1
Estรก de guardia en la Cruz Roja cuando avisan del derrumbe de un edificio, por Vallejo. Un montรณn de muertos, “un bonche de catorces” dicen los socorristas. Se trepa a la ambulancia con ellos; el chofer y dos paramรฉdicos mรกs se apretujan en la cabina. El vehรญculo vuela por Insurgentes; rebasa a otras unidades que acuden al auxilio. La llovizna se convierte en lluvia y, allรก por el rumbo de La Raza, el chofer pierde el control. Un quiebre los salva de impactarse contra los postes del hospital pero derriba a la ambulancia, la hace dar maromas sobre el asfalto hasta acabar de lado, como una bestia abatida a mitad de la calzada.
La gente en la calle lanza gritos cuando ve el humo y, despuรฉs, cuando un hombre logra escapar por la ventanilla. Tiene sangre en un brazo y la cara cubierta de polvo. Para el asombro de los curiosos, el hombre se lleva algo a los ojos. Es una cรกmara. Se aleja unos pasos del humo y comienza a tomar fotos de la ambulancia, de la multitud estupefacta, de los paramรฉdicos que comienzan a arrastrarse por los vidrios rotos. Toma fotos hasta que la herida del brazo ya no puede esperar la sutura; otra ambulancia que ha llegado al accidente lo socorre. La herida le dejarรก una raja honda cuya huella perdurarรก aรบn en vรญsperas de su octogรฉsimo cumpleaรฑos.
Del periรณdico mandan a un empleado a buscarlo al hospital; se lleva su cรกmara para revelar el rollo. Al dรญa siguiente, el accidente aparece en la primera plana del tabloide: una imagen de la ambulancia volcada junto a los paramรฉdicos aturdidos. “Gajes del oficio” dice el “balazo”, y debajo: “Fotografรญas de Enrique Metinides.”
2
Enrique Metinides me abriรณ la puerta de su casa. En la penumbra, mi primera impresiรณn fue que el lugar era distinto al que yo habรญa visto en los videos, los documentales dedicados al mismo hombrecillo nervioso, de cabello ralo, que hacรญa aspavientos para que entrara al departamento.
Todo parecรญa mรกs pequeรฑo de lo que suponรญa, como comprimido; incluso el propio Metinides. Cuando pasamos a la sala admirรฉ la delicadeza de sus pies de niรฑo. La sensaciรณn de pequeรฑez se desvaneciรณ ante el televisor de metro y medio que se alza en la sala como un monolito hecho de รณnice.
Estaba ya advertida de la obsesiรณn coleccionista de Metinides y no me decepcionรณ la decoraciรณn de estas habitaciones. La รบnica superficie libre de objetos eran los sillones en los que nos habรญamos sentado. El resto –la mesita del centro, los libreros, las paredes, la repisa de la chimenea falsa– estaba cubierto de objetos diversos y coloridos emplazados en escandaloso orden: pequeรฑas estatuas de porcelana y resina, jarrones, racimos de flores artificiales, “virgencitas”, constelaciones de fotos de los nietos sonrientes, y ranas, cientos de figurillas verdes que llenaban por completo una vitrina y se desparramaban sobre el suelo hasta cubrir un buen tercio de la habitaciรณn. Un reloj con los nรบmeros al revรฉs (diseรฑado para verse contra un espejo) latรญa sobre mi cabeza.
–¿Y de quรฉ quiere usted que platiquemos? –me dijo al fin el fotรณgrafo, con la voz atiplada por un acento chilango aรฑejado a lo largo de toda una vida.
No quise confesarle que pasรฉ un aรฑo leyendo todo lo que se habรญa escrito sobre รฉl desde el aรฑo 2000, cuando su fama como “artista del desastre” trascendiรณ el estrecho cรญrculo de reporteros policiacos y alcanzรณ el circuito del arte moderno. Con obras suyas cotizando en el mercado internacional y exposiciones en Estados Unidos y Europa, Enrique Metinides es hoy una leyenda viviente. ¿O podrรญamos decir otra cosa de un fotรณgrafo que iniciรณ su carrera antes de terminar la primaria, y que a los doce despertaba la envidia de los demรกs fotรณgrafos policiacos por la cantidad de primeras planas que se llevaba? ¿Y quรฉ decir del hecho de haber inventado las claves radiales de la Cruz Roja, instituciรณn que fue su base de operaciones por varias dรฉcadas y cuya sala de prensa hoy ostenta una placa con su nombre? ¿Y quรฉ de esos rasgos que hacen de Metinides la delicia de un novelista con gusto por lo negro: aquella pasiรณn por la acumulaciรณn de objetos, aquel don para predecir la caรญda de aviones, la aerofobia que lo aqueja de niรฑo y que le impide viajar para recibir honores en otros paรญses?
