En Brasil la crisis política se acentúa por momentos. El Congreso de Diputados ha puesto en marcha el impeachment contra la presidente Dilma Rousseff y ahora solo hace falta que el Senado haga lo mismo y complete el proceso en los próximos seis meses. Frente a estos hechos la maquinaria política gubernamental y la del PT (Partido de los Trabajadores), principal partido del gobierno, han salido en tromba a descalificar lo actuado y denunciando un golpe de Estado –aunque parlamentario– contra la institucionalidad de la figura presidencial.
Es en este contexto que habría que formular algunas preguntas en torno a una serie de interpretaciones sobre la naturaleza de la crisis y su gestión, comenzando por el colosal escándalo de corrupción vinculado a la mayor empresa del país, la energética Petrobras. El caso conocido como petrolao, o Lava Jato según la denominación del macroproceso judicial iniciado por la justicia brasileña, ha puesto al descubierto una gran trama donde se mezclaban impúdicamente los intereses empresariales con los político-partidarios, sin obviar el beneficio personal de muchos implicados.
La sustanciación de esta causa ha convertido a su principal instructor, el juez Sérgio Moro, en un héroe popular y a la Justicia en la esperanza de buena parte de la opinión pública brasileña para regenerar el país y sus instituciones. La principal herramienta de los magistrados y la Policía Federal para avanzar en sus investigaciones es la delación y la figura del arrepentido. A fin de pagar una pena menor muchos acusados terminan inculpando a sus superiores o a sus contactos, lo que ha servido para tirar de la manta de un modo inmisericorde.
Si bien la corrupción salpicó a todos los partidos, los miembros de la amplia coalición de gobierno, comenzando por el PMDB (Partido Movimiento de la Democracia Brasileña) y el PT, fueron los más afectados. Es evidente que esta situación ahondó el malestar social, ya bastante afectado por las promesas incumplidas por la presidente en el sentido de que la economía iba bien y que no habría un duro ajuste económico.
El estilo de gobierno de Rousseff, y su incapacidad de dialogar con sus aliados más cercanos, terminó provocando la ruptura de la coalición oficialista y acelerando los tiempos del impeachment. Seis meses atrás había un consenso bastante generalizado entre analistas y observadores de la realidad brasileña acerca de las grandes posibilidades de Rousseff para completar su mandato. Esta unanimidad se rompió poco tiempo después y hoy la mayoría piensa que el Senado la terminará destituyendo.
Es este el momento de preguntarse si efectivamente se está cometiendo un golpe de Estado, aunque incruento y parlamentario, contra la investidura presidencial. Para justificar el argumento se apunta a que Rousseff no está inculpada con ningún cargo de corrupción, que no ha cometido ningún delito tipificado por la Constitución, que el nivel de rechazo del vicepresidente Michel Temer, el llamado a reemplazarla en caso de que la causa prospere, es colosal, y, finalmente, que buena parte de los diputados que votaron a favor de su enjuiciamiento están acusados de corrupción o de otros delitos.
Para dar mayor dramatismo a su situación, Rousseff hizo unas declaraciones victimistas y totalmente irresponsables, donde establecía una suerte de comparación entre las torturas sufridas en su juventud por parte de la dictadura militar con sus actuales padecimientos políticos. Pero, el principal argumento en favor del golpe deja de lado dos cuestiones fundamentales. La primera, la naturaleza estrictamente política del impeachment, también conocido como juicio político. La Constitución brasileña establece dos mecanismos para procesar al presidente. Si comete algún delito tipificado por el Código Penal compete al Supremo Tribunal Federal (STF) su enjuiciamiento. Ahora bien, si el cargo es el de delito de responsabilidad, la misión recae en el Senado. Es evidente que en el segundo caso las garantías procesales no son las mismas que si el tema se estuviera solventando frente a un tribunal jurisdiccional, ya que no se trata evidentemente de que el Senado reemplace al máximo tribunal del país sino de que cumpla sus funciones constitucionales.
Respecto a la probidad de los diputados que votaron a favor del procesamiento, no se debe olvidar que muchos de ellos formaban parte de la coalición que sostenía el gobierno. Es decir que no eran tan corruptos cuando había que aprobar propuestas gubernamentales, pero son delincuentes consumados cuando votan en contra de Rousseff. De momento la presidente no está acusada formalmente de corrupción y el impechment no tiene nada que ver con esto, pero no se puede argumentar oponiendo la legitimidad política de la presidente, con otra subordinada, como la de los legisladores. Una y otros han surgido de la misma elección y se respaldan en el mismo voto popular.
El que la votación que hizo posible el juicio haya sido una fantochada no quita una pizca de legalidad a lo actuado. Tampoco que los índices de rechazo de Temer sean muy elevados o que en el futuro él también pueda ser sometido a un juicio político. De acuerdo a una reciente encuesta, solo el 5% de los brasileños aprueba la gestión de Rousseff, un 61% apoya el impeachment en su contra y un 94% cree que el país marcha en la dirección inadecuada. Esto implica que la sociedad vive con resignación su presente y con preocupación su futuro. Y también piensa que Rousseff debe irse, pero no está nada entusiasmada con la alternativa. En este contexto solo unas nuevas elecciones permitirán sacar al país del atolladero en que se encuentra, aunque tampoco esto es seguro. De momento, lo más verosímil es que el relevo de Rousseff por Temer no resolverá la grave situación que vive Brasil.
Investigador principal de América Latina del Real Instituto Elcano y catedrático de Historia de América Latina en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.