La magia blanca de Pasternak

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EL DOCTOR ZHIVAGO, ¿gran libro y mala novela? A los cincuenta años de la muerte de Borís Pasternak (Moscú, 1890-Peredélkino, 1960), la pregunta no tiene respuesta pero hacérsela nos permite entrar a un mundo encantado y titánico donde la herencia épica de la novela compite con su disolución vanguardista, se repone la antigua querella de la prosa contra la poesía y presenciamos el choque entre la historia y la naturaleza. La materia donde ocurren estos antagonismos esenciales es la Revolución rusa y el personaje central es Pasternak, quien atravesó la peor de las épocas en que podía vivir un escritor para, inverosímilmente, morir en su cama, cerca de su esposa y de su amante, atendido por los mejores médicos soviéticos. Ello ocurrió apenas un par de años después de la publicación, por Feltrinelli, en Italia, de El doctor Zhivago, novela que le valió el Premio Nobel de Literatura de 1958, honor rehusado tras la amenaza del destierro proferida en su contra por el régimen comunista. Se había librado Pasternak de desaparecer asesinado en el gulag, como Osip Mandelstam, o del suicidio que puso fin al retorno desgraciado de Marina Tsvietáieva, o de vivir en el más cruel de los exilios interiores, como Anna Ajmátova, humillada y ofendida.

Poseedor de una misteriosa libertad originada, cuenta la leyenda, en la admiración de Stalin por su poesía, Pasternak es unánimemente reconocido por los rusos como uno de sus más grandes poetas. “No toquen a ese ángel”, les habría dicho fantásticamente el tirano a sus sicarios cuando le presentaron, presurosos, el expediente de un poeta que casi siempre se negó a entonar las loas del comunismo soviético, absteniéndose de publicar poesía desde el comienzo del terror hasta la Segunda Guerra Mundial.

Pasternak amaba la naturaleza –parafraseo a Ajmátova– tanto como la poesía lo amaba a él y compararlo con Paul Valéry o T. S. Eliot, según sus paisanos, es degradarlo: perteneció Pasternak a una especie superior, la conformada por Shelley, Baudelaire o Leopardi. El infortunado príncipe Mirsky lo comparó con Rimbaud. Debe ser cierto: cuando Pasternak traducía a Goethe y a Shakespeare –a través del cual, tomándose grandes libertades, les hablaba a los rusos sobre el poder absoluto– parecía moverse con sus iguales. Para quienes lo leemos traducido, Pasternak, el autor de Mi hermana la vida (1922) o de El segundo nacimiento (1932), es un poderosísimo lírico, pero sin poder franquear la aduana impuesta por el ruso, el lector se queda un tanto insatisfecho, incapaz de paladear esos sabores del paraíso que se le prometieron.

El asunto se complica porque estamos ante un gran poeta que escribió una de las novelas más exitosas del siglo, provocando una irregularidad de aquellas que son poco aceptables para el gremio literario. “O Pasternak no era tan gran poeta o su novela es muy mala o se salva por pertenecer a un grupo inferior de novelas, las novelas poéticas”, dijo el coro de colegas. O como pudo haber dicho Edmund Wilson, el gran valedor de El doctor Zhivago, Pasternak fue a la vez un clásico y un comercial. No solo compartió el Olimpo ruso con Pushkin: cumplió su sueño juvenil de escribir al menos una novela como las de Balzac, según le confesaba a la Tsvietáieva en una de sus cartas.