Uno pensarรญa que un currรญculum semejante basta y sobra para encontrarle a Metinides un lugar en la historia del periodismo mexicano, pero luego uno ve su trabajo y se convence de que estรก frente a la obra de un fenรณmeno: miles y miles de negativos tomados a lo largo de mรกs de cuarenta aรฑos de labor periodรญstica y en los que aparece –con una belleza formal que sorprende, conmueve y lastima– el resultado de todo tipo de hecatombes, con excepciรณn de “el choque de dos submarinos”.1
Y pensar que todo comenzรณ con un niรฑo al que su padre le regalรณ una cรกmara. Esa es la historia que Metinides empezรณ a contarme esa tarde: de cรณmo se iniciรณ en la foto capturando imรกgenes de la Alameda y el puente de Nonoalco, para pronto pasar a coleccionar fotografรญas de autos chocados (los vecinos de San Cosme lo mandaban llamar cuando escuchaban un nuevo “guamazo”). De cuando el fotรณgrafo Antonio “el Indio” Velรกzquez, de La Prensa, lo descubre a los once aรฑos y lo adopta como aprendiz: en su compaรฑรญa el imberbe Metinides conocerรญa el interior de la prisiรณn de Lecumberri, los separos de la Procuradurรญa y el anfiteatro del Hospital Juรกrez. Grandes historias, por supuesto, pero las mismas que los periodistas repiten todo el tiempo tras entrevistas apresuradas y consultas a la Wikipedia. Lo escuchรฉ mientras dejaba que mis ojos vagaran por la profusiรณn barroca de sus paredes, por mi propio reflejo sobre la pantalla del monolito moderno. En los costados de aquel televisor se alzaban torres de pelรญculas apiladas. Metinides ya estaba en la parte del cine. Me contรณ que le encantaba ir a ver pelรญculas de gรกnsteres al cine Teresa, al รpera y al Ideal, y que le gustaban tanto las escenas de accidentes y balaceras que alguna vez metiรณ la cรกmara a la sala y tratรณ de fotografiar un incendio en la pantalla, con resultados decepcionantes.
–Mire, de estas son las que veรญa.
Se incorpora con rapidez y busca en la pila una caja: es una colecciรณn de pelรญculas de la Warner. Alcanzo a ver algunos de los tรญtulos: The public enemy, Little Caesar, Angels with dirty faces.
–Justo ahorita, antes de que llegara, las estaba viendo.
–Yo pensรฉ que le gustaban las de detectives, por aquello de la estรฉtica noir…
Metinides me mira como si le hablara en chino.
–No, no, del tipo Al Capone, esas eran las que yo veรญa de niรฑo. Las he visto todas. Pero, le cuento, una cosa muy chistosa que me ha pasado, yo que las conozco todas –baja la voz y asume un tono confidencial–: ya me di cuenta de que el narcotrรกfico trabaja con las ideas de ellos.
–¿De Al Capone?
–Claaaaro. Mire, por ejemplo, hay una pelรญcula, creo que es esta… –repasa las carรกtulas entre sus manos pecosas–. O no, creo que esta… –no alcanzo a ver a cuรกl se refiere–. Bueno, el caso es que llega un tipo a Chicago, viene de Italia, y alquila un local en un edificio para convertirlo en una tienda de vinos. Es la noche anterior a la inauguraciรณn y รฉl estรก ahรญ, haciendo los preparativos. Y llegan a verlo tres tipos mandados por Al Capone, de esos con sombrero y traje tipo… –titubea– ¡tipo hampรณn!, ese es el nombre.
Metinides dejรณ en paz las pelรญculas y se puso de pie.
