La era de Hugh Kenner

Una relectura de la nueva edición de Los comediantes estoicos. 
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Con nostalgia releo Flaubert, Joyce y Beckett. Los comediantes estoicos (1962), de Hugh Kenner, que se publica por primera vez en español, con las ilustraciones originales hechas por Guy Davenport, editado por el FCE en este 2011 y muy bien traducido por Rafael Vargas. He dicho “con nostalgia” pues es difícil de encontrar un tratado tan conciso y tan rico sobre la era del libro tal cual la concibió la literatura del siglo pasado, en un momento, el nuestro, en que parece que los millones de estrellas de la galaxia de Gutenberg se van apagando.

El libro absoluto fue Ulises (1922) y Kenner, el gran crítico literario canadiense, sustenta esa primacía utilizando una argumentación impecable que hizo época y cuyo eco sigue escuchándose. El héroe final de la vieja narrativa, según él, fue Joseph Conrad, “el último en sudar la gota gorda con tal de someternos al encanto del narrador de un relato”. Ese esfuerzo, devoto de la fe racionalista en la Enciclopedia como la fantasmagoría capaz de hacernos creer que podemos registrar todos los fenómenos relevantes en un libro, llega a su límite con James Joyce. Nadie, dice Kenner, sacó tanto provecho del libro, artefacto de nueva especie y  máquina tecnológica, como Joyce. Y lo hizo el irlandés por razones más culturales que literarias, debidas más a la naturaleza del soporte (diríamos hoy) que a su trama interior, por más que a Joyce le interesara la oración por encima del acontecimiento.

En Los comediantes estoicos, Kenner deja a un lado lo que habitualmente se exalta en Joyce y del apogeo del monólogo interior en Ulises para presentarlo como un libro-objeto: “Una vez que decidió, después de diez años de meditación, que iba a escribir un libro sobre una ciudad, Joyce, con la naturalidad de su genio, hizo el inventario de los recursos del libro como libro: el volumen físico, las páginas numeradas, las facilidades para establecer infinitas referencias cruzadas, las oportunidades para hacer un despliegue visual. Éstos son los aspectos precisos del libro físico a los que las enciclopedias y los diccionarios les sacan partido, pero hasta que apareció  Ulises, las novelas (los libros de relatos) no habían pensado en aprovecharlos en absoluto. La única ventaja que el formato físico del libro confiere a una novela como Grandes esperanzas [de Dickens, en 1860–1861] es su portabilidad y la comodidad de su manufactura. No existe una razón intrínseca por la que no deba estar inscrita a mano en un rollo de pergamino, como los primeros ejemplares de La Eneida.” (p. 91)

Esta novela creadora de las condiciones de su propia reproducción se origina –ya se sabía, pero fue Kenner quien estableció la conexión decisiva– en Bouvard y Pécuchet (1881), el libro póstumo de Flaubert que le permitió a Joyce convertirse en taumaturgo. El par de sabios imbéciles inventados por Flaubert, que todo lo averiguan y todo lo copian, fragmentaron el mundo y lo dejaron separado en esos espejos trizados que Joyce, lejos de unir,  vindicará como dueños, cada uno, de su propio reflejo, su historia exclusiva. Reflexión que en Ulises, como en la Odisea, implica un compendio de toda una época. Joyce, recalca Kenner, es genuinamente homérico.

En Los comediantes estoicos, se rechaza la confrontación entre la Ilustración y el romanticismo. Ésta última época, “el primer acontecimiento que tuvo conciencia propia de que ocurría”, es consecuencia de la implosión de la Enciclopedia y el universo del  modernismo, como lo llaman los anglosajones, es un espacio/tiempo contínuo que se prolonga hasta nosotros. Kenner, como su maestro Ezra Pound cuya obra conoció mejor que nadie, cree que la poesía carga en sí misma a la historia, marsupialmente, sin que pueda decirse que uno y otro fueran historicistas. Ambos creen en la energía. De hecho, comediantes estoicos, para Kenner son aquellos para quienes “todo movimiento reordena una cantidad de energía limitada”. Joyce y Samuel Beckett, el tercero de la estirpe, hicieron sus operaciones con el capital de Flaubert. Ninguno de los tres, deduzco, sería, propiamente hablando, un revolucionario: su estoicismo, dice Kenner, es de los pensadores éticos sin expectativas extravagantes. Supieron ellos que quien desacata a los dioses, los obedece.

Kenner (1923-2003), es el autor de The Pound Era (1971), nunca traducido al español  y que está entre los cuatro o cinco libros más hermosos que haya escrito un crítico literario. Y discípulo de Marshal MacLuhan, es uno de los pocos historiadores de la literatura capaz hacerse oír no sólo hoy sino mañana, como si lo suyo hubiera debido de esperar a la red, a Google, a Wikipedia. Flaubert, Joyce y Beckett. Los comediantes estoicos nos tienta a adivinar nuestro destino, el de la que fue la civilización del libro, leyendónos las cartas con Bouvard y Pécuchet, con Leopold Bloom, con Moran o Molloy, los ascetas beckettianos. Ellos, estos personajes, sabrán si hemos llegado a la ignorancia o a la ceguera debido a la nulidad universal, si hemos profundizado inútilmente en el viaje entre la Enciclopedia y la información.

 El universo no dejará de alojar libros, infinitos libros impresos pero éstos brilllarán, quizá, como astros muertos, testigos de una gloria pasada una vez que hayan transferido toda su luz propia a toda una serie de fantasmas lucífagos destinados a preservarlos en la red: libros escaneados, electrónicos bella y artificialmente conservados, libros al fin liberados de la polilla, del fuego, de la humedad. Defendidos e impolutos tras las pantallas de plasma, estos libros tendrán que cuidarse de otros enemigos hoy apenas concebibles. No se podrá escribir la elegía del libro impreso sin Hugh Kenner y al leerlo, también, las nuevas bibliotecas virtuales se llenarán de sentido.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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