El doctor Zhivago es un fresco histórico que va de la revolución de 1905, de aquellas jornadas que hicieron temblar al zar Nicolás y emocionaron a jóvenes como Pasternak, hasta el año de 1943, cuando apareció en el horizonte la posibilidad de derrotar a los invasores alemanes. Si la Revolución rusa y su desenlace es la hipóstasis de la historia universal del siglo XX, al tema perfecto se alía la naturaleza melodramática del novelón, la historia de cuatro caballeros rondando a la bella y esquiva Lara. Seducida y deshonrada por Komarovski, un empresario y abogado sin escrúpulos, Lara escapa de él para casarse con un idealista de 1905, Pável Antípov que en la Revolución de 1917 toma el nombre de guerra de Strélnikov para convertirse en un bolchevique salvaje. Lara, enfermera durante la Gran Guerra, se encuentra en el frente con el doctor y poeta Yuri Zhivago, quien ya la conocía y admiraba, por su destino previsiblemente trágico, desde los tiempos de la Bella Época en Moscú. Tiempo después, los protagonistas realizan su amor debido a una aparatosa coincidencia que a Vladimir Nabokov (el gran denostador de El doctor Zhivago) le pareció probatoria de la vulgaridad del novelista: en un rincón de los Urales, Zhivago, refugiado de los rigores bolcheviques con su familia (esposa, hijo y suegro), se encuentra con Lara (a su vez madre de una chica) en la biblioteca del pueblo. Se vuelven amantes y comparten un piso hasta que el Ejército Rojo se lleva en leva, necesitado de personal médico, a Zhivago.

La acción se traslada a los horrores de la guerra civil, en la que Zhivago, un simpatizante escéptico de la Revolución rusa, acompaña honorablemente al Ejército Rojo en combate contra las tropas blancas de Kolchak hasta que puede regresar a la aldea en los Urales. Convenientemente, su familia fue obligada a marcharse al exilio en París, de tal forma que Zhivago y Lara pueden amarse, rodeados de nieve, lobos y privaciones, en el antiguo dominio señorial de Varíkino. En esos días, Zhivago escribe el ciclo de poemas que forman el último capítulo de la novela. Reaparece entonces el viejo seductor (y personaje magnífico), Kumarovski, oportunista al servicio de los bolcheviques, y se lleva consigo a Lara, con la apesadumbrada anuencia del doctor, pues Strélnikov ha caído en desgracia y ella, como su esposa, peligra. El propio comisario bolchevique se presenta en el refugio de Zhivago para explicarse con él y tras compartir el pan y la sal con su rival, se suicida en un boceto, se notará, en exceso dostoievskiano. El doctor regresa solo y moralmente arruinado a Moscú y muere de un infarto en los años veinte. La novela se nos presenta como el recuerdo colectivo que los amigos del médico poeta le brindan tras conocer su poesía póstuma. Esa original decisión de Pasternak, la de cerrar la novela con esos veinticinco poemas que le presta a su álter ego, fue de una enorme eficacia: el ciclo de Zhivago concluye de manera memorable la obra poética de Pasternak y blinda a El doctor Zhivago contra la corrosión del tiempo. Melodramática, la novela se preserva gracias a la poesía.

Tenía todo para gustar al gran público El doctor Zhivago, y gustó, resultando del todo lógico que un director como David Lean la filmara en 1965, ofreciendo una versión lírica bastante fiel al espíritu de Pasternak. No solo era un novelón tremendo sobre el amor, la guerra y la revolución sino una novela típicamente rusa abundante en digresiones filosofantes y alardes metafísicos. Escasamente dialógico, Pasternak se inventa un álter ego en Zhivago y a la vez le proporciona a este un mentor, el filósofo Nikolái Nikoláievich Vedeniapin, quien interpretará la Revolución rusa, a lo largo de la novela, a la luz de la extrema cristianización del mundo propia de la filosofía rusa de principios de siglo, tanto en su versión “laica”, la de Tolstói, como en la más propiamente ortodoxa, la de Soloviev. El rumor de que Pasternak se convirtió al cristianismo hacia 1942 no se ha documentado.