–Y llegan los hampones y le dicen: “Ah, ¿usted es el dueรฑo de aquรญ?” –Metinides saca el labio inferior, metido en el papel de villano–. “Fรญjese que nos tienes que dar quinientos dรณlares a la semana”, le dicen estos. “¿Pero por quรฉ o quรฉ?” –ahora la cara es la del propietario indignado–. “Pues para que no te pase nada ni a ti ni a tu negocio…”
–Los narcos hacen lo mismo, es cierto.
–¡Clarooooo! ¡Pues se lo copiaron los narcos a estooos!… Bueno, pero ¿quรฉ cree que le hacen al propietario? “No les voy a dar nada”, les dijo a los hampones, los mandรณ al diablo.
–Y empezรณ la guerra.
–No, ¿cuรกl guerra? Los cuates estos se fueron y luego regresaron con mรกs. El dueรฑo estaba adentro arreglando, pues al otro dรญa inauguraba, y de pronto llega un tipo con una petaca, un velicito –le da forma a la maleta imaginaria con las manos–, y se baja del coche –Metinides se pone en pie, en la mano derecha lleva el veliz invisible–, y entra asรญ: uno, dos, tres, cuatro, cinco… –avanza a zancadas, con ese cuerpo de muchacho marchito, hasta las ranas. Luego se agacha– pone la maletita en la puerta del negocio y seis, siete, ocho, nueve… –Metinides regresa al sofรก– y ¡buuuuum!
Su grito me sobresalta.
–¡Era una bombaaa, que lo mata y destruye el local y el edificio! Dรญgame si los narcos no hacen eso ahora.
–Claro. Pero, bueno, usted tambiรฉn agarrรณ ideas de las pelรญculas, ¿no?
–A mรญ lo que me llamรณ mucho la atenciรณn desde chamaco, y esas han sido mis fotografรญas mรกs reconocidas, era que cuando se juntรณ toda la gente a ver el incendio de la bomba, a la gente que estรก ahรญ viendo se le ilumina la cara y las ropas por las llamas, asรญ en blanco y negro. La pelรญcula no filma el fuego, en esos aรฑos los efectos eran medio chuscos; filma a los que estรกn viendo el incendio, a los que yo bauticรฉ como “los mirones”. Como me llamรณ mucho la atenciรณn esa escena, lo que yo hice, ya cuando era reportero, era tomar a los mirones que estรกn viendo todo, tanto el choque, como el incendio, como el crimen. Eso todo el mundo me lo ha querido copiar. Todos los periรณdicos me copian porque los directores, que todos me conocen, los mandan a hacer el tipo de fotos que yo hacรญa.
–Bueno, usted es un modelo a seguir –le dije–. En mi tesis…
–La tesis de todas las escuelas de periodismo y de fotografรญa es conmigo –murmura, socarrรณn–. La tesis soy yo.
3
Metinides tiene la impresiรณn de haber pasado la mitad de su vida saltando de ambulancia en ambulancia. Llegรณ a la Cruz Roja alrededor de 1948, con catorce aรฑos. Todo el mundo lo apodaba “el Niรฑo”: los socorristas, los comandantes, los bomberos, los policรญas. Y despuรฉs –ya instalado como “fotรณgrafo estrella” de La Prensa– tambiรฉn lo hacรญan los jefes de los cuerpos de seguridad, los mandamases de la Policรญa de Caminos, de la Procuradurรญa de Justicia, del Servicio Secreto. A todos ellos Metinides los tuteaba: habรญa empezado tan joven que conocรญa a “los picudos” desde que eran mandaderos.
Cuando la Cruz Roja se muda de la colonia Roma a Polanco, alrededor de 1968, la vida de Metinides ya era la nota roja. La separaciรณn de su mujer y sus hijas estaba a la vuelta de la esquina. Hacรญa quince turnos dobles al mes, sin importar si estaba enfermo o herido. Incluso en dรญas de asueto, si sucedรญa un crimen o un incendio de importancia, lo iban a buscar en ambulancia y lo despertaban con la sirena para que saliera. Pero le encantaba. Llegรณ al punto en que la gente comenzรณ a creer que poseรญa el don de la ubicuidad: ante el asombro de los reporteros, se presentaba en el periรณdico con fotografรญas de accidentes de los que ellos se habรญan enterado demasiado tarde. Metinides cubrรญa la ciudad de Mรฉxico pero no era raro que llegara hasta Chalco, Texcoco, Cuautla, Pachuca o Puebla si el desastre lo ameritaba. Llegaba a bordo de una ambulancia (o de patrullas y carros de bomberos) y tomaba las fotos. Cuando se le acababa el rollo ayudaba a socorrer a los heridos.
