Manuel Monroy

La desconocida del mar

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La ausencia, por muerte o abandono, parece estar en la raíz de la obra de Francisco Tario (1911-1977), y es ella la que provoca la aparición recurrente del fantasma, que puede ser un espectro melancólico o un amor vuelto lejanía. “Lo que mata al fantasma es el olvido”, decía el autor de La noche (1943), Breve diario de un amor perdido (1951) y Una violeta de más (1968), entre otros títulos. En este texto temprano (hallado entre los papeles del escritor, en la preparación de un homenaje a cien años de su nacimiento) se manifiesta ya esa geometría peculiar en la que el horror y el desamor son una suerte de pareja original.

– Alejandro Toledo

 

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Ha transcurrido un tiempo y Aurelia, a instancias de su marido, consiente al fin en abandonar la finca, en busca de aires más propicios y saludables, instalándose, al cabo de varios días de viaje, en un pequeño chalet alquilado a orillas del mar. No lejos existe un balneario de moda y la estación veraniega se encuentra en pleno auge. Sin embargo, el bullicio de la gente, la sensación íntima del bienestar ajeno y el propio mar, luminoso y excesivo, no logran sino acentuar visiblemente su profunda melancolía. Sobresaltada por toda suerte de remordimientos y alucinaciones, acúsase injustamente de la catástrofe acaecida.

Mas descubre allí, una mañana de tantas, en la playa, al hombre que con el tiempo tan importante significación habría de tener en su vida. El único que lograría, temporalmente, destruir en ella la fantasmal imagen del hijo muerto. No llegará a hablarle, acercársele, cambiar con él una sola palabra, pues su marido la acompaña siempre, limitándose exclusivamente a sostener aquel juego del renovado y ocasional encuentro con el desconocido. Y a merced que pasan los días, una íntima e invencible alegría asoma a sus ojos, levanta su espíritu, exalta su ánimo; un interés desusado y creciente hacia aquel hombre descubre a su alma que misteriosa e irremediablemente se ha enamorado. Admite, por cierto, cuán sencilla y enigmática es la vida y con qué poca cosa el corazón humano se conforma. Aurelia acepta tácitamente que podría haber continuado así siempre; siempre. No pedía más.

Ya el amor ha sometido a su alma, se extravía y confunde en aquel amor, y este amor, si no compartido, precisa al menos ser comunicado a alguien. ¿Comunicado? ¿A quién? Y resuelve escribir una carta, que terminaría asimismo por resultarle fatal. Es a una amiga, y termina así: “¡Soy feliz! ¡Feliz! ¿Te sorprende? Aunque no sepa determinar muy claramente en qué consiste mi felicidad. Por lo pronto, escríbeme, repróchame, injúriame, dime algo… háblame de este amor.” Y la súplica final y urgente: “Destruye esta carta, te lo ruego. Tú comprenderás por qué.”

Tal vez la transformación del ánimo de Aurelia o la insistente y familiar presencia del desconocido despertaran sospechas en el marido; o quizás no. Jamás Aurelia penetrará debidamente sus sentimientos. Pero una tarde, y sin previo aviso, le anuncia a ella que deben partir. Ya termina la temporada, el tiempo es cada vez más desapacible y los veraneantes comienzan a emigrar.

En cuanto al desconocido, trátase de un hombre medianamente joven, también casado, cuya mujer y dos hijos habitan en la ciudad. Para él, ciertamente, tampoco ha pasado inadvertida la presencia de la bella desconocida, por quien un interés particular e inesperado comienza a despertar en su alma. No se ha enamorado, no; mas le divierte y atrae observar diariamente a la mujer, acecharla, seguir incluso los interrumpidos giros de sus conversaciones escuchadas al azar, construir y ordenar caprichosamente la ignorada y secreta vida de la misteriosa mujer. Le halaga y exalta tropezarse hoy con su mirada, descubrirla a lo lejos en la playa, caminar hacia él, desaparecer. Cada pormenor de aquella vida le ofrece una emoción distinta, un aspecto nuevo y atrayente, singular. Y en ocasiones, por las tardes, pasea ingenuamente frente a su chalet.

Mas he aquí que la mañana en que descubre de pronto que la desconocida se ha marchado, su vida se desploma repentina e incomprensiblemente. Está solo. Y aquel lugar tan luminoso y plácido, aquel mar tan ruidoso y azul, se transforma, en virtud de la súbita soledad, en el más lóbrego y aborrecible rincón, del que quisiera escapar a toda costa. Las tardes son ventosas y frías y las avenidas aparecen desiertas. El mundo, igualmente, es lóbrego y sombrío. Acepta, pues, inevitablemente que él también se ha enamorado.

