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Entre nosotros, Porlock no es un eslabón real. Es el único defecto en esa cadena hasta donde he podido observarla.

Arthur Conan Doyle

A don José de la Colina

Uno de los poemas más célebres por motivos poco estéticos es “Kubla Khan”, la obra por antonomasia de la inspiración. Su autor, Samuel Taylor Coleridge, confesó que habiendo tomado opio para combatir la disentería, cayó en un profundo sopor donde además de experimentar la vívida presencia del reino de Xanadu (o Shangdu), sobre el que había leído una alusión –en el Purchas’s Pilgrimage–, soñó literalmente unos versos. Al despertar quiso transcribir sus imágenes convertidas en líneas métricas que ilustraban visión tan misteriosa, pero una inoportuna visita, el misterioso Hombre de Porlock, interrumpió el rapto. Cuando regresó a su escritorio, Coleridge descubrió que apenas si recordaba fragmentos y versos sueltos. Su trance había sido interrumpido y lo único que quedaba era poco más que una cincuentena de versos que este artífice del coitus interruptus inútilmente buscó completar al cabo de los años.

Tan encantadora historia cautivó la imaginación de los contemporáneos de Coleridge y motivó lecturas entusiastas y sensatas de Jorge Luis Borges –dos de sus más memorables ensayos los dedica a Coleridge; y Fernando Pessoa. Lástima que su veracidad sea dudosa. Elizabeth Schneider, en Coleridge, Opium and Kubla Khan, niega el cariz extraordinario para desmontar con minucia los elementos que Coleridge toma de la tradición, contar los lugares comunes del imaginario romántico presentes en el texto e indicar los yerros que sostienen tan insólita creación. El poema, genial pero inconcluso, termina siendo un artilugio mal resuelto por falta de inspiración poética.

Largo tiempo la imaginación poética detentó poderes casi demiúrgicos. A través del ensueño o del sueño el poeta canalizaba los poderes de una elusiva divinidad o un irónico daimon para encarnar en obras dependientes de la hermeneútica para comprender sus mensajes, siempre trascendentes. Las últimas noticias en cambio reportan que a Dios, obsesionado con ser Bono, le fascina el rock. Al acervo de las obras creadas por el ensueño, cuyo catálogo emprendió el propio Borges en el ensayo “El sueño de Coleridge”, hoy debemos sumar varias de las más notables canciones de rock. Si el pensamiento indoario aún nos permea, baste una tríada de ejemplos en apoyo a mi argumentación.

En un episodio de la serie documental Seven Ages of Rock, el correspondiente al blues británico, Keith Richards confiesa haber compuesto “Satisfaction”, votada una de las cinco canciones emblemáticas del rock, después de soñarla. Richards recordó despertar a mitad de la noche, buscar una cinta magnetofónica, pergeñar unos acordes de blues y volver al sueño. Al reproducir por la mañana la cinta escuchó dos minutos de blues y cuarenta minutos de ronquidos. Somnoliento ante tanta complacencia, yo también recordé que no era la primera vez que escuchaba a un roquero atribuir la creación de una rola a una revelación onírica.

Paul McCartney declaró haber escuchado una misteriosa melodía en sueños y que al despertar se sentó al piano para interpretarla. Como era de mañana y la melodía carecía de letra, todo lo que se le ocurrió fue llamarla “Huevos revueltos”, mientras cogía el piano por las teclas en vez del sartén por el mango. Durante un tiempo la canción careció de letra y de un ritmo definido, por lo que pese a ser una composición temprana (circa 1964) sólo se publicó hasta 1966, ya con el poético nombre de “Yesterday”. Por cierto, el honesto Macca es el único en la lista de mis ejemplos que no atribuyó su composición a una revelación divina. Incluso dudó que fuera una obra original ocupándose durante un tiempo en a averiguar si no se trataría de un plagio. Eso sí, no le preocupó tanto plagiar los estilos de The Beach Boys o a The Supremes en algunas de sus canciones.

Más misterioso y fabulesco es el origen de “Crazy Little Thing Called Love”, una especie de pastiche de melodías clásicas como “Heartbreak Hotel” o “Sixteen Tons” interpretada por Queen en los albores de los ochenta. Mercury declaró en entrevista con la Rolling Stone (1980) que el propio Presley, difunto tres años antes, se le había aparecido en su habitación a altas horas de la noche para confiarle que él, Freddie, era su hijo favorito y que continuara difundiendo el mensaje del rock’n roll. Como obsequio le entregó una canción. No se sabía que Elvis fuera aficionado a entrar a las recámaras masculinas sin permiso, pero ¿cómo dudar de ready Freddie?

La historia de la composición de “Crazy Little Thing”, aunque comparte los atributos de la composición de “Kubla Khan”, se parece más a la historia de la rosa amarilla que Coleridge conjeturó probaría la realidad de haber estado en el Paraíso y cuyo rastro Borges encuentra en La máquina del tiempo de H. G. Wells. En efecto, tras la inusitada aparición Mercury cayó en una especie de sopor. Al día siguiente descubrió en su mesa de noche una composición en papel pautado que se apresuró a interpretar al piano. Advierta el distraído lector que tanto Richards como Mercury soñaron la composición, la anotaron o cantaron, volvieron a dormirse y listo, al otro día tenían o el registro magnetofónico o la transcripción pautada. De donde también concluimos que si Coleridge nunca terminó su poema fue porque no volvió a dormirse.

Si yo fuera Borges concluiría este inane ensayo aseverando que tales ejemplos constatan que una misteriosa conciencia ha revelado sus obras a los hombres a través de los tiempos. Que le gustan las canciones clásicas y que sin esa conciencia el rock carecería de su canción más representativa y también de la más representada. Si en vez de Borges fuera un apologeta de las sustancias prohibidas, un comentarista pacheco, señalaría la coincidencia de que Coleridge fuera opiómano y Richards y Mercury heroinómanos –acerca de “Macca” todo lo que sé es su inveterada pachequez. Siendo escéptico y no siendo, ay, Borges, sólo puedo concluir acotando que siempre vestirá más a una obra atribuirla a una revelación o al ensueño que declararla simplemente creación nuestra.

– José Homero

 
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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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