En México todo mundo sabe que “Quino mató a Mafalda”. La frase inevitablemente surge en cualquier conversación que incluya un intercambio de citas de los personajes de la legendaria tira cómica. En lo que no existe acuerdo es en los detalles de la muerte de Mafalda. Siempre me ha sorprendido el hecho de que hasta los lectores mexicanos más fieles de Quino suelen suscribir alguna de las hipótesis más comunes: que si la atropelló un camión de sopa o del ejército, que si un cuadro muestra a Mafalda doblando la esquina y en el siguiente solo sale un zapatito volando; incluso se menciona esta viñeta cuyo autor no es Quino:
El propio Quino, de visita en México en 2008, se quedó asombrado por la persistencia del mito. De nada le valió aclarar cómo el final de la serie fue precedido por amables despedidas de todos los personajes y cómo éstos reaparecieron algunas veces para apoyar campañas de la UNICEF. En algún momento, la clásica metáfora universalmente empleada para referirse al hecho común de un autor que decide descontinuar un personaje devino un juicio empírico. Quino mató a Mafalda y por ello debe existir un cadáver, aun si este está escondido bajo llave en un cajón el escritorio del autor, como afirman quienes han llevado el malentendido hasta el extremo de la teoría conspirativa.
¿Cómo ocurrió está trasmutación de la metáfora en afirmación de la realidad? ¿Será acaso que la repetición de la frase ad nauseam terminó por erosionar la analogía de la muerte como fin de ciclo para decantar el significado primordial de la muerte como súbita interrupción de la vida? ¿Estamos de vuelta en el viejo terreno del ontologismo nacional mexicano y su supuesta fascinación por la muerte? Difícil saberlo con certeza. El mito de la muerte de Mafalda me ha fascinado siempre en sí mismo y también porque me parece muy útil emplear su elemento central, la sublimación de la metáfora a través de su concretización forzada en la realidad, para tratar de entender ciertas expresiones del discurso político, particularmente el de la izquierda más cercana a Andrés Manuel López Obrador.
Considérese, por ejemplo, esta frase de AMLO adaptada de una famosa máxima de Benito Juárez: “El triunfo de la derecha es moralmente imposible. En la acepción juarista original, la frase debió ser simplemente una elegante arenga a las fuerzas republicanas señalando su superioridad moral con respecto a la cruzada imperial. De espaldas al río Bravo, acorralado en un palmo de terreno en el entonces Paso del Norte, el triunfo del Imperio no solo debió parecer posible, sino incluso muy probable, y seguramente Juárez no se hacía ilusiones de que la moralidad por sí sola rompería el cerco conservador. De igual forma, cuando AMLO pronunció la frase por primera vez, muy probablemente buscaba solo acaparar el capital ético para su causa.
Sin embargo, la frase fue poco a poco perdiendo su valor simbólico para adquirir peso fáctico. De ella, sustituyendo el significante vacío (Laclau dixit) “la derecha” por su encarnación específica en Enrique Peña Nieto o el PRI, se desprenden de manera natural dos juicios de diferente calidad: 1) el triunfo de EPN sería inmoral (juicio de valor), y 2) el triunfo de EPN es imposible (juicio empírico en tanto alude a una situación puramente aritmética). Por separado, ambos juicios son irrelevantes para fines de la calificación legal de la elección. Yo no tendría problema en suscribir el primero, siempre y cuando nos quede claro que un juicio estrictamente relativo a la moralidad de la elección es parte de un debate de subjetividades sin implicaciones legales. El segundo juicio, sobre la imposibilidad de un triunfo de alguno de los candidatos, es simplemente falso en una contienda electoral cuyo principio constitutivo es la incertidumbre a priori en el resultado.
Es la combinación de ambas posibilidades la que despliega todo su potencial discursivo. El truco consiste en preservar el juicio descriptivo sobre la realidad y reforzarlo ofreciendo como prueba empírica la sustancia del juicio de valor: “el triunfo de Peña Nieto es imposible porque el pueblo mexicano no se prestaría a la inmoralidad de apoyar su candidatura”. Varias versiones de esta afirmación circularon por las redes sociales antes de la elección, y el propio López Obrador la apuntaló con alusiones al “masoquismo” y predilección por la corrupción de los eventuales votantes de Peña Nieto. Huelga decir que esta narrativa basada en la alusión metafórica a la inmoralidad del voto por el PRI, devenida discurso descriptivo de la realidad, excluye la posibilidad de un triunfo legítimo de Peña Nieto. Por ello, cuando en la tarde del 1 de julio se dieron a conocer las primeras encuestas de salida señalando el triunfo del priísta en la elección presidencial, seguidas por los discursos de aceptación de Josefina Vázquez Mota, Felipe Calderón, Gabriel Quadri y el conteo rápido del IFE, las redes sociales estallaron en denuncias de fraude.