El tiempo adelanta y los últimos veraneantes están por partir. El mar es grueso y opresivo y nuestro hombre vaga taciturno y confuso. No posee el menor indicio de la mujer que se fue, no dispone de nadie a quien recurrir. Se fue, y esto es cuanto le alcanza. E inventa, como un trivial paliativo a su soledad presente, alquilar él mismo el pequeño chalet desocupado: el que ocupara ella. Así se sentirá más próximo a la mujer, penetrará ilusoriamente en su vida y su espíritu descansará más tranquilo en compañía de la invisible presencia.

Y una tarde, del modo más inesperado, una carta dirigida a Aurelia le trae la más sorprendente noticia que pudiera imaginar en sus tormentosos días. Es la respuesta de la amiga ausente a la reciente carta de Aurelia. ¡De suerte que ella lo amaba! ¡De suerte que había sido amado por ella! Amaba, por consiguiente, a un fantasma y era amado a la recíproca por el fantasma desaparecido. No tiene ya qué hacer, sino regresar cuanto antes. La carta le ha revelado, al menos, que la desconocida vive en la misma ciudad que él. Y regresa.

Su hogar, sencillo y tranquilo, lo acoge ruidosamente. Mas él no pertenece ya más a ese mundo, su mundo se ha vuelto lejano y extraño, misterioso. Su hogar no le dice nada. Su anterior mundo desapareció para él. E inicia, como un vagabundo o un sonámbulo, la estúpida y colosal búsqueda de la mujer desaparecida a través de la inquietante ciudad…

…Y el ojo del espectador, infinitamente más penetrante que el de ellos mismos, seguirá paso a paso la extenuante marcha de este hombre en busca de lo que ha perdido. Y veremos, frecuentemente, cuán próximos durante ese tiempo estuvieron de encontrarse, ya en una esquina o una avenida, en un teatro al cual uno de ellos deja inexplicablemente de asistir, en una tienda donde un pequeño incidente retrasa o anticipa la salida de él o de ella. En fin, el espectador será testigo de ese juego de azar que nos impulsa o detiene, sin entender nunca ni remotamente por qué.

La vida de Aurelia, en tanto, continúa aparentemente su curso normal; mas alentada asimismo por una lúcida y secreta esperanza. También busca. También fracasa.

Al fin, cierta tarde, sobreviene el encuentro del modo más imprevisto y propicio. Y no es el encuentro de dos personas extrañas y ajenas, sino de dos seres solitarios a quienes un grave y doloroso amor ha unido. No hay, pues, dudas en su encuentro, resistencias o titubeos. Se toman del brazo y continúan. Es el amor. Y al amor se entregan, a partir de aquella tarde, en una suerte de delirio efímero y sin sentido, que nadie mejor que ellos advierte cuán fugaz ha de ser. Es como si tomaran de cada minuto transcurrido la magnitud del breve tiempo de que consta, tratando desesperadamente de aplazarlo y continuarlo hasta la eternidad.

Se suceden las entrevistas, las citas del amor doloroso e imposible, destinado a terminar. Ya conocen sus vidas y entreven su destino. “Te amo, sí –le revela ella–, y con eso basta. No espero nada. No me prometas nada. De nada serviría.” Esta desbocada pasión origina en Aurelia una especie de presentimiento de no sabe qué males mayores que habrán de sobrevenir. Fue feliz una vez, cuando su hijo vivía, y no lo será más. La felicidad –advierte– acude una sola vez, pero jamás vuelve. Y su felicidad se ha perdido. Lo presiente. “¡Mi vida está destruida –le confiesa una tarde–, mas destruida y todo te pertenece a ti!” Sabe que por aquel amor mentirá; y miente. Que por aquel amor traicionará; y traiciona. Y se ve obligada a recurrir a las más sucias mentiras, a los más innobles recursos para prolongar aquel amor un día más, uno solo. Entiende muy claramente que, perdido este amor, su vida se derrumbará definitivamente por segunda y última vez.

Mas el espectador nuevamente volverá a seguir ahora a estos tres infortunados destinos, sin que ellos se percaten. Podrá advertir, por ejemplo, cómo el esposo de Aurelia reconstruye hechos, establece pormenores y examina acontecimientos que le revelarán sin duda la existencia del amor prohibido. Y el espectador verá igualmente –ellos, nunca– cómo, cuando los amantes se consideraban más a salvo, mayor era su riesgo y la inminente ruina que llamaba a su puerta. No obstante, en el hogar de Aurelia ni el más leve incidente parece turbar el curso ordinario de los días. En silencio, y consigo mismo, su marido contempla también con asombro el derrumbe de su propia vida. Ni un solo reproche, ni la más simple palabra acusadora pronunciará. Aún más, adviértese –o al menos esta impresión produce– que su amor por la joven esposa crece en él de día en día, nutriéndose de fuerzas oscuras y desconocidas.

