#HaciaLaPalabra Hoja de ruta

Hemos invitado a cuatro escritores a que nos cuenten sobre cómo los han cambiado los libros, cuáles fueron sus influencias y su camino hacia la palabra.
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El Teatro: Boccaccio de barrio

Andrés sabía promover la cultura. Nos reprobaba a todos desde el primer parcial y, para conseguir puntos extra, había que hacer algo artístico. Así que fuimos a preguntarle si el teatro también contaba y lo que restó del año nos dedicamos a hacer adaptaciones: El Quijote como charro de Los Altos, Molière en el ISSSTE, Boccaccio con tortas ahogadas y muchos éxitos más. Porque sí, aunque nunca nos mandaron como representantes de nuestra preparatoria en algún festival cultural, fueron fuertemente aplaudidas por nuestros compañeritos que se divertían de lo lindo. Y es que eran eso, un juego. En esa edad en la que ya no te llaman la atención los juguetes y aún no tienes tu cartilla para entrar al antro, jugar a los actores cumplía con todos los requisitos para entretenernos sin hacernos sentir tan niños. Así que lo fuimos perfeccionando. Si bien la idea de adaptar las obras a nuestro barrio tapatío surgió de nuestra incapacidad para aprendernos los diálogos originales (“Órale, cabrón, tú eres el médico, apréndete lo que debes de hacer y dilo como se te dé la gana”), luego fuimos estudiando cómo hablaba la gente de nuestro entorno (un gran pretexto para no estar en casa, también) y, ya entrados en gastos con esto de la verosimilitud, comenzamos a escenificar parte de las obras en la calle, en los semáforos, en la sección de cristalería de los supermercados (sobre todo los pleitos), hasta que un fin de semana, en la víspera para presentar extractos de El Lazarillo de Tormes, nos fuimos a vivir de limpiavidrios a un crucero.

Por supuesto, en aquellos años, ninguno de nosotros había leído nada sobre poscolonialismo ni se había filmado la película “N­oviembre”. Era un juego nomás. Y en mi caso, aunque aún me siento incapaz de escribir teatro, vuelvo a los dramaturgos siempre que puedo.

La ciencia: de Weierstrass a Kafka y vuelta

En la universidad decidí que quería escribir, pero como esa cosa llamada “tensión dramática” no se me daba, me aboqué a la narrativa. Fui a todos los talleres que Monterrey y Conaculta me podían dar. Sacaba de la biblioteca cuanto libro me interesara (primero, por azar, Italo Calvino; luego, por su cercanía a la física, Sábato y Sciascia), hasta que me volví alumno honorario de la carrera de letras y un día, a eso de las 7:35 de la mañana, el profesor de álgebra lineal me regaló una epifanía: cualquier universo matemático es como cualquier universo literario, basta con modificar un operador para tener un mundo donde todo parezca ser enteramente diferente, fantástico, “si se fijan, huercos, eso es lo que hizo Kafka”.

Así lo dijo, tal cual. Y yo no sé si alguien más entendió o si yo sí entendí lo que él quería decir. Pero el caso es que ese era el alivio que necesitaba pues para mí la ciencia era algo maravilloso y simple, capaz de reducir la complejidad del mundo a unas cuantas expresiones de forma elegantísima -las ecuaciones-, mientras que la literatura era algo confuso y rebuscado, casi inasible hasta que lo pude ver como un experimento matemático donde a partir de un marco estable y claro solo había que cambiar un signo de positivo a negativo, agregar o suprimir una variable, cambiar la lógica de una interacción… y luego dárselo a leer a mis amiguitos para ver qué tan mal me había salido.

El cuento: nosotros entre los otros

Este afán laboratorista me volvió fanático del cuento: breves experimentos con la mayor parte de las variables controladas que, sin embargo, como en la ciencia, podían cambiarte la visión del mundo, o cambiar incluso una cultura completa (¿Qué sería de Occidente sin los hermanos Grimm? ¿Qué de la genética sin el artículo de menos de dos páginas firmado por Watson y Crick y publicado en Nature).

Luego descubrí esas maravillosas series de experimentos llamadas antologías. En particular una de mi clase de inglés resultó fundamental: Ourselves Among Others. Ahí no solo había textos de los mejores autores contemporáneos del mundo –de Oé a Oz, de Soyinka a Cisneros, de Naipaul a Moravia— sino que también estaban acomodados de acuerdo a un tema específico: el amor, la comida, la guerra, la familia… Así que ahí tenía lo mejor de los dos mundos: las pequeñas variaciones del álgebra literaria y las “adaptaciones” que cada autor hacía de un tema a su propio barrio, con su lenguaje y sus gustos, con su jugar en serio.

La novela, Walcott, and the Big Science

El siglo XX vio nacer la llamada Big Science, esos megaproyectos tecnocientíficos hechos para lograr un objetivo  particular, como mandar un cohete a la luna. Así que luego, como cualquier científico que sueña con tener a su disposición un gran laboratorio con hartos recursos para divertirse como enano, comencé a adentrarme en esos grandes laboratorios de la literatura: las novelas, los poemas de largo aliento, los ensayos de quinientas hojas. Y me han gustado muchísimo.

Por supuesto, como en la ciencia, el hecho de que consuman más tiempo y mayores insumos, no significa que sean mejores. Más aún, sigo prefiriendo esos experimentos precisos y elegantes, los cuentos. E incluso he tenido el honor de ordenar y compartir mi propio juguetero: el volumen III de la antología hispanoamericana “Sólo cuento”.

Así, luego de casi 25 años resumidos en esta hoja de ruta,  vuelvo a las enseñanzas de mis profesores, o a lo que creo que ellos quisieron enseñarme, sobre todo a Andrés y a su impulso para que tuviéramos el valor de apropiarnos de las palabras, la valentía para vivir las historias, el arrojo para encarnar a los personajes y presentarnos así, desnudos y completos, ante los ojos del mundo.

 

 

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Sus libros más recientes son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013), Indio borrado (Tusquets, 2014) y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta.


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