A algunos de ellos llegรณ a salvarles la vida. Recuerda, por ejemplo, a un hombre al que fueron a recoger por los rumbos de San Antonio Abad. Le habรญan asestado numerosas puรฑaladas en la espalda. Metinides tomรณ las fotos y ayudรณ a meter al hombre en la ambulancia. El chofer pegรณ la carrera al hospital; el otro socorrista hablaba por el radio de la cabina. Metinides, atrรกs con el paciente, nada mรกs veรญa cรณmo el hombre se desangraba sobre la camilla y boqueaba como si se asfixiara. Metinides podรญa escuchar un gorgoteo; el hombre se estaba ahogando con su propia sangre. Recordรณ lo aprendido en el curso de socorrista que tomรณ y alzรณ al hombre. Como pesaba mucho se le ocurriรณ que podรญa mantenerlo sentado contra su propia espalda. Asรญ llegaron al hospital y asรญ los metieron a la sala de urgencias: los dos sobre la camilla, espalda con espalda. Solo hasta que se llevaron al paciente pudo Metinides levantarse. Estaba calado en sangre. Tuvo que tirar el traje a la basura. Las manchas no salieron con nada.
–Si no le haces asรญ, se te muere –le dijo despuรฉs el mรฉdico–. Le salvaste la vida.
Para Metinides es mรกs fรกcil llevar la cuenta de los que ha salvado (tres), que de los que ha visto morir o de los que ya eran cadรกveres cuando llegaba al lugar de los hechos. Pero estima que, si pusieran los cuerpos uno encima del otro, todos los cadรกveres que ha visto en su vida formarรญan una pila tan alta como el Popo.
4
Descubrรญ que a Metinides le da gusto la fama. Que le complace que en sus presentaciones se formen largas colas de gente que busca su autรณgrafo. Colecciona todo lo que se publica sobre รฉl (y seguro ahora mismo hojea este perfil): aquella tarde, de baรบles repartidos por toda la casa surgieron de pronto pilas de revistas y periรณdicos, libros y รกlbumes de recortes que publicaban entrevistas con รฉl, o algunas fotos. Me mostrรณ apresuradamente un catรกlogo del Museo de Arte Contemporรกneo, un TvNotas de octubre de 2012 donde publicaron varias de sus fotos, una copia de su รบltimo libro –101 tragedias de Enrique Metinides (Blume, 2012)– y el catรกlogo de su exposiciรณn en The Photographer’s Gallery de Londres (2003), con la cรฉlebre imagen de las ruinas del Hotel Regis en la portada. Alcanzo a ver tambiรฉn un The New York Times, un Milenio, un El Nuevo Alarma!…
–Mire –dice–. Mire esta –levanta una gruesa revista de modas, Stiletto–. Es que me mandaron a decir de Francia, una de las fรกbricas de los mejores zapatos, de los mรกs caros, que sabรญan de mรญ y que me iban a pagar si le tomaba fotos a unos zapatos como se me diera la gana. Y mire quรฉ fotos les tomรฉ…
Me mostrรณ la imagen de una zapatilla Louboutin de colores metรกlicos y con un tacรณn estรบpidamente agudo, recostada sobre lo que parece un viejo periรณdico. El encabezado de este anuncia: “Industrial muerto de brutales golpes.” Debajo, hay dos imรกgenes: la foto-carnet de un hombre (seguramente el tal industrial muerto de brutales golpes, pero en vida) y el close up del arma homicida, una zapatilla con un tacรณn mรกs bien modesto.
–Y la que mรกs me gustรณ no la publicaron: eran unos bomberos que estรกn echando agua a un incendio y yo puse el zapato, y en la foto parece que estรกn apagando al zapato.
