¿Cómo interpreta la derrota del tripartito y la vuelta al poder de Convergència i Unió?
Francesc de Carreras
La derrota del tripartito era más que predecible debido a su pésima acción de gobierno, no solo durante la última legislatura sino también en la anterior, siendo presidente Maragall. El tripartito fue un error desde el principio porque estaba atado a algo que no podía conseguir: reformar el Estatuto catalán en un sentido claramente inconstitucional que, además, no solo pretendía cambiar la norma catalana sino el mismo Estado autonómico en su conjunto sin un cambio constitucional acordado por la mayoría de fuerzas políticas españolas. Quizás el gobierno tripartito ha acertado en algo respecto a lo que esperaban de él sus votantes (aunque ahora no se me ocurre nada, probablemente porque ninguno de sus hipotéticos aciertos fue relevante y muy visibles fueron sus errores), pero tras la sentencia del Tribunal Constitucional se ha visto claro que ha fracasado en su empeño principal: un nuevo Estatuto que, además, nunca había interesado mucho a la mayoría de la sociedad catalana. Realmente, es de locos pretender reformar un Estatuto tan a fondo mediante un pacto en el que eran decisivos los partidos nacionalistas, uno de ellos claramente independentista. En eso también tuvo mucha responsabilidad el gobierno de Zapatero en los años 2005 y 2006.
También era predecible la vuelta al poder de CiU, que se ha aprovechado del rechazo generalizado al tripartito. Buena parte del voto a CiU ha sido, más que un voto propio, un voto antitripartito. CiU se ha beneficiado, también, de un voto que se les había ido a ERC en 2003 por deseos de cambio y de un voto que se les había ido al PSC, ya a partir de 1999, por ese mismo deseo. Ambos han vuelto a CiU. Además, se ha beneficiado también de la abstención: los suyos han ido a votar y los antitripartito también. En eso todos los sondeos han fallado: ha habido mucha más participación de la que anunciaban. Para muchos la vuelta de CiU supone un retorno a la seriedad y la moderación. Algo de razón tienen, aunque habrá que comprobarlo.
Félix Ovejero
El tripartito era un proyecto sensato para cada uno de los partidos pero insensato para el conjunto. En la interpretación de algunos socialistas, no poco ingenuos a la luz de cómo han ido las cosas, el PSC habría podido ampliar su campo si aprovechaba el poder para hacer visible la Generalitat –y a ellos mismos a su cabeza– a un conjunto de catalanes que eran sus votantes naturales, los que sistemáticamente otorgan la victoria al psoe en las generales pero que, al abstenerse en las autonómicas, porque no se sienten parte del juego político, condenan al PSC a la condición de eterno aspirante. Sencillamente se trataba de corregir una política basada en el victimismo, la identidad (inventada) y cimentada en la lengua y el desprecio a las clases populares. Tenía un argumento fácil, realista y de izquierdas bien sencillo: eliminar las diversas formas de discriminación que penalizan a la mayoría de los catalanes, que tienen el castellano como lengua materna, que se sienten españoles, que son los de más bajo nivel social, que votan socialista pero no se reconocen en las instituciones catalanas. Por su parte, ERC hizo un cálculo muy cabal: fuera del poder, CiU desparecería como lágrimas en la lluvia, se le acabarían las terminales mediáticas y económicas, un régimen clientelar como el de la democracia cristiana italiana, de esos que solo sobreviven cuando tienen algo que repartir y pueden secuestrar a la sociedad civil. Solo era cuestión de esperar: bastaba con aguantar un par de legislaturas para que una parte del CiU fuera al PP, el de Piqué, que hacía cálculos parecidos, y la otra recalara en ERC, ahora con un discurso más moderado. Era lo que necesitaba para superar sus techos electorales y, a su debido momento, darle el pasaporte al PSC.
El problema es que esos dos proyectos no podían estar juntos. Eran incompatibles. Se acabó por imponer una ERC que monopolizó el discurso “cultural” identitario, hasta emborronar los intentos, escasos, del PSC de vender su política social y, por ese camino, llegar a los suyos, a los que no jugaban. Basta con ver entre qué votantes se produjo la mayor abstención en el referéndum del Estatut. Pronto se dio cuenta ciu de que el tripartido tenía contados los días. Le bastaba, en todo caso, con subir el pistón nacionalista, el que está detrás de la locura del Estatut: ERC no podría quitarle votos patrióticos y el psc estaba en una batalla imposible, enfrentado al PSOE y a la indiferencia de sus votantes.
Valentí Puig
La sociedad catalana bordeaba una fatiga estructural, un desánimo difuso, cuyas salidas tienen un componente psicológico: recuperar la confianza. El tripartito se excedió en una política de experimentación institucional innecesaria, desatendió el efecto de la recesión, entró en la senda de un nuevo Estatut que no era una prioridad de la ciudadanía, como se vio en el abstencionismo del referéndum. Además, el socialismo confundió a su propio electorado atribuyéndose un rol nacionalista que le era impropio: el votante socialista no podía entender la alianza con Esquerra Republicana ni que el PSC-PSOE pretendiera ser más nacionalista que CiU. Un hombre de gestión municipalista como Montilla gestionó poco y gastó mucho. Eso ha significado el regreso de CiU al poder, siendo también cierto que en las dos elecciones anteriores había superado al PSC en escaños.
