¿Se puede escribir sobre la narrativa hispanoamericana de los tiempos recientes sin citar por obligación los esplendores del boom? Sí y no. Si de lo que se trata es de reflejar las propuestas literarias de los nuevos nombres de Hispanoamérica que vienen apareciendo dentro del panorama editorial español, el boom debería considerarse una referencia ya
bastante lejana. La cosa cambia si hemos de centrarnos en la recepción en España de las novelas y volúmenes de relatos de estos autores y autoras, libros que ocupan, desde hace unos pocos años, un espacio cada vez más extenso en los anaqueles de las librerías españolas. Dentro de este segundo aspecto, los resplandores de aquel estallido aún no se han apagado treinta años después. Y lo peor es que tales destellos, antes que para iluminar, han servido para dificultar la percepción del paisaje narrativo hispanoamericano actual por parte del lector español.
Un problema tan obvio como ineludible surge al plantearnos el tema de la recepción de cualquier producto cultural: ¿es posible fijar una imagen estable y homogénea del público receptor (¿consumidor?) de determinada manifestación cultural? Pienso que no, y mucho más si nos referimos a una actualidad cuyos trazos están ahora mismo dibujándose. Enfrentado a esta dificultad y partiendo de un hecho que considero irrefutable: la escasa difusión de narradores y narradoras hispanoamericanos en España en las décadas posteriores al boom de los sesenta, trataré de dibujar ciertos procesos de mediación cultural que ayudarían a explicar la peculiar coyuntura que ha ido conformándose en España respecto a la novela y el cuento de Hispanoamérica; fenómenos que han ido configurando un determinado horizonte de expectativas del lector español, en mi opinión muy estrecho, a la hora de recibir estas propuestas narrativas.
Más o menos a partir de la segunda mitad de la década de los años noventa, prácticamente todas las editoriales que operan en España han potenciado la publicación de novelas y libros de cuentos de autores hispanoamericanos. Ello dibuja un cambio demográfico importante en el espacio del libro español, ya que a partir de los años setenta, excepción hecha de los nombres que el boom consagró definitivamente y de algún que otro epígono, las librerías españolas se despoblaron de novedades procedentes del otro lado del océano. Tras los esplendorosos sesenta, diversos factores iban a enturbiar los designios esperanzadores del pasado reciente. A la cabeza de todos ellos, la aguda crisis económica que comenzaría a asolar el continente iba a tener consecuencias muy graves para su mercado editorial. La desaparición de numerosos sellos o su absorción por grandes grupos, en la mayor parte de los casos españoles, constituyeron acontecimientos de gran incidencia en el panorama narrativo de Hispanoamérica. Firmas como Planeta, Alfaguara y, en menor medida, Tusquets y Seix Barral implantaron sedes regionales en un buen número de países del área, lo que provocaría una situación nada beneficiosa para esta literatura.
El panorama resultante fue, por un lado, la progresiva balcanización del espacio editorial hispanoamericano, que iba a presentar la fisonomía de un conjunto de mercados locales casi completamente incomunicados (lo que nos lleva mirar con escepticismo esa optimista imagen de unión para la literatura en español bautizada no hace mucho por Carlos Fuentes como el Territorio de La Mancha), y, como consecuencia de este enclaustramiento de los escritores en sus espacios nacionales, un descenso muy acusado de la presencia de nuevos narradores y narradoras hispanoamericanos en el mercado peninsular. Esta coyuntura ha provocado, de cara al público español, una situación curiosa. Por un lado, de los sesenta para acá, la primera línea de la escena literaria española la han seguido ocupando casi con exclusividad los mismos Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, etcétera (de lo que, aclaro con vistas a posibles susceptibilidades cada vez más extendidas, no debe concluirse ningún tipo de cuestionamiento a una narrativa que, como la de estos autores, sigue atesorando una enorme calidad). A ello hay que añadir el que los pocos nuevos nombres que lograron una notable repercusión siguieran moviéndose casi sin excepciones en pautas cercanas al que iba a ser el emblema más exitoso del boom: el realismo mágico.1 Autoras como Isabel Allende y Laura Esquivel, a las que podrían añadirse Gioconda Belli, Mayra Montero e incluso la Mastretta de Mal de amores, o el caso más reciente de Luis Sepúlveda (autor de una novela de enorme éxito: Un viejo que leía novelas de amor, que utilizó de rampa de lanzamiento un ingenioso juego de palabras para explicar cómo puede uno alejarse de un lugar sin moverse de ese mismo sitio),2 han contribuido a ofrecer una imagen de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas en la que parece que nada nuevo ha pasado desde los remotos sesenta, que lo que ocurrió sucedió ya del todo en aquellos años, tras los cuales sólo habría existido el vacío.