El doctor Zhivago fue recibida extáticamente en Occidente. El crítico Wilson, un viejo enamorado de la Revolución rusa que se negaba a ver del todo apagada a la hoguera, vio en el libro de Pasternak la brasa que mantendría vivo el calor del siglo. Wilson se abalanzó sobre la edición de Feltrinelli –realizada gracias al engaño piadoso de un comunista italiano que le prometió a Pasternak que solo se publicaría después de la versión rusa– y compulsó el original para decretar que se trataba de uno de los grandes acontecimientos en la historia moral de la humanidad. Lacónico por naturaleza, el inglés V. S. Pritchett no fue tan lejos pero comparó a Pasternak con Chéjov, confundiendo un poco al enternecedor doctor Zhivago con su complicado creador, el poeta con cara de caballo.1 Pero la mayoría de los críticos occidentales compararon a El doctor Zhivago con La guerra y la paz, lo cual constituía un emotivo cambio de estafeta: al propio Borís Leonídovich le había tocado llegar en 1910, junto con su padre, el pintor que le haría al muerto un retrato al natural, a las honras fúnebres de Tolstói en la estación de Astapovo. Pasternak, en su Ensayo de autobiografía, dijo haberse encontrado, entonces, no con un cadáver sino con el apagado volcán Elbrouz, al que Prometeo habría estado encadenado.2

Pese al Premio Nobel y a la solidaridad que produjo un Pasternak expulsado de la unión de escritores soviéticos, la intelligentsia rusa, precisamente aquella que era hostil, dentro y fuera de la urss, al comunismo, se manifestó contrariada por el libro. Más allá de la duplicidad atribuida a Pasternak, bailando en la cuerda floja sin caerse desde la época estaliniana, El doctor Zhivago disgustó a los pocos lectores rusos de una novela que no se publicaría dentro de la urss hasta 1989. El dictamen de la voz más autorizada, Anna Ajmátova, unida a Pasternak por una relación fraterna como pocas (con lo que eso implica de amor y de casi odio) fue durísimo. Le dijo Ajmátova a su amanuense Irina Chukovskaya que la novela abundaba en tantas páginas indignas de un escritor profesional que creía que muchas de ellas las había escrito la periodista Olga Ivinskaya, la amante oficial de Pasternak a la cual Ajmátova, partidaria de la esposa legítima, despreciaba. Otro amigo de Pasternak, Aleksandr Gladkov, la descalificó como un falso libro de memorias. Fuera de la urss, a Igor Stravinski le rogó Isaiah Berlin que la leyera y el músico, intentándolo, se quedó dormido durante el receso de un ensayo para despertar y decir que era, como toda literatura de segundo orden, dispéptica y pesadillesca. Wilson mismo acabó por recular y durante ese eterno regaño que fue su relación con Nabokov tomó distancia de su original entusiasmo al grado que excluyó su reseña en su antológica Ventana a Rusia (1972).

El doctor Zhivago no gustó a los trotskistas, ni a los judíos ni, desde luego, a los escritores soviéticos, obligados a condenarla. Isaac Deutscher, quien filtraba las ideas trotskizantes entre la izquierda anglosajona, condenó la novela por las mismas razones estilísticas que el resto pero acaso le escandalizó una de las virtudes políticas de la obra: la desmistificación del período leninista de la Revolución rusa cuando el generalísimo Trotski hacía la guerra civil en un terrorífico tren blindado igual al que usa el fanático marido de Lara. Ben-Gurión, en ese entonces primer ministro de Israel por segunda ocasión, puso El doctor Zhivago como ejemplo de cómo un judío podía darle la espalda a su pueblo. El judío Pasternak, en efecto, era antisionista como tantos socialistas de su generación y aunque fue, brevemente y durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los “judíos oficiales” utilizados por la propaganda antihitleriana de la urss, hizo decir a Zhivago, con escasa delicadeza, que lo mejor que podía pasarles a los judíos era diluirse en la patria rusa.