Y cuando el espectador confirme que fatalmente la traición de Aurelia ha sido puesta en claro, escuchará al marido decirle una noche: “Volveremos a la finca. Es preciso.” Cabe preguntarse, entonces: ¿Maldad? ¿Temor? ¿Dolor ante la inminente pérdida? ¡La finca! Jamás ha vuelto Aurelia a la finca; no quiere volver más. La había olvidado. Y esta visión repentina de la inmensa casa solitaria, del silencioso lago asesino, traen a su memoria las épocas más tormentosas de su vida. Se niega; a la finca, no; nunca. ¿Qué pretende él? –continúa el espectador preguntándose. ¿Ponerla tal vez a salvo? ¿Torturarla inicuamente quizá? ¿Señalarle tácitamente el verdadero camino a seguir? ¿Intentar de algún modo la dudosa recuperación?

Transcurren los días. Es la última entrevista de los amantes. Tampoco ellos saben esto. Piensan que la separación es temporal; pero nunca más volverán a verse. “Volverás y entonces…” “¿Entonces qué?” –pregunta ella. Y ella misma se responde: “Entonces, nada. ¡Ya lo sé!” Sabe muy bien que no se pertenecerán nunca; que hermosas y trágicas vidas tiran de ellos en dos direcciones contrarias: los hijos vivos de él. El hijo muerto de ella. Imposible.

Ya van Aurelia y su esposo de regreso a la finca. La actitud de él es hermética, impasible, por demás tranquila: como cuando la conoció y tomó. Como lo fue siempre. Ni una simple alusión, ni una réplica. Sin embargo, una línea de su rostro, solo una, a bordo del tren, basta para revelarle a ella la atroz verdad: su marido lo sabe todo, todo, y por eso la ha hecho regresar. El silencio de él, su inalterabilidad ante la verdad espantosa, la llenan de terror. Es un repentino y oscuro pánico el suyo que le anuncia que ha de morir. Lo entiende de sobra: a eso la llevan. Y ya una vez en la finca, por entre los viejos y melancólicos árboles, a lo largo de los espaciosos salones, dondequiera, percibe cómo la muerte la acecha implacablemente, pronta a precipitarse sobre ella. Cada ruido le anuncia algo; cada silencio le previene un riesgo; cada palabra es un símbolo fatal. Y él estará siempre presente, enigmático e inmutable. Siempre él allí, su marido, amenazador y austero. Piensa ella que no le será posible resistir un día más.

Se resuelve al cabo: debe huir. Huir con aquel y le escribe. ¿Huir? –se pregunta, perpleja. ¿Pero huir… de qué? ¿Hacia qué? No tiene significado su vida. Mas es preciso escapar, evadirse a cualquier precio de la tortura infinita, de la monstruosa e interminable espera. Y le escribe: “Lo he decidido, sí. El viernes estaré contigo y seré tuya para siempre. ¡Espérame!” Resueltamente, Aurelia no resistirá más.

En las sombras, sigilosa y trémula, dispone y prepara la huida. Calcula, medita, comprueba; examina toda posibilidad. Mas la última noche en la finca –la que pensaba ella que sería la última– marcará ya para siempre su destino, y no será ciertamente la última, sino la primera de otra nueva existencia aborrecible y oscura. Todo está a punto en la noche señalada: la casa en silencio; todos duermen. Y Aurelia baja lenta, quizá demasiado lentamente, pues los segundos cuentan, y sale al jardín. Allí se siente más libre y joven, en la perfumada noche. Avanza. El camino está expedito. Mas de pronto –ha caminado unos pasos bajo los árboles– descubre que una luz, ¡su luz!, se enciende e ilumina una ventana. Se detiene atónita, mira. E intenta correr. Y en la ventana, inmóvil, aparece su sombra: la sombra inmensa de él. Oye o cree oír una voz aquí y allá que la reclama, pronunciando repetidamente su nombre: la voz siniestra de quien la mira, la voz del niño olvidado, la propia voz del lago; la voz de su destino. Duda aún, ¿qué debe hacer? Avanza otro poco más, otro poco. Ya está abierta la gran verja de la finca. Un paso más y será libre. Solamente un paso es lo que necesita. Y la sombra en la ventana continúa inmóvil. Aurelia se resuelve a salir; va a hacerlo. Pero no lo hará; nunca, nunca. Trágicamente derrotada, increíblemente sola, regresa paso a paso hacia la casa. Todo ha terminado; es el fin. La muerte en vida que la reclama. La herencia definitiva de la soledad. La soledad de muerte que la atará tanto como dure su vida a la profundidad tenebrosa del asesino lago que no la dejó partir.

Cuando penetra en la casa y cierra tras ella la puerta, una suave y alegre brisa nocturna agita las silenciosas aguas del lago, y en la ventana, misteriosamente, vuelve a apagarse la luz. ~

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(ciudad de México, 1911 – Madrid, 1977), pseudónimo de Francisco Peláez, fue un cuentista, novelista y dramaturgo sui géneris.


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