Por tanto, ha habido dentro del mercado editorial español una inclinación muy generalizada a pensar que en ese periodo la mayor parte de la producción narrativa hispanoamericana sencillamente no ha existido. Esto es visible en ciertos fenómenos. Por ejemplo, cada vez que se ha intentado construir una operación de lanzamiento de nuevas propuestas para el público español, éstas se han proyectado (casi sin marcar distancia) a la década gloriosa del boom, con lo que se condiciona toda recepción posterior. Inmediatamente tras el boom, se habló del postboom y del boom junior, y años después se señalaría la llegada de un nuevo boom o, de forma más ingeniosa, de un boomerang; por último, ha sido frecuente, a la hora de caracterizar a las últimas promociones de narradores, hablar de la generación de los baby boom. Sin olvidar el gusto de los medios de comunicación por los juegos de palabras ingeniosos, lo cierto es que el boom se ha seguido presentando como la referencia omnipresente cada vez que se hablaba de la narrativa hispanoamericana (y lamentablemente, además, esa recurrencia terminológica fue indicio también de la fugacidad de esas apariciones).
Esta situación dificulta la imprescindible labor de tomar distancia respecto a unas concepciones estéticas de hace varias décadas y muy diferentes a las que rigen la producción narrativa de Hispanoamérica en la actualidad. ¿Tendría algún sentido valorar las propuestas de la nueva narrativa española exclusivamente en sus relaciones con los modelos de Luis Martín Santos o Juan Benet, por poner dos ejemplos españoles contemporáneos al boom? Evidentemente, no. Esta cuestión tan obvia como repetida refleja con nitidez algunos de los rasgos más significativos del problema que se aborda aquí. El horizonte de expectativas del lector español respecto a esta narrativa ha encontrado grandes dificultades para ensancharse, y ha seguido teniendo, hasta hace muy poco, las dimensiones del ojo de una aguja que, a diferencia de la bíblica, no permite el paso de camello alguno. Anteriormente se ha señalado la influencia de las políticas editoriales como uno de los factores desencadenantes de esta coyuntura; no obstante, sería injusto eludir la importancia de otros factores de mediación cultural a la hora de explicar las causas que han provocado este estado de cosas. Recordaré a continuación unos pocos; hay muchos más, pero los que cito en seguida me parecen algunos de los más relevantes.
Esta casi inexistencia de la narrativa hispanoamericana a ojos del lector español entre los setenta y los noventa se ha manifestado con una frecuencia mayor de la deseable con ocasión de diversos acontecimientos ocurridos en el entorno literario peninsular. Así por ejemplo, con ocasión del fallo del i Premio Internacional Alfaguara de Novela, el 25 de mayo de 1998, Tomás Eloy Martínez, novelista argentino y miembro del jurado de esta primera convocatoria, publicó en el diario español El País un artículo en el que equiparaba la aparición de ese premio con "El tercer descubrimiento de América" título del artículo en cuestión. En su artículo Tomás Eloy Martínez sentenciaba con una rotundidad algo excesiva la asfixia, durante veinte años, de una literatura hispanoamericana convaleciente de parálisis imaginativa y "condenada a repetir los mismos temas, los mismos recursos y las mismas voces, bajo las sombras abrumadoras de Borges, García Márquez y Cortázar". He aquí de nuevo la sombra amenazadora y paralizante de los grandes del pasado. Lo más curioso de las palabras de Tomás Eloy Martínez es su autoinmolación ya que es autor de algunas novelas apreciables aparecidas en esos años según él nefastos, su sacrificio en aras de la exaltación del presente narrativo hispanoamericano de finales de los noventa, nuevamente esperanzador gracias a la aparición de ese premio (en siguientes convocatorias las cosas han ido por otros derroteros). Más allá de las razones extraliterarias que explicarían el tono y los contenidos del artículo, lo cierto es que el perfil de la narrativa latinoamericana que se desprende de las palabras del novelista argentino subraya lo que vengo sosteniendo: tras los frondosos sesenta, sólo quedó un desierto árido y deshabitado, tierra arrasada por el estallido previo. Indudablemente, las cosas estuvieron muy lejos de ser así, pero al lector español ésa era la imagen que desde ángulos muy diversos se le iba transmitiendo. No me resisto a poner un ejemplo especialmente representativo, hay muchos otros e igualmente ilustres, de hasta qué punto tales actitudes han tenido un efecto explícito y claramente negativo para los narradores de Hispanoamérica. Me refiero al caso de Ricardo Piglia, autor de una trayectoria ejemplar que arranca tres décadas atrás y que sólo en el año 2000 ha aparecido por fin en España. La obra de Piglia es en mi opinión comparable a cualquiera de los nombres del boom y su novela Respiración artificial, publicada en 1980, no lo olvidemos, es ya uno de los clásicos de esta tradición, clásico que tuvo que esperar veinte años, después de haber sido traducida a un buen número de idiomas, para formar parte del ámbito editorial español.