No pocos intelectuales rusos o sovietófilos, rojos y blancos, bolcheviques y mencheviques, trotskistas o estalinistas, helados o en proceso de deshielización, habrían aprobado en esencia, y por motivos contradictorios, las declaraciones que contra El doctor Zhivago reiteró, durante los años sesenta y setenta, Nabokov. Entrevistado, el autor de Lolita y ruso blanco (liberal y demócrata constitucionalista de alcurnia), decía:

 

Cualquier ruso inteligente vería en seguida que el libro es probolchevique e históricamente falso, aunque sólo fuera porque pasa por alto la revolución liberal de febrero de 1917, en tanto que hace que el santo doctor acepte con alegría delirante el golpe de Estado bolchevique. […] Política aparte, para mí el libro es una triste cosa, desmañanado, trivial y melodramático, con situaciones estereotipadas, abogados voluptuosos, muchachas inverosímiles y coincidencias trilladas. […] Aplaudí que se le otorgara el Premio Nobel por su poesía. Pero en El doctor Zhivago la prosa no alcanza el nivel de la poesía. Tal vez acá y allá, en un paisaje o en un símil, se pueden distinguir ecos apagados de su voz de poeta, pero esas fioriture ocasionales son insuficientes para redimir su novela de la vulgaridad provinciana típica de la literatura soviética de los últimos cincuenta años. Precisamente esa vinculación con la tradición soviética fue lo que hizo que el libro tuviera aceptación entre nuestros lectores progresistas. Me compadecí profundamente de Pasternak y su compromiso con el estado policial; pero ni las vulgaridades del estilo de Zhivago ni una filosofía que buscaba refugio en una rama endeble y grata del cristianismo pudieron transformar jamás esa compasión en el entusiasmo de un colega escritor. […] Cuando apareció la novela en Norteamérica, los idealistas de izquierda se complacieron en descubrir en ella la prueba de que después de todo podía escribirse un “gran libro” bajo el régimen soviético. Para ellos fue un triunfo del leninismo. Los consolaba el hecho de que, cualesquiera que fueran las circunstancias, el doctor se mantenía del lado de los angélicos bolcheviques y de que nada en el libro tenía siquiera un remoto dejo del desprecio indomable del verdadero exiliado por el régimen bestial engendrado por Lenin.3

 

Como lectura política de la novela, las declaraciones de Nabokov no son del todo justas. Le correspondía honrar a quienes no se equivocaron pero es Pasternak quien tiene mucho que decir a las generaciones sucesivamente deslumbradas por el bolchevismo. Más allá de que Pasternak se mantuvo, contra viento y marea, del lado soviético, El doctor Zhivago es la mayor descalificación que se escribiera en la urss contra el comunismo, más allá de que sus crímenes los atribuya a un ambiente apocalíptico secretado menos por los desalmados bolcheviques y la ideología europea que decían aplicar, que por una incontrolada explosión mística del espíritu ruso.4 Condenó el mayor crimen del estalinismo, no los procesos de Moscú ni la salvaje represión colectiva que le siguió, sino la colectivización de la tierra emprendida en 1927 y ante la que Trotski y tantos otros opositores de izquierda, por ejemplo, se mostraron complacidos. Pasternak, además, consideró al marxismo como la menos científica de las creencias que el pueblo ruso haya adoptado, sacrilegio que ningún escritor soviético había firmado. Y paradójicamente, que se haya contemplado la publicación de El doctor Zhivago hacia 1956-1957 habla de que hubo en la URSS, durante el Deshielo, fuerzas liberalizadoras que fracasaron, entre otras cosas, debido al efecto indeseado y contraproducente causado por la publicación del libro en el extranjero y por el regalo envenenado del Premio Nobel.

En defensa de El doctor Zhivago he de llamar a comparecer a Nicola Chiaromonte, quien desarrolló los elogios wilsonianos y los estampó en La paradoja de la historia (1970). Según el crítico y publicista italiano, El doctor Zhivago es una elegía panteísta y astrobiológica: a diferencia de Tolstói –un gigante homérico de su altura– creía Pasternak en que la guerra y la revolución son explosiones de una naturaleza cuyo funcionamiento solo los hombres, iluminados por una religión natural que se confunde con el cristianismo, están en condiciones de atisbar. Los ostensibles defectos del libro, sus excesos y simplificaciones, se deberían menos a la impericia de Pasternak que al predominio de una razón poética que domina a la prosa y la pone a su servicio, recordando, acaso involuntariamente, que la orgullosa novela, hija cosmopolita del siglo XIX que se entregó veleidosamente a la vanguardia y al modernismo, debe honrar a la poesía, su hermana mayor. Esta interpretación lírico-épica de El doctor Zhivago puede explicar, además, todo el éxito de la novela rusa, pues de melodramatismo y afán profético se ha criticado lo mismo a Dostoievski que a Tolstói, los maestros cuya lección solo Pasternak, en el siglo XX, habría entendido. Si Lara es Rusia, todo es posible.5

