Desde que Estados Unidos se forjó como nación independiente, la desembocadura del río Hudson en el océano Atlántico –donde hoy habita, ilumina y sueña Miss Liberty– fue el sitio en que se instaló el único anhelo humano de ayer, mañana y siempre: la libertad.
En ese lugar, desde 1697, la sombra afilada de Trinity Church –iglesia que es y ha sido el centro de la vida religiosa de Estados Unidos y refugio en tiempos de crisis– se proyecta sobre un oscuro callejón denominado Wall Street, la Calle del Muro, destinado a ser el corazón de la capital del mundo moderno.
Trinity Church es la representación histórica de la dignidad de un país que nació bajo la divisa de la libertad y la meritocracia, del poder absoluto de cada individuo para labrar su destino y juntos construir un nuevo imperio.
Durante los más graves desastres económicos que Estados Unidos ha padecido a lo largo de su historia –en octubre de 1907 y en octubre de 1929–, Trinity Church no sólo se ha mantenido en pie, sino que ha brindado ayuda y refugio a sus feligreses, ya sea pagando sus deudas o brindando alimento. Esto le ha permitido convertirse en emblema del espíritu de lucha y recuperación frente a la pérdida total.
Sólo el sentido del humor inherente a cada acción humana podría haber colocado en tal lugar al símbolo financiero de nuestros tiempos, pues Wall Street empieza donde el cementerio de Trinity Church –donde yacen los restos de algunos de los Padres Fundadores– acaba.
Lamentablemente, en este 2008, con una crisis que se ha reproducido como un virus en cada rincón del planeta a una velocidad alarmante, Trinity Church no parece tener las herramientas ni el antídoto necesario para contener la caída del imperio que vio nacer.
Desde los albores del siglo pasado, Wall Street ha sido el corazón financiero de los corsarios del mercado, papel que logró conservar incluso después de la tragedia de 1929, cuando los primeros dueños de Lehman Brothers, Hypo Real Estate Holding ag y Merrill Lynch no encontraron otra salida a la Gran Depresión más que lanzarse al vacío desde las ventanas de sus oficinas.
La diferencia es que ahora los directivos de las empresas han cobrado los millonarios bonos de retiro o se han quedado tranquilamente en sus oficinas, esperando que los políticos de Washington tomen las medidas necesarias para rescatarlos.
“El mercado resolverá nuestros problemas”, esa fue la divisa que guió los destinos económicos del mundo luego de la Gran Depresión. Hoy el mundo mira atónito su propia mutación, sin tener en su corazón nada más que incertidumbre sobre el futuro cercano.
Paradójicamente, nuestro terrible siglo XX y el catastrófico inicio del siglo XXI se han caracterizado por la caída de los muros que han regido nuestro paso hacia lo que creímos que era la modernidad.
Estados vulnerables
En agosto de 2007, cuando comenzaba la peor crisis financiera global de las últimas ocho décadas, nadie podría haber imaginado que el muro más famoso del capitalismo compartiría con otro muro, el del comunismo, el mismo destino.
En Alemania el muro fue levantado como un soporte ideológico para impedir que los hijos de Marx cayeran en las tentaciones consumistas y fueran consumidos en el infierno capitalista. En cambio, el muro de Wall Street se levantó y consolidó para asegurar que la libertad absoluta del dios mercado era la única fórmula para lograr el éxito.
El 6 de octubre de 2008 –en el mismo lugar donde un día juró su cargo como primer presidente de Estados Unidos George Washington– Wall Street ofreció un nuevo momento histórico, representado esta vez por el ir y venir de los operadores del Stock Exchange, agobiados por una conmoción superior a la de las primeras horas transcurridas luego del atentado contra el World Trade Center.
Antes de aquella mañana gris, el panorama financiero se fue complicando sin que nadie se atreviera a prevenirnos sobre la catástrofe que nos veríamos obligados a enfrentar.
Como sociedades fuimos ingenuos, confiamos en lo que mandatarios como George W. Bush aseguraban (“Estamos bien”), mientras permitían acciones irresponsables, como que los ciudadanos garantizaran sus créditos hipotecando hasta tres veces su patrimonio, impidiendo que en caso de crisis pudieran cubrirse sus deudas.
Si bien con el 11-S Estados Unidos descubrió que era vulnerable, ese primer lunes de octubre fue inevitable admitir la fragilidad de una de sus armas más poderosas: su economía.