Si bien es cierto que los premios literarios de los últimos años apuntan a un apoyo mayor de las editoriales a los nuevos nombres ahí están los Herralde a Bayly y Bolaño, el Dos Orillas a Alfredo Pita, el Premio Primavera a Ignacio Padilla, los Lengua de Trapo a Karla Suárez, Ronaldo Menéndez y Hugo Burel, y el Casa de América a Héctor Abad Faciolince y Tulio Stella, entre otros muchos, no quiero dejar de mencionar un hecho, en mi opinión, de nuevo muy indicativo del estado de cosas que se viene describiendo. Sin duda, la convocatoria de mayor éxito de los últimos años en relación con los premios literarios vinculados a Hispanoamérica fue la recuperación del Biblioteca Breve por Seix Barral. Constituyó todo un acierto, como así quedó demostrado con la repercusión alcanzada por la novela ganadora en la primera convocatoria de esta nueva etapa: En busca de Klingsor, de Jorge Volpi. No obstante, y sin pretender restar ni un ápice de mérito tanto a la editorial como a la novela de Volpi, en mi opinión sigue resultando muy representativo el hecho de encontrarnos ante esta estrategia editorial, de la que se desprende nuevamente la necesidad de remitirse a aquellos maravillosos años, pues no puede olvidarse la importancia que dicho galardón, sobre todo a partir de su concesión en 1962 a La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, tuvo para el lanzamiento definitivo de los nombres del boom.
El nombre de Jorge Volpi puede servir de puente para mostrar cómo algunas actitudes de los autores jóvenes han consagrado también este estado de cosas. Volpi es la cabeza más visible de un grupo de escritores mexicanos que, bajo la etiqueta de Generación del Crack, han alcanzado una cierta repercusión en los medios literarios españoles sobre todo a partir de la concesión de los premios Biblioteca Breve y Primavera a Volpi y Padilla, respectivamente, y del muy reciente lanzamiento por Muchnik Editores de varios volúmenes escritos por diversos miembros del grupo. Al hilo de este eco, la revista Lateral, en su número de octubre de 2000, dedicó un especial a la literatura mexicana en el que se recogía, entre otros textos, un artículo de Ignacio Padilla donde hacía recuento de la historia del grupo y exponía sus propuestas literarias. El trabajo de Padilla postula, como signo distintivo del grupo, "la recuperación de algún posible nexo con la gran literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta, la única que, a nuestro entender, ha merecido el lugar en el mundo que hoy tiene nuestro subcontinente en términos de narrativa". Al incluir dentro de esa literatura, junto a Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, a Jorge Luis Borges, el autor de Amphytrion apunta directamente al lector español, fuera de toda precisión cronológica, y le lanza un guiño desde ese convencimiento de que, como vengo señalando, los sesenta son su referencia exclusiva. En esa década es cuando se generaliza en España el conocimiento no sólo de los protagonistas del boom sino también de aquellos que, como Borges, Asturias, Sábato, Rulfo, Carpentier, Onetti y un larguísimo etcétera, habían escrito algunas de sus mejores obras muchos años antes de esas fechas. Padilla, asimismo, rechaza de un plumazo la narrativa posterior al boom, en declive y estancada según él, y señala nuevamente que las nuevas actitudes encarnadas por el Crack vendrían a llenar el desolador vacío previo.