¿Quién fue, entonces, Pasternak? Tras emblematizar a la juventud dorada del Moscú del futurismo y repartirse aquel mundo (uno como Shelley, el otro en calidad de Byron) con Maiakovski, solo hasta finales de los años veinte este poeta, que en otra época habría sido un perfecto apolítico, mostró interés genuino por respaldar al régimen bolchevique. Pero educado por Scriabin (creo que solo escuchando a su maestro musical puede uno atisbar el misterio poético pasternakiano) y habiendo fracasado como poeta revolucionario con El año 1905 (1927), Pasternak retrocedió dando un paso adelante y tuvo la loca idea de seducir a Stalin, convirtiéndose en su mala conciencia. Como le había ocurrido frente al zar a Pushkin en un día remoto, quiso Pasternak insuflar en Stalin el soplo de la clemencia.

Nadie parecía menos apto para sobrevivir al terror que el futuro creador del Zhivago: indiscreto, impulsivo, temperamental, megalómano como todo aquel que se sabe elegido por las musas, Pasternak sobrevivió. Cuando la esposa de Stalin se suicidó en 1932, el poeta se atrevió a personalizar su condolencia al tirano, escribiéndole una posdata pública que se desmarcaba del insulso pésame colectivo firmado por los escritores soviéticos, publicado en Literaturnaya Gazeta. No parece que Stalin mostrara mucha tristeza por la deserción de su compañera pero es probable que la excentricidad sincera de Pasternak lo haya intrigado o hasta conmovido. (La literatura sobre tiranos es todo un género del XX y en ella solemos leer mucho sobre sus debilidades: la naturaleza, los perros, los poetas…)

En 1935, pese a la gravedad de la depresión en la que estaba hundido el poeta (o gracias a ella), Stalin lo hizo sacar de la cama para enviarlo al Congreso antifascista en defensa de la cultura de París, en el cual, apadrinado por su admirado Malraux, fue la estrella soviética. Más aún: en 1937 no solo se negó Pasternak a firmar un manifiesto que festejaba la ejecución del popular mariscal Tujachevski sino que tuvo el atrevimiento de escribirle otra carta a Stalin, justificando su negativa en su oposición tolstoiana a la pena de muerte.

Pasternak sobrevivió a la muerte, durante el terror, de sus amigos georgianos, los poetas Yashvili y Tabidze, cuya poesía había traducido al ruso para complacer a Stalin. Sobrevivió a la llamada telefónica más famosa y amenazante de la historia de la literatura, en la que Stalin le marcó desde el Kremlin para preguntarle si realmente pensaba que Mandelstam era un gran poeta y si no lo respetaba lo suficiente como para defenderlo ante los problemas (provocados por la policía de Stalin) que ponían en riesgo su vida (la de Mandelstam, se entiende).

Mandelstam desapareció y nadie sabe si Pasternak hizo algo o no hizo nada cuando el poeta mártir lo interceptó en una calle de Moscú para recitarle el poema satírico contra Stalin que le costó la vida. “Tú no has dicho eso y yo no lo he oído”, dicen que dijo Pasternak.6

En este juego del gato y el ratón, Pasternak parecía haber ganado, en las cuentas póstumas, más que Stalin: conservó sus privilegios como escritor soviético (que no eran poca cosa en aquellos tiempos de penuria) y utilizó su posición para ayudar, en lo que pudo, a sus amigas Tsvietáieva y Ajmátova. Salvo dos poemas olvidados y olvidables, no prostituyó su poesía en el antro del realismo socialista y solo volvió a publicar, por patriotismo, durante la guerra antihitleriana.

