La memoria indecorosa

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Una de las fortunas del retraso editorial es que permite a los reseñistas el privilegio contrario al close reading: uno despega la nariz de la página, da un par de pasos hacia atrás y ve cómo el libro va cayendo en un sistema, va formando parte de una familia. La familia a la cual pertenece Patrimonio, publicado en 1991, se abrió con The Facts (1988), siguió con Deception (1990) y se cerró con Operación Shylock (1993). El coagulante del sistema es Philip Roth, que narra con nombre propio estos cuatro libros. En Reading Myself and Others, miscelánea falsamente casual de entrevistas y ensayos, Roth escribe: “Juntos, estos textos me revelan una preocupación continua por la relación entre el mundo escrito y el mundo no escrito”. Pero la frase podría ir después del conjunto que propongo —dos novelas y dos autobiografías— y no perdería ni un gramo de pertinencia.
     Patrimonio, como sin duda lo saben ya todos, cuenta los últimos meses de vida de Herman Roth, padre de Philip, a partir del momento en que una parálisis facial conduce al descubrimiento de un tumor en la base de su cráneo. Pero todo libro de Roth se compone de dos libros, y así sucede aquí: el primero es el relato de la muerte del padre (a éste se aplican los adjetivos de rutina: es honesto, es conmovedor, es violento), y el otro es el relato, que en Roth nunca es del todo tácito, de la escritura del libro. En la última página, Roth sueña hamletianamente con el padre, que viene a hacerle reproches después de muerto. “Por la mañana me di cuenta de que se refería a este libro, que, como corresponde a la falta de decoro propia de mi profesión, estuve escribiendo durante toda su enfermedad y su agonía”. La tensión entre aquellos mundos (el escrito y el otro) nunca es llevadera, nunca es cómoda. Conduciendo por la New Jersey turnpike, Roth se salta la salida que lleva a casa de su padre y acaba llegando al cementerio donde su madre está enterrada. Pero su mente literal nunca se ha permitido símbolos ni metáforas, así que comenzamos a preguntarnos adónde nos llevará ese azar en un libro que, para más señas, no es una novela. Y poco después, ahí lo tenemos: el novelista comienza a sentirse satisfecho por lo que el azar le ha deparado, y no tarda en preguntarse si su satisfacción “no procedería del hecho de que aquella visita al cementerio resultaba correcta desde el punto de vista narrativo“. La respuesta es un sí enfático y más bien obvio —después de todo, en Deception leemos que la vida es “ficción ligeramente torcida”—, así que llegar a esta conclusión no es problema. Lo problemático del libro está en otra parte. Lo problemático, para empezar, es el subtítulo.
     En The Facts, el subtítulo es “Autobiografía de un novelista”. Debajo de Patrimonio, en cambio, Roth ha escrito “Una historia verdadera”, y eso basta para que estallen todas las alarmas y se enciendan todas las luces, y no por el hecho de que la declaración pueda ser mentira, sino porque mucho nos tememos, antes de abrir el libro, que será verdad. Que Roth será Roth, sin máscaras, sin coartadas, sin ficción: sin Portnoy, sin Kepesh y sobre todo sin Zuckerman. Y eso implica ciertos riesgos. “Soy tu permiso, tu indiscreción, la llave de las revelaciones”, le dice Zuckerman a su propio creador en The Facts, y enseguida lo ridiculiza por los defectos del Roth autobiográfico: “amable, discreto, cuidadoso”, preocupado por cambiar los nombres de personas reales “para no herir sus sentimientos”. El mensaje es claro: todo eso está muy bien en la vida, querido Philip, pero en la literatura no funciona. Al privarse de las máscaras que le permiten ser inescrupuloso, Roth se ha visto obligado a presentar una versión maquillada de la realidad. “Simplemente no puedo confiar en ti como escritor de memorias igual que confío en ti como novelista”, le dice Zuckerman, “porque, tal como lo he dicho, contar lo que mejor cuentas no te está permitido aquí: te lo prohíbe tu conciencia decorosa, cívica, filial.” Entre otras cosas, Patrimonio es el libro en que Roth responde a esas críticas. ¿Así que su propio personaje lo acusaba de edulcorar la experiencia? Bueno, pues ahora vería.
     Patrimonio es verdad a manos llenas. La prueba es que, siendo un libro sobre la muerte, nunca se separa de la contemplación de los cuerpos: aquí no hay vuelos religiosos, aquí la metafísica es persona non grata. Este libro es una meditación intensa sobre los cuerpos de un padre y de un hijo y la distancia que hay entre ellos. El cuerpo del viejo Herman no es sólo el receptáculo de un tumor; es también una forma de la memoria familiar. “Al coger la dentadura, con su saliva pegajosa y todo”, escribe Roth, “acababa de franquear, sin darme cuenta, la fosa de alejamiento físico que, de un modo no enteramente contrario a la naturaleza, se había abierto entre nosotros en cuanto yo dejé de ser muchacho”. Veinte páginas más tarde, el que acababa de franquear la fosa se ve de repente metido en ella, y resulta que la fosa está llena de mierda. “Me he cagado”, le dice su padre. El accidente fue una consecuencia más de los desórdenes que pueden seguirle a una operación. “Había mierda por todas partes, aplastada por los pies en la alfombrilla, ribeteando el borde y manchando la columna del lavabo”, dice Roth. Y antes de ponerse a limpiar, piensa: “Es como escribir un libro: no sabe uno por dónde empezar”.
     La escena sirve para callarle la boca a Zuckerman, por supuesto, pero además para que Roth pruebe la tesitura de su memoria, que no renuncia a nada, que no cierra los ojos y a la cual nada escapa. “Si el sueño es olvido, el olvido es también sueño, y el sueño es para la conciencia lo que la muerte es para la vida. Y así los judíos le piden a Dios que recuerde: Yiskor Elohim. Dios no olvida, pero tu plegaria le pide que se acuerde especialmente de tus muertos.”
     Esta cita no es de Roth, sino de Bellow (está en la última página de El contacto Bellarosa). Pero para el efecto es lo mismo. –

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