He visto esta tรฉcnica antes. Entre las รบltimas producciones de Metinides se encuentra la serie Juguetes, en donde el fotรณgrafo utiliza su archivo de imรกgenes impresas y su colecciรณn de figurillas de plรกstico para crear dioramas que luego fotografรญa. Estas imรกgenes, sin embargo, no han sido tan bien recibidas por la crรญtica como aquellas realizadas en un contexto periodรญstico. El fotรณgrafo y escritor Jesse Lerner, en su reseรฑa para Los Angeles Review of Books,2 dijo que la serie no era mรกs que una autoparodia, una broma oscura y carente de humanidad que los agentes y editores de Metinides debieron haber impedido.3
5
Hasta en la guardia de la Procuradurรญa de la ciudad de Mรฉxico hay dรญas aburridos. Los reporteros esperan la llamada de socorro que les darรก la nota del dรญa, pero hay dรญas en que esta no llega.
–Pues aunque sea vamos a ver pasar a la gente a Niรฑos Hรฉroes –propone Metinides.
Algunos reporteros se marchan, otros lo siguen. Pasan los minutos. Ningรบn auto se digna a chocar frente a ellos, nada. Es la hora de la comida y la acera estรก llena de peatones. Una mujer bajita llama la atenciรณn de Metinides: lleva un suรฉter blanco y va calzada con lo que alguna vez fueron zapatos y ahora son simples fundas deformes de color polvo. La mujer va llorando, desconsolada, indiferente a la mirada de la multitud. Metinides la sigue unos metros. Frente al escaparate de una funeraria, la seรฑora se desploma de rodillas y revienta en sollozos.
La gente la rodea. La mujer cuenta su historia a borbotones.
–Se soltรณ de la manita, mi niรฑa, y se la llevรณ un camiรณn.
No tenรญa mรกs familia que aquella hija que ahora yacรญa sobre la plancha de cemento de la morgue del Hospital Regional, despuรฉs de que un autobรบs la prensara bajo la banqueta. No tenรญa dinero para comprar la caja que los del forense le exigรญan para que se llevara el cuerpo. Ella y su hija vivรญan de la caridad de los vecinos, en una choza en la cuarta secciรณn de Bosques de Aragรณn.
La gente que la escucha hace una colecta, pero las monedas no alcanzan para cubrir el precio del ataรบd. El dueรฑo de la funeraria aparece y se apiada; le regala a la mujer un cajรณn blanco, diminuto, con dulces frunces de satรฉn sobre la tapa.
Metinides sigue a la mujer hasta el hospital. La ve entregar el ataรบd; la ve recibirlo de vuelta, mรกs pesado por la terrible carga. La ve alejarse con el cajรณn recargado a medias contra su cadera, la blusa empapada de lรกgrimas inagotables. Sabe que son doce kilรณmetros de Niรฑos Hรฉroes a Bosques de Aragรณn, y que la mujer lo harรก a pie todo.
Metinides la ve alejarse desde una esquina. Ha decidido que ya no puede –ni quiere– seguirla.
6
Nos sentamos en el comedor a mirar รกlbumes. En ellos hay recortes de periรณdico, dibujos y fotos hechas por Metinides y tomadas a Metinides: saltando sobre el techo aplastado de un vagรณn de tren; tirado en el suelo frente a un atropellado; trepado sobre el tronco de un รกrbol para obtener la imagen en picada de una suicida que se ha colgado debajo. Huyendo, con el rostro contraรญdo por lo que parece ser el miedo, de una gasolinera envuelta en llamas. Todas son fotos que los colegas reporteros le han regalado.
En estas fotos se me aparece un Metinides que no es el abuelo venerable que tengo enfrente, ni el niรฑo vestido de traje que las crรณnicas siempre rescatan. El hombre de las fotos es mรกs lleno y sus ojos estรกn animados por una jovialidad oscura mientras posa en un laboratorio lleno de humo con un cigarrillo entre los dientes, o mostrando su lengua a la cรกmara, y hasta cuando reposa, rendido, con los pies sobre el escritorio. Metinides me muestra una foto en donde le da la mano a Dรญaz Ordaz, y luego otra en donde parece mirar con sorna al Negro Durazo (“Todos lo tutรฉabamos: ‘Oye, Negro’, asรญ le hablaban los reporteros”). Me enseรฑa fotos con agentes federales, con directores de Lecumberri, fotos con quien fuera su jefe en La Prensa (y se podrรญa decir que hasta su bienhechor): Manuel Buendรญa.
