Hay japoneses que vuelan de Kyoto a Girona con un solo objetivo: bajan del avión vestidos de veranillo y sin perder el paso ni el tiempo montan un taxi y con una sonrisa mansa, como si no acabaran de chuparse un millaje innoble, le dicen al chofer que los lleve al Bulli, ese restaurante mundialmente famoso del que se ha escrito todo, excepto una consecuencia que ya iré planteando en estas líneas. El Bulli, ya se sabe, está a más de ciento cincuenta kilómetros de Barcelona, justamente al final de una carretera estrecha y serpenteante que baja hasta la cala Montjoy, en la Costa Brava; esto lo anoto para ilustrar que ahí no se llega más que a mansalva y con la disposición de someterse a la cocina excéntrica del chef más famoso del mundo. La cosa empieza en la terraza, donde se sirven entrantes y aperitivos: mojito de pomelo y albahaca; lazo de remolacha con polvo de vinagre y yogur; pétalos de manzana y flor de apio; macarrones de pórex; caviar de melón y una empanadilla transparente, de eucalipto y grosella, cuyo desconcertante aspecto es el de una bolsa de plástico con una fruta dentro quiero decir desconcertante para mí, no sé si para los japoneses, que están habituados a la excentricidad, que saben que la música viene de los karaokes y que una habitación de hotel no debe exceder las dimensiones de un féretro. Pero la verdad es que había más que japoneses en aquella terraza con vistas estupendas y brisa mediterránea, había de todo, hasta un mexicano siniestro, de gazné y sin calcetines, que llegó por mar del brazo de una mulata que había embarcado en La Habana.
De aquella terraza pasamos al interior, a la cena en forma, inmediatamente después de un agua de piña de pino que era, cuando menos así lo percibí, como beberse un árbol. Con aquel árbol adentro entendí lo que ahí empezaba a pasar, y hallé incluso un interés retrospectivo por el macarrón de pórex que acababa de comerme de manera mecánica, sin reparar en el desafío que suponía ese bocado donde batallaban, en igualdad de fuerzas, el sabor y la estructura que le daba forma. El interior del Bulli es de una normalidad que dejó fríos a los japoneses que viajaban desde Kyoto y al mexicano que viajaba sin calcetines, una normalidad necesaria, supongo, para que no interfiera con lo que va a comerse. El resto de la concurrencia, no cabe mucha, eran españoles, franceses y una pareja de ingleses trabajando para alguna publicación de cocina. Uno comía y decía su opinión ante el magnetófono que sostenía, sin probar bocado, la otra. El primer platillo de esa cena en forma fue un aire de zanahoria con coco amargo, uno de los desafíos estructurales del chef Adrià: los aires, que a lo largo de la cena se fueron ampliando hacia la criogenización y, más que nada, hacia la esferificación, dos conceptos que ya explicaré más abajo para no interferir con la aparición del siguiente platillo, que fue el summum de lo aéreo: un globo untado de esencia de flor de azahar que había que oler, a lo largo y a lo ancho, antes de que el camarero cortara la punta con una tijerita y nos indicara que inhaláramos el aire que escapaba de adentro, que era también de azahar pero más intenso y que nos dejó listos para acceder al siguiente nivel, que era una sopa de aceite con cítricos, aceituna verde y flor de azahar, esa florecilla modesta que en menos de tres minutos olimos, inhalamos y masticamos, y que nos dejó el sistema digestivo como un prado con flores y pino bebido, el territorio ideal para implantar los gnocchi de calabaza con su aceite, cítricos y especias de Córdoba, un platillo construido con la técnica de la esferificación, a saber: una pasta casi líquida de calabaza contenida dentro de una película transparente, donde la calabaza sabe poco para poner de relieve la delicada arquitectura del platillo. O bien: un continente esferificado que al momento de ser perforado por un diente produce una catarata de calabaza fresca que corre por la boca y se despeña cuerpo abajo por las compuertas