Los postulados del Crack reflejan cómo los nuevos narradores y narradoras, más o menos conscientemente, al mirar al mercado español se ven obligados todavía, a comienzos del siglo XXI, a ubicar sus propuestas frente o junto a aquellas surgidas hace casi cuarenta años. Se da así el hecho paradójico de que, al asumir las actitudes parricidas inherentes a cada nueva aparición generacional, los nuevos nombres pueden permitirse perfectamente prescindir de matar al padre para convertirse directamente en asesinos de los abuelos. Algo de esto se desprende de la antología McOndo, compilada y prologada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, que desde el título ya muestra dónde está situada la diana de sus dardos. Lo mismo puede decirse de las opiniones transmitidas por muchos autores, que aparecieron en la antología Líneas aéreas, al que esto escribe; prácticamente todos insistían en la necesidad de ser leídos fuera de esos parámetros anquilosados que, a partir del boom, fueron sedimentándose sin cambio alguno.
Lo expuesto hasta aquí no ha pretendido reflejar una visión apocalíptica del problema, sino tratar de mostrar algunas de las causas que explican las resistencias a las que, sin duda, se enfrentan los nuevos narradores de Hispanoamérica a la hora de someterse al dictado del lector en España. No he olvidado en ningún momento otros problemas del mercado editorial español que afectan por igual a los autores de cualquier latitud y no sólo a los latinoamericanos; entre ellos, el principal es sin duda el poco espacio que ofrece este mercado para tantos nombres y para tantos títulos. Sin embargo, sí considero que el escritor de Hispanoamérica se enfrenta a resistencias específicas en su recepción en España. En mi opinión, el objetivo fundamental es hacer visibles, mediante nuevos planteamientos en los diversos sectores de mediación cultural, las particularidades y los valores de las nuevas hornadas, sin recurrir a comparaciones que desenfoquen la verdadera imagen plural y sugestiva de las propuestas que nos llegan desde la otra orilla. Es éste un buen momento para tomar en serio esta labor, pues existen indicios muy claros de que se está en vías de superar la parálisis del pasado reciente una parálisis, insisto, producto no tanto de una supuesta falta de creatividad como de un estrabismo notorio a la hora de valorar y apoyar, con visión más ajustada, las ficciones hispanoamericanas.3
Las actuales políticas editoriales de sellos como Tusquets, Seix Barral, Anagrama, Debate, Destino, Plaza y Janés, Espasa Calpe, Lengua de Trapo, Sudamericana y Alfaguara, entre otros muchos, con un apoyo más ágil a la aparición de un gran número de nuevos narradores y narradoras de Hispanoamérica dentro del mercado español, e iniciativas como las del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón y la del Congreso de Nuevos Narradores Hispánicos, que están ayudando a romper las barreras entre los narradores de los países hispanoamericanos y entre éstos y España, constituyen pruebas de la urgente necesidad de abordar con mayor complejidad y menos simplificaciones los interesantes procesos que se viven actualmente en este campo. Es hora de hablar desde el presente y para el futuro de las propuestas que ya están aquí: las de autores como Roberto Bolaño, cuya obra nos propone un escenario histórico latinoamericano renovado y revelador; como Daniel Sada, con su complejo y ambicioso acercamiento a la historia mexicana en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe; como Héctor Abad Faciolince y sus renovadores planteamientos metanarrativos acerca del papel de la ficción; como Rodrigo Fresán y sus propuestas singulares en la construcción de la trama narrativa en La velocidad de las cosas; como Ronaldo Menéndez y su escritura de múltiples registros, todos ellos de enorme altura; como Mario Bellatin, extraordinario constructor de atmósferas inquietantes e insólitas. Son sólo unos pocos ejemplos de una lista muy extensa, en la cual el lector español puede elegir ahora mismo entre muchos nombres cuyas propuestas narrativas atesoran una calidad que más allá de preferencias personales exige eludir actitudes de lectura ya definitivamente caducas. La meta ha de ser, en mi opinión, conseguir que la presencia de esta narrativa en el mercado editorial español no vuelva a depender tan sólo de estallidos fugaces que arrasan con todo lo que viene después; explosiones con cuya luminosidad se corre el riesgo de que al entendimiento del lector español le ocurra como al de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero Sueño, que "con la sobra de luz queda más ciego". –