La semana pasada estuve releyendo Instrucciones para vivir en México de Jorge Ibargüengoitia solo para comprobar con tristeza que en muchos casos el libro sigue siendo muy actual (y más con el regreso del PRI) y que en otros ha sido superado por una nueva realidad, especialmente en el tema de la burocracia cultural.
Hace cuatro años un amigo mío que trabajaba para Alas y Raíces, el programa de Conaculta que se encarga de difundir la cultura entre niños y jóvenes, me propuso impartir un taller de literatura en la biblioteca José Vasconcelos. Yo acepté sin saber en qué me estaba metiendo. Del taller puedo decir que fue una buena experiencia trabajar con niños y con adolescentes, a pesar de que los empleados de la biblioteca me veían como un bicho raro y se dedicaron a espiarme (a santo de qué, no lo sé) y a interrogar a los asistentes sobre mí a mis espaldas. Los muchachos, por supuesto, me lo hicieron saber más extrañados que yo. Lo que no fue una buena experiencia fue enfrentarme a la gran maquinaria administrativa de Conaculta, la cual, a pesar del cambio de gobierno, según me han dicho, permanece igual de inepta que hace cuatro años.
De entrada, antes de que comenzara el taller me pidieron toda clase de documentos para “darme de alta”, lo cual es normal: RFC, CURP, acta de nacimiento, copia de identificación, comprobante de domicilio, recibo de honorarios, estado de cuenta, la factura de refrigerador y la carta a los Reyes Magos de cuando yo tenía cinco años. Cada vez que la administradora se comunicaba conmigo para pedirme algo, lo hacía sobre la amenaza de que si no se lo mandaba por correo electrónico ese mismo día, no recibiría ningún pago. Un día me habló para decirme que tenía que dejar lo que yo estaba haciendo (seguramente nada importante, alguna cosa de artista) para firmar un contrato en las oficinas de Reforma y que si no iba ese mismo día, antes de la una de la tarde, no recibiría ningún pago. Yo vivo en Plateros, al oeste de la ciudad, y nada odio más que ir al centro, pero dada las condiciones económicas, no me quedó otra opción más que correr hasta las oficinas, pues eran casi las doce. Ante tanta prisa, pensé: “estos tipos son profesionales y me van a pagar inmediatamente”. El contrato se celebró sin ningún aparente contratiempo. Ya podía dedicarme tranquilamente al taller los sábados y a esperar el pago, en teoría.
Como dijo Homero Simpson: “En teoría, Marge, el comunismo funciona. En teoría”.
Unas semanas después me llamó la administradora para decirme que hubo un error en el contrato y que tenía que dejar lo que estuviera haciendo (alguna cosa de artista) para correr a las oficinas de Reforma a firmar el nuevo contrato, antes de la una, o no habría ningún pago. Me dijo también que se había equivocado al darme los datos de la retención del ISR de mi recibo y que tenía que llevarle uno nuevo con la cantidad correcta. En ese momento pensé en colgarle el teléfono y mandarla a freír espárragos, pero el taller ya estaba algo avanzado y finalmente yo no podía tirar a la basura mi trabajo, por más despreciable que fuera desde el punto de vista del departamento administrativo.
Terminó el taller. Pasaron los meses. Mi amigo dejó de trabajar en Alas y raíces, y se fue a la India a conocerse a sí mismo. No sé si lo logró. Estoy consciente de que tuvo buenas intenciones al proponerme impartir el taller y de que la culpa del retraso era exclusivamente del personal administrativo. Mis estados de cuenta llegaban cada mes y en ellos no había ningún depósito de Conaculta. Les llamé por teléfono muchas veces, les escribí, fui a la iglesia de San Hipólito cada 28 de cada mes a rezarle a San Juditas para que el Conaculta por fin se reportara con un servidor, y nada; ni siquiera con ayuda celestial sucedió el milagro. Una parienta política mía trabajaba en otra dependencia de Conaculta. Fue ella la que me dijo que los administrativos traían un lío y que yo no era el único; que había muchas más personas como yo a las que no les habían pagado nada: teatreros, actores, mimos, escritores, etcétera. Según mi parienta, el personal de Conaculta, panista, miraba con desprecio a los escritores y artistas, todos ellos unos parásitos. Yo la verdad me pregunto una cosa: ¿sabían todo esto los intelectuales que salieron en los periódicos alabando el trabajo de la directora del Conaculta? No creo, seguramente a ellos sí les pagaron a tiempo, y bien. Hay que establecer una distinción entre el intelectual y artista de renombre y el de a pie, al menos en el lapso de tiempo en el que se da un pago ( y en la cantidad, por supuesto). De no ser así, dejaríamos de ser el México tan bien descrito por Jorge Ibargüengoitia.
Finalmente, después de muchos meses de insistir, un día me llamó una nueva administradora para decirme que ya me iban a pagar por fin, pero que habían cambiado las tabulaciones de los pagos, por lo que tenía que dejar lo que estuviera haciendo (nada serio, escribir) para correr a Reforma y firmar un nuevo contrato con las nuevas tabulaciones y, por supuesto, llevar otro recibo, antes de la una. ¿Y el pago? Nunca llegó. Y yo dejé de esperarlo. Aunque eso sí, desde entonces la verdad no quiero volver a trabajar para Conaculta.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).