Ataviados con su característico uniforme azul, y con cigarro en mano, los empleados de la bolsa de valores permanecían atónitos, incapaces de encontrar una solución para curarnos de un mal que ellos mismos provocaron.
De nada sirvió que, frente al quiebre de los bancos de inversión, George W. Bush emulara la hazaña de John Pierpont Morgan en 1907, que convocó a sus amigos del sindicato de banqueros a construir un fondo de 40 millones de dólares como remedio al caos económico de ese año.
Esta vez, ni la aprobación del paquete de rescate de 700 mil millones de dólares ni la decisión de los mandatarios de las economías más desarrolladas de rescatar a las instituciones financieras afectadas por la crisis han sido suficientes para evitar que las cartas de la economía estadounidense barajeadas en el juego llamado Wall Street pierdan la partida.
Ahora la lucha es contrarreloj. Durante muchos años las economías siguieron puntualmente la receta neoliberal de los organismos internacionales y las reglas del libre mercado, lo que nos ha sumido no sólo en esta crisis sino en una dinámica en la que la especulación es más fuerte que la misma mecánica de las economías.
La caída de los muros
Para lo único que este país no estaba preparado era para lo que ha ocurrido: el virus del fracaso económico recorre la sangre de las calles de Nueva York, y televisoras y medios han retratado en el rictus de angustia de los protagonistas la incertidumbre de propios y extraños.
El desarrollo y la hegemonía, primero militar, después industrial, luego económica y ahora tecnológica, de la Unión Americana le han hecho contravenir sus propias normas y formar parte de un mundo que ya no existe. Durante los últimos ocho años, Estados Unidos arrojó a la hoguera los principios fundamentales de los Padres Fundadores, llevando a su pueblo a guerras que no sabe cómo ganar y a la incertidumbre como eje de vida.
La agitación se debe también a que nadie parece entender nada; desconocemos las causas profundas –además de las económicas– que llevaron al mundo a este punto de quiebre, en el que el imperio occidental es obligado a reconocer su fragilidad no sólo en materia de seguridad sino económica.
Estados Unidos es víctima de un sistema que concibió y consolidó a una sociedad que vivía por encima de sus capacidades económicas, luego de que el New Deal reactivara la economía devastada por el crack de 1929 a través del consumo, la inversión pública, la emisión de papel moneda y el abandono del patrón oro para favorecer la exportación.
Entre las diez de la mañana y la una de la tarde del 6 de octubre, los casi cien periodistas reunidos en Wall Street pudimos testimoniar lo innegable: esta vez la inyección de dólares era incapaz de sacar al mercado de su inminente estado de coma.
La rutina de este lunes negro dio paso a hechos inimaginables: en medio de la tragedia del Stock Exchange, aparecieron dos mujeres en bikini que, sin conmoverse ante la crisis, bailaron sobre las cenizas de lo que fue el operador bursátil más importante del mundo.
No pude evitar recordar enero de 1990, cuando visité la puerta de Brandemburgo en Alemania, contigua a una de las pocas partes del muro que permanecían intactas. Desde la plataforma donde durante casi tres decenios el ejército norteamericano observó el otro lado del infierno, fui testigo de un hecho igual de estremecedor: dos mujeres se despojaban de sus abrigos de piel para subir al muro ataviadas en bikini, listas para anunciar –sobre las cenizas del fracaso comunista– la brutal llegada del capitalismo mediante la promoción de una marca de vodka.
En 1989 se cayó el muro del comunismo. En 2008 se resquebrajó, tal vez para siempre, el muro del capitalismo. La lección más importante es reconocer que un ciclo terminó y que a toda apoteosis la sustituye una nueva esperanza.
El nuevo sistema económico surgirá de las cenizas de los muros caídos. A partir de ahora ya no son posibles las recetas mágicas del neoliberalismo ni la economía planificada que marcaron el siglo xx. Los Estados deberán establecer programas económicos basados en sus necesidades y capacidades locales y su realidad global.
Trinity Church nuevamente ha sido testigo de una crisis de octubre, y desde el cementerio de esa iglesia Alexander Hamilton, el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos y uno de los forjadores de la independencia de ese país, ha podido ver cómo muere la bolsa de valores y cae en picada Wall Street.
Este 6 de octubre el mundo entendió algo fundamental: no importa lo que pase, Estados Unidos perdió la capacidad de controlar su pulso financiero. El crimen gestado en la soberbia termina como la parábola de Narciso: el imperio ha quedado solo frente al espejo, con su desconcierto y su crisis envolviéndonos a todos. ~