La invención de un paisaje

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Quizá porque ya su origen contenía la simiente de la leyenda, el Oeste americano era un territorio destinado a desaparecer. Dejó de ser un lugar para acabar convertido en paisaje, pero, a diferencia de otros espacios conquistados por Europa, en sus llanuras se depositaron promesas de oportunidades e ilusiones de progreso en velocidad paralela al desarrollo de la civilización occidental. Transformó su geografía en escenario para un sinfín de epítetos –salvaje, lejano, viejo– que invitaban a que el mito de la frontera se reinventara, porque alimentar el relato de un horizonte inalcanzable funcionaba para justificar una expansión –económica, política, social– incluso cuando en el verdadero Oeste apenas quedaban espacios por descubrir y por colonizar. Como recuerda Jean-Marc Besse en L’espace du paysage. Considerations theoriques, “el paisaje habría sido pensado y construido como una relación imaginaria con la naturaleza, a través de la cual la aristocracia y la burguesía fueron capaces de representarse a sí mismos. Esta percepción paisajística del mundo habría acompañado la aparición y el desarrollo del capitalismo europeo y el paisaje, en concreto, habría servido para ‘naturalizar’ ideológicamente la dimensión igualitaria de las relaciones sociales, ocultando la realidad de los procesos históricos y de los conflictos que las produjeron.”

En la exposición La ilusión del lejano oeste el comisario y artista Miguel Ángel Blanco ha articulado, con una mirada menos pedagógica de lo deseable, un recorrido por el proceso que ayudó a que el Oeste se transformara en el mito de los paisajes magnánimos y los seriales de vaqueros. Blanco plantea esa exploración avanzando por el tiempo, desde los primeros intentos de cartografiar un territorio que desafiaba los cánones de escala europeos hasta los westerns cinematográficos, para concluir con un prólogo rubricado con piezas de su propia creación que aspiran a capturar lo orgánico de esa tierra. El objetivo es establecer un itinerario crítico con aquellos discursos artísticos y sociales que han ayudado a moldear el Oeste como el constructo cultural que es hoy, y que se detiene en los principales elementos de su constelación conceptual: los exploradores del siglo XVI, los pueblos y los paisajes del nuevo continente, los indios y las grandes llanuras, los arquetipos de los nativos americanos y los rituales mágicos y, finalmente, su representación en la cultura popular.

Si el río Misisipi supuso la primera frontera natural y eje por el cual se avanzaría hacia el continente, tal y como subraya la selección de enormes mapas del Archivo General de Indias con la que se abre la muestra, Blanco obvia el detalle de que solo después de la compra de la Luisiana a Napoleón por parte del presidente Thomas Jefferson en 1803 comenzó la fiebre colonizadora a arrasar esa grandiosa naturaleza americana que los exploradores se dedicaron a loar. La exhibición se detiene en las pinturas de Albert Bierstadt, Thomas Hill y Henry Lewis, pero olvida explicar que muchos de estos artistas provenían de la escuela pictórica paisajística europea y que en sus cuadros imprimieron la metafísica romántica ante una naturaleza sublime heredera de Caspar David Friedrich. ¿Cuál ha sido el rol de estas arrebatadas visiones a la hora de construir el paisaje mítico del Oeste? Del mismo modo, la belleza de las fotografías de Carleton E. Watkins, William Henry Jackson o Timothy O’Sullivan nos interroga sobre el papel de las sociedades de exploradores bajo cuyo amparo se financiaron las expediciones que permitieron tomar esas increíbles imágenes. En la gran mayoría de ocasiones, esos virtuosos de la gelatina de plata eran contratados para ofrecer espectaculares pruebas gráficas de que el Oeste era un lugar óptimo para asentarse. En otras, su trabajo sirvió para que zonas como Yosemite o Yellowstone quedaran protegidas del furor colonial.

En La ilusión del lejano oeste también se puede observar la transformación de la mirada antropológica sobre las tribus nativas, y mientras los grabados de Karl Bodmer prefiguran, con su ánimo de clasificar a los distintos pueblos del territorio, la posterior visión etnográfica de otros tantos artistas, las pinturas costumbristas de George Catlin, quien dedicó buena parte de su obra a retratar a más de 46 tribus en más de trescientos cuadros, nos acercan a la fascinación por el arquetipo del buen salvaje en un momento en que se diezmaba a los nativos. La empresa de Edward S. Curtis en la serie fotográfica The North American Indian, en la que captura a personajes como Gerónimo y Toro Sentado o rituales religiosos navajos, es la culminación de esa ambigua mirada antropológica que hace de lo considerado primitivo un espectáculo a ojos del hombre del siglo XX.

El cine ha logrado erigirse como el gran dispositivo con el que ocultar el ocaso de un territorio para sustituirlo con infinidad de relatos y decorados. Blanco selecciona carteles de clásicos como Fort Apache (1948) o Río grande (1950), de John Ford, y otros westerns revisionistas como Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), pero se echa de menos la inclusión del primer western fílmico: Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903) y el famoso disparo con el que el protagonista rompe la cuarta pared al final de la película parecen poner fin a una época y al mismo tiempo inaugurar esa ilusión de un Oeste, ahora ya sí, lejano para siempre. ~

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(Barcelona, 1979) es periodista cultural. Colabora en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en la revista Icon de El Pais


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