–Por รฉl, yo entrรฉ al periรณdico. No me contratรณ en seguida pero por lo menos me pagaba las fotos: me daba veinticinco pesos por primera plana y quince por interiores. Y a la hora de sacar la cuenta yo salรญa con mรกs dinero que los que trabajaban de planta, porque le llenaba a Buendรญa el periรณdico… Yo lo vi cuando lo encontraron, fui el primero que reconociรณ su cuerpo. Me acuerdo que era duro, fuerte. Yo le llevaba todo lo que reporteaba para que escribiera la nota. Todos los policiacos le rendรญan cuentas… Un dรญa, me acuerdo, se cayรณ un aviรณn en Toluca. Le hablรฉ desde allรก –Metinides fingiรณ que su mano era un telรฉfono–. “Oye, Buendรญa, fรญjate que estoy acรก en un accidente de aviรณn y hay seis muertos.” “Vente rรกpido para acรก –me dice–, pero ya, vente.” Total que me trajo la ambulancia hasta La Prensa, se revelรณ el rollo. Buendรญa escogiรณ las fotos de portada, las de interiores. Su oficina estaba llena de periodistas. De repente se me queda viendo y me dice, enfrente de todos: “Oye, tรบ, por cierto: no me andes hablando de tรบ ni por telรฉfono. Soy el seรฑor Manuel Buendรญa o seรฑor director para ti. ¡Pos este!”
7
El video inicia con la imagen de un hombre que yace boca abajo sobre el camino de tierra de un jardรญn. Esta rodeado de personas a las que solo vemos de la cintura para abajo: parecen policรญas. Un pequeรฑo grupo de gente anรณnima observa la escena a la distancia.
La cรกmara hace un acercamiento al hombre en el suelo: parece joven, tiene el pelo negro y rizado. Hay sangre en un costado de su cara. Policรญas de gorra y corbata lo rodean. Uno de ellos se inclina para mirar de cerca algo que el perito, arrodillado en el pasto, le seรฑala.
La siguiente escena estรก grabada desde el lado opuesto. La cรกmara se concentra en un nuevo personaje, una joven de melena corta y vestido blanco estampado de pequeรฑos cuadros que no deja de mirar al hombre muerto. La cรกmara se acerca a la mujer, intenta verle el rostro, pero esta se vuelve.
En el รบltimo plano, la chica se ha sentado junto al cadรกver. El ruedo del vestido le cubre las piernas. Solo una de sus zapatillas es visible: tiene el tacรณn bajo y es de un rojo mucho mรกs intenso que la sangre que mancha los dedos del hombre muerto. La chica no lo mira. Llora con el rostro escondido tras las manos.
La imagen se congela.
–Esa –pregunta el director–. ¿Tomaste esa?
Metinides la ha tomado, por supuesto.
El gesto de la muchacha es el de una ninfa prisionera en los infiernos. La pose del muerto, la de un prรญncipe derrotado en la batalla.
8
Nunca tomo fotografรญas por gusto, solo cuando hago trabajo de campo. Y aรบn asรญ, me limito a registrar cierta escena, ciertos objetos. Pero aquel dรญa que visitรฉ la casa de Metinides tuve el irreprimible impulso de sacar el celular para tomar una instantรกnea del cuarto en donde el fotรณgrafo guarda sus colecciones. La visiรณn de aquel enjambre de plรกstico me aturdiรณ en un primer momento; despuรฉs encendiรณ mi deseo de poseerlo en imagen. Del suelo al techo, sobre las cuatro paredes, en estanterรญas, mesitas y entrepaรฑos, hay decenas de miles de figurillas clasificadas en conjuntos delirantes. Acรก los camiones de bomberos; por allรก las patrullas, los helicรณpteros, las ambulancias: cientos de cada uno en variaciones infinitas. Si ni siquiera con mis ojos podรญa abarcar aquel retablo barroco, la lente del celular resultaba inรบtil para crear una imagen que le hiciera justicia a ese peculiar tesoro. No pude sino obtener un registro parcial de lo que veรญa, congelada desde el umbral por miedo a volcar algo si me movรญa demasiado aprisa.