Así como el mito de la muerte de Malfada exige la existencia de un cartón que consigne el evento, la narrativa de la imposibilidad de lo inmoral necesita la comisión del fraude para evitar la refutación empírica del juicio predeterminado sobre la elección. Peña Nieto no ganó, fue impuesto. El fraude no es una posibilidad, es una necesidad para fines narrativos. De igual forma, las múltiples hipótesis sobre la muerte de Mafalda encuentran un paralelo en la miríada de opciones para la realización del fraude electoral. En menos de 24 horas se había resucitado la teoría del algoritmo manipulador (esta vez respaldo por algún matemático de la Universidad de Texas en El Paso), se subieron a la red varias imágenes (la repetición y reciclaje de las mismas impide saber con certeza cuántas fueron en realidad) mostrando las discrepancias entre las sábanas con los resultados de las casillas con su reporte en el PREP, y se denunciaron todo tipo de problemas en el conteo de votos.
Todas estas acciones de difusión de anomalías en la elección venían pre-empaquetadas en la narrativa del fraude necesario. Se presentaron no como incidencias que ameritaban una revisión cuidadosa en los conteos distritales sino como “pruebas irrefutables” del fraude. Es evidente que la mayor parte de los errores de captura del PREP fueron subsanados por los conteos distritales a partir del miércoles 4 de julio, en los cuales se ajustaron las cifras por unos cuantos miles hacia arriba y hacia abajo sin que se afectaran los porcentajes de preferencias; sin embargo, la oportuna irrupción del Sorianazo, el lunes 2 de julio, permitió mantener la narrativa del fraude necesario. En este caso, el evidente uso de fondos públicos para fines de promoción y compra del voto no dio pie a una serena investigación de esta práctica llevada a cabo por todos los partidos políticos y gobiernos estatales y locales de cualquier color, ni fue tampoco recibido con un ánimo de discernir qué tanto influyó en el resultado del proceso electoral en su conjunto, sino que aparece una vez más como “prueba evidente” de la ilegalidad del triunfo de Peña Nieto. En esta nueva etapa, el PRI no se robó la elección, la compró.
La narrativa del fraude necesario es un relato redondo, sin fisuras discursivas por donde se cuele la terca realidad empírica. Permite sostener la hipótesis de la “metáfora empírica”, por llamarle de un modo que resalte su contradicción interna, a pesar de las pruebas en contrario. Sin embargo, sus propagadores no están exentos de caer presas de la ambigüedad. Recordemos que tal metáfora plantea la imposibilidad de una inmoral elección del PRI. De ahí se desprenden dos posibilidades mutuamente excluyentes: 1) A pesar de la predicción en contrario, el PRI pudo haber ganado, en cuyo caso, la mayoría del electorado es inmoral, y 2) se cometió un fraude que impuso la inmoralidad, ergo, el electorado mantiene su honor intacto. Yo he visto a muchísimos ciudadanos de lo que podríamos llamar la República Amorosa Democrático-Popular de Facebook compartir en su muro imágenes que suscriben ambas posibilidades sin apreciar la contradicción. Véase por ejemplo estas dos imágenes subidas por la misma persona:
La paradoja es que la narrativa del fraude necesario ofuscó la capacidad de prepararse para combatir el fraude posible. La posibilidad de un triunfo legítimo priísta estaba cancelada de antemano, pero surgen indicios de que la propia posibilidad concreta, real, tangible, de que los priístas recurrieran a las prácticas corruptas e (aquí sí) inmorales por las que ganaron fama y fortuna electoral, fue soslayada por el equipo de López Obrador. Simplemente uno no se explica la displicencia de la coalición de AMLO para enfrentar a la maquinaria priísta en el terreno. Desde las cuentas alegres del candidato afirmando que cubrirían el 100% de las casillas el día de la elección para terminar ausentándose de 26 mil de las poco más de 143 mil casillas que se instalaron, hasta el hecho francamente patético para la causa lopezobradorista de que fueron los panistas los que documentaron y denunciaron el uso ilegal de fondos públicos para la compra de votos, todo apunta a que la frase referida al moralmente imposible triunfo priísta fue tomada al pie de la letra en la casa de campaña del AMLO, con énfasis en la imposibilidad.
La narrativa del fraude necesario es un lastre para la reconstrucción de la izquierda partidista en México. Tal visión del proceso electoral tiene la potencialidad de agotar la fuerza callejera y parlamentaria de la izquierda no en la urgente crítica de la premisa de la imposibilidad del retorno del PRI, sino en la búsqueda estéril de más evidencia para sostener la infalibilidad de sus postulados. La coalición de López Obrador tiene todo el derecho de impugnar la elección en su conjunto por lo que considera fueron irregularidades lo suficientemente sistemáticas y masivas como para cancelar los principios de certidumbre y autenticidad en la elección presidencial. Pero debe hacerlo desde una posición que vea al fraude -vía compra de votos e inequidad en la contienda- como una posibilidad que hay que sustentar con evidencia. Debe estar abierta a la eventualidad de que una buena parte de los ciudadanos, otros partidos y las propias autoridades electorales, no coincidan en la apreciación de esa posibilidad. Si AMLO, sus simpatizantes incondicionales y muchos otros actores que comparten su narrativa del proceso electoral se enfrentan a un fallo adverso del TEPJF, se encontrarán como los lectores de Quino cuando éste les dijo en persona que Mafalda nunca murió literalmente en la serie. Tendrán la disyuntiva de cancelar la búsqueda de la viñeta perdida y restituir la metáfora a su función original o montarse en su macho y decidir que la conspiración es mayor de lo que se pensaba. Por el bien de México y de la izquierda nacional, creo que es hora de separar las metáforas de los juicios empíricos.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.