Pasternak creyó (y todo esto puede leerse en El doctor Zhivago) ilusamente, y la ilusión la compartieron millones, que la Gran Guerra Patria, como la llamaron los soviéticos, ablandaría el corazón de Stalin y el efecto purificador y sacrificial de la contienda traería tiempos un poco mejores. Nada de eso: a partir de 1945 los campos volvieron a llenarse con millones de excombatientes. Las deportaciones masivas alcanzaron una dimensión desconocida. La medida del sacrificio redoblaba el rigor del castigo. Pasternak pasó a la ofensiva durante la posguerra y a punto estuvo de ser detenido por espionaje, dado que sus padres se habían refugiado en Inglaterra. Soportó con entereza la brutal campaña antiformalista de Zhadanov en 1947 y lo desafió con un recital. Una vez más, Stalin no actuó directamente contra Pasternak. Pero se la cobró más tarde. Insistía el poeta en escribir una novela en verso sobre las ilusiones perdidas de la guerra y Constantin Fedin, el comisario en jefe de las letras, lo amenazó. Desobediente, Pasternak fue castigado con el arresto, en 1949, de su nueva amante (y el amor de su vida). Olga fue condenada cinco años al gulag. Sabiéndola arrestada, ocurrió una cosa insólita en la lóbrega historia de la Lubianka, la cárcel moscovita: Pasternak entró al edificio a interrogar a los espantados interrogadores sobre el destino de su amada y al menos averiguó que no estaba embarazada. Olga cumplió su condena y volvió al lado de Borís. En esos años, los de la década de los cincuenta, se está escribiendo El doctor Zhivago.7

A estas alturas, lo que yo piense de Pasternak y de su novela me resulta irrelevante. Me parecieron muy confusas las cien primeras páginas y lo atribuí a la vieja traducción española de Fernando Gutiérrez, que es la que estaba, sin que la hubiera abierto nunca, en la biblioteca familiar. Me sentí aliviado cuando leí que Ronald Hingley, uno de los biógrafos de Pasternak y privilegiado lector del mecanoscrito original, las consideró igualmente insoportables, una especie de parodia que habría justificado a Borges –digo yo– en su aborrecimiento de la multitudinaria novela rusa. “Parecen escritas por Fedin”, sentencia el sovietólogo de Oxford ante el arduo comienzo de El doctor Zhivago. Tenía Pasternak, agregaría el habitualmente piadoso John Bayley, su lado Reader’s Digest.8

Finalmente, afecto a la vez al melodrama y a la poesía, caí rendido ante Zhivago, ese nuevo hombre superfluo (para mí), tan enamorado, tan lleno de visiones, y agregué a Pasternak a mi santoral porque todo lo que tiene que ver con la Revolución rusa me horroriza y me fascina. No sé, finalmente, si tiene la razón Nabokov o si la tiene Chiaromonte pero sé que ambos la tienen, lo cual, desde luego, no es la opinión deseable en un crítico literario.

Murió Pasternak el 30 de mayo de 1960 en Peredélkino, la aldea soviética reservada a los escritores a las afueras de Moscú. Algunos de sus ilustres vecinos –nada menos que Fedin vivía al lado en ese endogámico vecindario– no asistieron al funeral, celebrado según el rito de la Iglesia Ortodoxa, en el que Sviatoslav Richter y Maria Yudina tocaron el piano. Días después, Ajmátova, cuyo hijo había sido enviado al gulag y quien nada pudo publicar durante los años de Stalin, recapitulaba sobre la suerte de ese misterioso hombre feliz que se salió con la suya en el peor de los mundos posibles:

 