9
Estรก en el pasillo de la Cruz Roja, echando un tabaco con los socorristas, cuando escucha que alguien llora con una congoja terrible y murmura una especie de letanรญa. Metinides toma la cรกmara y se asoma. Del otro lado del muro descubre a un niรฑo al que llevan sobre una camilla de lona. Va vestido de blanco. La mugre y la sangre le tiznan el rostro; las lรกgrimas se lo lavan.
El muchachito reza con los ojos cerrados. Le pide a Dios que lo cuide mientras hace la seรฑal de la cruz con los dedos de una mano engarrotada.
10
La tarde que pasรฉ con Metinides no se mencionรณ ni una sola vez el tรฉrmino “arte”. Las preguntas filosรณficas en general lo desconciertan. Pero algunas semanas antes de mi visita a su casa, lo vi dar una charla en el Museo de Arte Moderno. Con la sala abarrotada, Metinides contรณ historias que el pรบblico escuchรณ con fervor, especialmente los fotรณgrafos presentes. Y, como es habitual, la cola que se formรณ al final para recibir un autรณgrafo del autor sobre su nuevo libro (a la venta en la tienda del mam) tardรณ una hora en despejarse.
Pero el incidente que quisiera compartir es este: al final de la charla, a la temida hora de las preguntas, un muchacho de suรฉter a la Buddy Holly pidiรณ la palabra para alabar una de las fotografรญas mรกs conocidas de Metinides: Adela Legorreta Rivas atropellada por un Datsun blanco. El muchacho comparaba la imagen de Metinides con el inicio de la pelรญcula Sensualidad, en donde aparecรญa lo que รฉl llamรณ “el cadรกver exquisito” de Ninรณn Sevilla, y su pregunta era la siguiente: ¿cรณmo es que Metinides lograba mostrar de forma tan original la uniรณn del eros y el tรกnatos?
Metinides se volviรณ hacia Josรฉ Luis Martรญnez, quien fungรญa como moderador, y, con el rostro arrugado por la perplejidad, susurrรณ (no tan lejos del micrรณfono como habrรญa debido):
–¿Quรฉ fue lo que me preguntรณ?
Martรญnez murmurรณ algo de vuelta. Metinides tomรณ el micrรณfono.
–Mire –le dijo al jovenzuelo, quien asentรญa tanto y tan rรกpido que pensรฉ que la cabeza se le caerรญa–. Yo lo รบnico que querรญa era llevar al pรบblico al lugar de los hechos. Todo lo que yo querรญa decir tenรญa que caber en una sola foto. Se siente horrible ver cรณmo muere gente, sobre todo cuando son niรฑos. Diariamente iba yo a treinta, cuarenta accidentes, no crea que nada mรกs a dos. En las noches hasta lloraba. Luego me acostumbrรฉ. A eso me ayudaron las pelรญculas. Todas mis fotos yo las he copiado de las pelรญculas. Eso es todo, no hay ciencia, ese es el chiste. ~
1 Martรญn Solares, “Enrique Metinides, la habitaciรณn secreta” en trans. Revue de litterature gรฉnรฉrale et comparรฉe, nรบm. 12, Parรญs, Francia, miรฉrcoles 7 de febrero de 2007.
2 Jesee Lerner, “Detective photography with art” en Los Angeles Review of Books (ediciรณn electrรณnica), Los รngeles, 13 de febrero de 2013. http://bit.ly/18Lb9tn
3 Algo similar le pasarรญa al fotรณgrafo Arthur Fellig “Weegee” medio siglo antes: aclamado por sus imรกgenes de los bajos fondos de La Gran Manzana, fue ninguneado por la crรญtica y relegado al estatuto de kitsch cuando pretendiรณ hacer fotografรญa con intenciones deliberadamente artรญsticas. Saco a colaciรณn este dato porque la mayor parte de los crรญticos anglosajones suelen decir de Metinides que es “Mexico’s Weegee”, comparaciรณn que es desatinada por superficial, pero esa discusiรณn requerirรญa otro artรญculo.
(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este aรฑo publicรณ dos libros: Aquรญ no es Miami (Almadรญa/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadรญa)