A mitad de las vacaciones mi hija de cuatro años me dijo: “Esta manzana huele a traje de baño.” La frase resume la condición de paraíso enrarecido en que suelen desembocar los días de descanso. ¿En qué momento la especie erró el camino y decidió el asueto obligatorio? No es lo mismo detenerse cuando uno no puede más que interrumpir la costumbre por mandato.
El calendario es un juego de la oca donde toca descansar a la fuerza. Quizá todo venga de la primera fábula de superación personal y la pausa del séptimo día. Sin duda alguna, el domingo se justifica como el momento en que el Creador tuvo necesidad de rehidratarse; podemos emularlo cambiando el trabajo por la misa, el futbol y los suplementos culturales. La distribución bíblica de los afanes y las energías está bien calculada. Más dudosa es la idea de tener diez o veinte o sesenta domingos seguidos. En ese lapso toda familia se convierte en la tripulación del Kon-Tiki y debe sobrellevarse a sí misma en una estrechez para la que no está adiestrada. Curiosamente, ese momento indeseado se vive como el anhelo que explica las fatigas laborales. Se diría que la experiencia se acumula para vaciarse en los días rojos del calendario. El dinero y el cansancio se disipan en esa difusa orilla.
Los políticos del tercer mundo aseguran que no han tomado vacaciones en los últimos veinte años y el presidente de Estados Unidos mueve ejércitos mientras pesca en su rancho. Unos fingen que trabajan y otro que descansa. Más allá de este juego de apariencias, buena parte del planeta acata el dogma de las vacaciones.
Obviamente, para los expulsados del desarrollo el descanso carece de sentido y las posibilidades de traslado no son otra cosa que una patera dispuesta a zozobrar en costas europeas. Como las mariposas negras, los días de descanso obligatorio constituyen un mal menor. Precisamente por ello hay que indagar su sentido. Si dispusiera de los domingos y una dosis adecuada de puentes, el hombre común podría posponer su sed de viaje hasta el momento en que en verdad aspirara a recorrer la India. Pero año con año el trabajo y las escuelas desembocan en ese limbo existencial en el que hay que inflar una foca de hule.
Vivir sin vacaciones implica una conducta tan asocial que cuesta dar con un oficio inmune a las categorías de relajamiento y turismo. Incluso los que somos free-lance y carecemos de vacaciones pagadas hacemos el camino a Pie de la Cuesta.
Sólo unos cuantos grupos religiosos se sustraen a tales tentaciones. Quizá esto se deba a que su estricta forma de vida incluye los malestares que los demás sólo conocemos al viajar. En sus apartadas colmenas de meditación, cumplen la principal actividad del nómada contemporáneo: hacer cola con la mente en blanco.
De acuerdo con Umberto Eco, una película es pornográfica cuando los personajes viajan incontables kilómetros en coche, suben eternamente en un elevador, aguardan durante un tiempo inmoderado en un vestíbulo. Éstos son los rasgos distintivos de la narrativa porno (lo que ocurre después, aunque involucre incomodidades y depilaciones extremas, no conforma una gramática tan diferenciada). El relato del viaje en masa parece extraído de una película porno. Un trámite sólo califica como turístico si dura demasiado.
Lo más rescatable de la interrupción de la norma: puesto que rara vez estamos satisfechos, el periodo en blanco significa un cambio promisorio. Vivida como anticipación, la fiaca vegetativa o la peregrinación del tingo al tango tiene la virtud de hacernos suponer que nos hará distintos. Recuerdo con qué anhelo aguardaba los dos meses de vacaciones escolares, que en mi generación caían en invierno y poco a poco se desplazaron al verano para emparejarnos con el descanso de los europeos. Pero recuerdo aun mejor el vacío esencial del primer día sin escuela, el descubrimiento de la materia que definiría los siguientes meses, la nada sin obligaciones en la que me hundiría con total disfuncionalidad.
En la adolescencia acariciamos la noción de lo eterno tendidos en la cama, orbitados de papeles de celofán y restos de papas fritas, mirando intensamente el techo. Años después encontramos a nuestros hijos postrados en el mismo nirvana y para salvar dos almas hacemos algo que detestamos y para lo que no tenemos dinero: el recorrido en kajac o la visita de los castillos cátaros. El hijo y el padre regresan a casa en un estado de tensión y agotamiento que sugiere, no tanto que fueron a tener vivencias, sino a donar un órgano.
La endeble condición de los viajeros se comprueba en las supersticiones de una industria donde los aviones carecen de fila trece y donde los hoteles pasan del piso doce al catorce.
Más allá del muy extendido masoquismo, ¿qué lleva a sufrir tanto para subir al cielo? De manera aleatoria, los aeropuertos se han convertido en oportunidades místicas donde los mártires padecen en aras de un siempre pospuesto hedonismo.
Aunque la Tierra es un sitio donde los taxistas ignoran la línea recta y no tienen cambio, persiste la ilusión del viaje. Ítaca variable, el asueto se defiende bien como horizonte. Una vez alcanzado, suele convertirse en el híbrido edén donde las manzanas huelen a traje de baño. Por contraste, la vida anterior adquiere peculiar relieve. Contemplados desde ese momentáneo jardín, los días hábiles brillan con una luz imposible de experimentar como presente. “La vida no se vive a sí misma”, escribió Broch. Sólo desde fuera podemos apreciar su decurso. Para eso están las vacaciones, nuestra estancia en la luna. –
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).