He estado discutiendo durante días con un amigo sobre Pasternak. ¡Imagínate! Dice que Borís Leonídovich fue un mártir, un perseguido, etc. ¡Qué absurdo! Borís Leonídovich fue un hombre inusualmente feliz. En primer lugar, fue feliz desde su nacimiento porque amaba la naturaleza. ¡Cuánto gozo hallaba en ella! En segundo lugar, ¿cómo fue perseguido? ¿Cuándo? ¿Qué persecución? Todo le fue publicado, si no aquí, en el extranjero. Y si algo no se le publicaba aquí o allá, le daba sus poemas a dos o tres admiradores para que los distribuyeran mano a mano. ¿Dónde está la persecución? Siempre tuvo dinero. Sus hijos, gracias a Dios, están bien [Ajmátova, que le dicta a Chukovskaya, se persigna]. Si comparamos con el destino de otros, Mandelstam, Tsvietáeva… De la manera en que se le considere, el destino de Pasternak fue feliz.9

 

Hubo audacia y suerte en el destino de Pasternak, pero sobre todo la magia blanca de poeta que me remite a una página de El doctor Zhivago, aquella en que la soldadera Kubarija, hechicera en un campamento remoto de partisanos bolcheviques en Siberia, exorciza a la vaca enferma de Agafia, mujer de uno de los soldados. Entrando en confianza, Agafia le quiere pagar a Kubarija por un segundo hechizo que le permita librarse de otra desgracia, padecida por su marido. La hechicera le pregunta si Pamfil, el esposo, la engaña. No, dice Agafia, no es eso. Lo que quiere es un embrujo que le quite a Pamfil de la cabeza el temor a la tortura y a la muerte de ella y de sus hijos cuando caigan, que caerán, en manos de los blancos. La brujita Kubarija se ríe y le dice a Agafia: “¡Ah, eres pobre en desgracias, madrecita! Mira como te quiere Dios. En estos tiempos mujeres como tú no se encuentran ni a plena luz del día con un candil. Dos desgracias para una pobre cabecita, y una de ellas es un marido demasiado bueno.”10

Quizá al maravilloso Borís Pasternak le tocó, como a Agafia, ser pobre en desgracias en una época tenebrosa. ~

 


notas

 

1 Edmund Wilson, “Doctor Life and his Guardian Angel”, The New Yorker, 15 de noviembre de 1958. La reseña fue recogida posteriormente en The bit between my teeth. A literary chronicle of 1950-1965, Nueva York, fsg, 1965. V. S. Pritchett, The myth makers. European & Latin American writers. Literary essays, Vintage, 1981.

2 Borís Pasternak, Essai d’autobiographie, París, Gallimard, 1958, p. 67.

3 Vladimir Nabokov, Opiniones contundentes, traducción de María Raquel Bengolea, Madrid, Taurus, 1977, pp. 178-179.

4 La idea que Pasternak se hacía de la Revolución rusa como abismo fatal y embriagador pertenece a la misma familia que la descripción de la Revolución mexicana como una fiesta sacrificial que, en los mismos años, Octavio Paz registraba en El laberinto de la soledad (1950).

5 Nicola Chiaromonte, La paradoja de la historia. Stendhal, Tolstói, Pasternak y otros, traducción y prólogo de Antonio Saborit, México, inah, 1999.

6 Sobre la relación entre Pasternak y Mandelstam ver Vitali Chentaliski, De los archivos literarios del kgb, Barcelona, Anaya/Muchnik, 1993.

7 Ronald Hingley, Pasternak: a biography, Nueva York, Knopf, 1983, p. 173.

8 John Bayley, The power of delight. A lifetime in literature. Essays 1962-2002, Nueva York, Norton, 2005, p. 299.

9 Roberta Reeder, Anna Akhmatova: poet and prophet, Nueva York, St. Martin Press, 1994, p. 367.

10 B. Pasternak, El doctor Zhivago, op. cit., p. 495. La nueva traducción, basada en la edición rusa autorizada por el hijo de Pasternak, se lee mucho mejor que la anterior, aunque los poemas de Zhivago “se oyen” mejor en la vieja versión, quizá porque fueron traducidos imponiéndoles una música que no tienen.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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