glóticas. Detrás de esa catarata baja también esa cubierta esferificante que al cabo de unas horas, como más tarde pude comprobar en mí y en los que iban conmigo, produce una revolución en el sistema digestivo. Después vinieron las ostras con cinta ibérica y emulsión de pistache, el huevo de espárragos al falso tartufo y el Niguiri de navaja con espray de jengibre. A estas alturas, además del mojito y del agua de piña de pino, ya se había bebido cava, vino blanco y un par de tintos del Priorat de diversas espesuras, una escalada alcohólica que va situando a los comensales en un nivel de temeridad imprescindible para atacar tanta excentricidad, y que en esa noche específica había logrado transfigurar en violentas carcajadas la risa mansa de los japoneses (quizá algo de jet lag también había) y en babero el gazné del hombre sin calcetines. Así que, con el Bulli perfectamente entonado, llegó la zona dura del menú de Adrià: mollejas de conejo, alcajenques trinxat y aire de regaliz (nótese que aquí va más aire y súmese al del globo); espárragos de trigo con pasta marroquí, gelée de yogur y mato; espardenyas al puré de limón (una obra maestra que a la primera mordida me provocó una alucinación: un ángel con barbas de Neptuno que se posaba, durante una fracción de segundo, sobre la mesa); y una ventresca de cabrito a los aromáticos (gran finale en pecado mortal por rendirse, sin ninguna reserva bíblica, ante el vellocino de oro). Después de la ventresca el restaurante daba vueltas. Pedí una reposición de agua de piña de pino para procurarme otro árbol y comprender, protegido en su sombra, que al Bulli no se va a cenar sino a mirar y a degustar la obra de un artista. Luego vinieron los postres: esférico de té (más esferificación) con granizado de limón; tortilla de leche; lágrimas de naranja y coulant-nitro-fruta-de-la-pasión, este último pasado por ese proceso que ya habíamos mencionado, el de la criogenización, que consiste en congelar un sabor en determinado instante para después regresarlo a la vida por medio de una humareda helada y blanca. Luego el café, la cuenta y un paseo largo a la intemperie para ir digiriendo la experiencia y, sobre todo, la materia novedosa que había caído, por primera vez, en nuestro tejido digestivo. Yo ya desde ahí comenzaba a sentir, con la brisa del mar refrescándome la cara, ciertos movimientos peristálticos, si no anómalos sí ligeramente subidos. No había ruidos gástricos ni rechinidos de tripas, más bien se trataba de un rumor permanente que fue consolidándose. Dos días más tarde, ya sin rastros de peristalsis pero todavía con un eco del rumor y luego de haber celebrado un par de deposiciones espumosas, entré en un periodo agudo de ventoseo que al principio me pareció normal pero que, al cabo de un rato, ya no tanto, pues empecé a notar que los vientos que iba produciendo eran inocuos mientras no pegaran contra un obstáculo, porque en cuanto lo hacían algo en ellos se activaba y adquirían, en un instante, todo su rigor. Una observación más detallada del fenómeno que efectué entre las estaciones Muntaner y Tres Torres del metro barcelonés, más los severos cuestionamientos que apliqué a los amigos que me habían acompañado aquella noche, me hicieron concluir que la estructura de aquellos alimentos se había troquelado en nuestras esporas digestivas y que ahora esa estructura se reproducía, de manera aleatoria y desde luego ad libitum, en nuestro ciclo digestivo. Así, a la espuma del segundo día siguieron los vientos esferificados del día siguiente, una ventosidad encapsulada en una membrana esferificante que pasaba insensiblemente de largo hasta que chocaba contra una pared, un vagón o, perdonen ustedes, una persona, así fue, y así es, porque ahora esferifico mientras escribo estas líneas y aguardo con recelo el momento en que una humareda helada y blanca me recorra el tracto y me avise que he llegado a la fase de la criogenización. –
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