas de estas invenciones –como la ‘”represión”- quedarán afincadas en la ciencia. Otras parecen un poco excesivas y, sobre todo, un bastante caprichosas. Pero todas son de sin par agudeza y originalidad […] La creación más original y sugestiva que en los últimos veinte años ha cruzado el horizonte de la psiquiatría”.
El entusiasmo orteguiano por Freud no era extraño. La aparición del psicoanálisis en el panorama intelectual de la Europa de comienzos del siglo XX fue todo un acontecimiento: un médico pretendía curar las “enfermedades psíquicas” a las que la medicina no les encontraba explicación somática ni fisiológica.
Ortega creía que lo más problemático en la obra de Freud “era, a la vez, lo más provechoso”: la atención central que dedica a los fenómenos de la sexualidad. “Para Freud, neurosis y psicosis son perturbaciones engendradas por conflictos sexuales de la infancia. Freud amplía notablemente el concepto de la sexualidad que suele llamar ‘libido’, pero aun así, ¿no deja su obra siempre la inquietud de que se nos invita a aceptar una hipótesis desmesurada?”, reflexiona el filósofo español.
Desmesurada o no, Ortega celebra que la obra de Freud haya escandalizado de tal manera que obligó a la ciencia a fijarse en la sexualidad: “Cualquiera que sea la medida dentro de la cual este sexualismo psiquiátrico de Freud puede considerarse verídico, ha servido para que, al cabo, entre la ciencia a ocuparse seriamente del erotismo, tradicionalmente cerrado a la investigación”.
Un médico audaz
Si durante el siglo XIX los avances médicos derivados de la investigación llegaron como consecuencia de la urgencia de curar enfermos, Ortega lamenta que se aportaran “tan escasos recursos al médico para actuar sobre las enfermedades propiamente mentales, a las que no se les ha logrado descubrir una perturbación somática”.
¿Dónde estaba entonces el origen de las enfermedades mentales? Freud iba a intentar responder esa pregunta con una propuesta audaz. En palabras otra vez de Ortega, Freud fue el primero que, valiéndose de un método científico, pensó que “la psique, como tal, podía sufrir heridas, padecer como hernias espirituales, a las que solo podía aplicarse una cirugía psicológica”. Freud tuvo la osadía de querer curar. Eso, y no otra cosa, es el psicoanálisis: un sistema de ideas destinado a brindar una terapia a pacientes con enfermedades psíquicas.
Ortega también fue un entusiasta de La interpretación de los sueños (1899), “una de las producciones más interesantes del pensamiento contemporáneo” y hoy día, nadie parece dudar de que los sueños son construcciones del inconsciente destinadas a liberar tensiones no resueltas (represiones) en la vigilia.
Su órbita de influencia superó el terreno de la práctica clínica: literatura, pintura, cine, teatro, sociología, antropología y filosofía se vieron alcanzados y modificados por el psicoanálisis. Así las cosas, a 75 años de su muerte, es más lo que debemos a Freud que lo que le podemos reprochar.
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Durante mi adolescencia, más de una vez escuché que “Freud descubrió el inconsciente”. La elección de la palabra “descubrimiento” no era casual: la sabiduría popular establecía que Freud era el tipo que, por primera vez en la historia, había puesto un pie en ese continente común y desconocido que nos acompaña desde siempre y que guía una gran parte de nuestro comportamiento, aún en contra de nuestra voluntad (consciente). Pero no es verdad que Freud “descubriera” el inconsciente. Ese concepto fue tratado en la segunda mitad del siglo XIX por Eduard von Hartmann, precisamente en su Filosofía del inconsciente (1868).
Para lo que sí hubo que esperar a Freud fue para que el concepto de inconsciente se universalizara en Occidente. Él lo instaló no sólo en nuestra cultura y en nuestro lenguaje sino en la forma en la que nos relacionamos con el mundo. ¿Quién no ha dicho alguna vez “me traicionó el inconsciente”? Todos somos freudianos.
La aparición de Freud no es la consecuencia lógica de un encadenamiento de sucesos históricos, ni perfecciona o sintetiza corrientes de pensamiento anteriores a él: se trata de un self made man intelectual, un rara avis que, partiendo de la fisiología que estudió en la carrera de medicina, fue derivando hacia un sistema de ideas destinado a curar disfunciones psicológicas.
Claro que Freud no salió de un repollo. Antes que él, e incluso en la misma época, había médicos que estudiaban la psicología de los individuos. En Francia, a finales del siglo XIX y principios del XX existía, por ejemplo, la “psicología de las desagregaciones de la personalidad” -lo que hoy llamaríamos disociación de personalidad- nacida en Francia, con autores como Pierre Janet, Théodule-Armand Ribot, Jean-Martin Charcot (de quien Freud fue discípulo), o Joseph Grasset.
A tono con las preocupaciones de su época, Freud introdujo los factores culturales en su estudio de los fenómenos psicológicos individuales. Lo que el historiador de la psicología Hugo Klappenbach, presidente de la Sociedad Interamericana de Psicología, llama “psicología como antropología filosófica”: compartió generación –y algunas preocupaciones- con pensadores del neoidealismo alemán (lengua materna de Freud) como Martin Buber, Max Scheler y Ernst Cassirer.
“Lo que sí instauró como novedad la práctica psicoanalítica, en el campo de la cura, es la represión: la vinculación entre el inconsciente y la sexualidad infantil reprimida”, explica Klappenbach.
Hoy, los tiempos han cambiado y el psicoanálisis, como todo, ha evolucionado: “En la época de Freud, cuando él analizó sus casos, no sólo la psicología estaba en pañales, sino también la antropología, la biología, la sociología. Cien años después, uno puede analizar el desarrollo de estas cuatro disciplinas y preguntarse: ¿Qué del psicoanálisis sigue vigente y qué no?”.
Periodista todoterreno, ha escrito de política, economía, deportes y más. Además de Letras Libres, publicó en Clarín, ABC, 20 Minutos, y Reuters, entre otros.