El PSC ha tenido su peor resultado en democracia. ¿Cómo cree que reaccionará este partido, clave en la estructuración política de buena parte de Cataluña? ¿Cree que interpretará esta derrota como fruto de su excesivo acercamiento a posturas catalanistas?
Francesc de Carreras
El resultado del PSC refleja el divorcio entre su dirección y sus electores no nacionalistas, que son una amplia mayoría, evidente desde siempre en las autonómicas y que se redujo mucho la primera vez que encabezó el partido Maragall en 1999, al gozar este todavía de la aureola de alcalde que había transformado Barcelona y llevado a cabo unas emblemáticas Olimpiadas. La Barcelona olímpica enlazaba con la Barcelona cosmopolita, esa que Vargas Llosa lamenta que esté en trance de desaparición. Pero Maragall no respondió a su trayectoria anterior y en los diez últimos años el PSC ha tenido una deriva más nacionalista que nunca, tanto con la presidencia de Maragall como con la de Montilla. En esa década larga, desde 1999, ha ido perdiendo progresivamente votos en todas las elecciones autonómicas, pasando de 1.183.000 a 570.000 ahora, menos de la mitad, el peor resultado de su historia. Una mínima racionalidad le debería llevar a la conclusión de que su empeño en el Estatuto y su alianza con dos partidos nacionalistas como ERC e IC, le han conducido a esta debacle. Sin embargo, no es seguro que sea así. Todos los sectores con poder –tanto lo que queda del maragalliano como el montillista que actualmente controla el aparato– son responsables de la derrota y hasta ahora no han buscado sus causas ni sacado consecuencias de la misma; además, por el momento, no parece haber un recambio que ofrezca una línea política distinta. Habrá que esperar a los próximos meses, especialmente a las elecciones municipales de mayo, para comprobar si puede haber una respuesta que solo sucederá tras una fuerte catarsis interna. En todo caso, no puede haber una reorientación no nacionalista de la política catalana sin un cambio sustancial en la línea política del PSC.
Félix Ovejero
Dudo que el PSC rectifique en esa dirección. La muchachada que ahora abastece el partido se ha educado en la mitología nacionalista, ha comprado sin resistencia un discurso identitario y cuesta mucho cambiar de registro, sobre todo si nadie lo pone en circulación y sabiendo cómo la gasta el ecosistema mediático nacionalista con los renegados. Los cuadros del PSC, en el mejor de los casos, son técnicos; en el peor, políticos profesionales, a los que tanto da Juana como su hermana, sin un núcleo de ideas meditadas, sin la ideologización de otras generaciones; a lo sumo, prestan atención a las encuestas. Y como todos los partidos con peso están en el córner del nacionalismo, pues compiten allí, con un lenguaje prestado y, todo sea dicho, obscenamente reaccionario. El PSC, si acaso, reaccionaría a la pérdida de mercado, a las encuestas, en un terreno que podría ocupar, si hace bien las cosas, Ciudadanos. En otro tiempo pudo temer que ICV recogiera ese voto, por la izquierda, pero ICV es hoy un partido nacionalista, que apoya a MAS en su reclamación de un concierto económico. Según muestran los resultados, el voto de ICV es más pijo socialmente que el del PP. Así las cosas, no cabe descartar que el PSC acabe por convertirse en un partido testimonial. Lo que dejaría, dada la composición social de Cataluña, un hueco de mercado importante, el del PSOE en España.
Valentí Puig
Se diría inevitable que el PSC entre en una fase de reflexión estratégica de alcance, aunque tal vez yerre y se enfrasque en personalismos, en una lucha cortoplacista por el poder. El dilema no es insignificante porque de cómo evolucione el PSC depende incluso el panorama genérico español. Inicialmente, se mostrará aturdido por la debacle, pero ya tiene ahí unas elecciones municipales en las que perder el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona –por ejemplo–; sería catastrófico. Políticamente, el PSC-PSOE es un buen invento que hasta ahora sumaba electorados muy heterogéneos, de cinturón industrial y de franjas catalanistas.
La composición del nuevo Parlament es mayoritariamente nacionalista, en distintos grados. Sin embargo, también sube la suma de los dos partidos más abiertamente constitucionalistas, PP y Ciutadans. ¿Se puede interpretar eso como una tendencia a la fragmentación en dos bloques irreconciliables, los nacionalistas y los no nacionalistas?
Francesc de Carreras
No creo que el PP y c’s puedan formar un bloque por muchas razones; en todo caso, por ahora al menos, sería muy pequeño y, por tanto, ineficaz. En las dos legislaturas de tripartito, el bloque real lo han constituido las demás fuerzas políticas parlamentarias (PSC, CiU, ERC e IC) en todo lo que afecta a cuestiones identitarias. A este bloque lo he denominado en alguna ocasión el PUC, Partido Unificado de Cataluña, muy poderoso no solo desde un punto de vista parlamentario sino, sobre todo, social, económico y mediático. La clave para cambiar las cosas es que de este bloque se desgaje el PSC y que CiU pierda relieve en la política nacional por no ser decisiva en el soporte parlamentario al gobierno, sea del PSOE o del PP. Pero ello depende de la voluntad de estos dos partidos: si pactaran en cuestiones de Estado, en especial en las políticas para hacer frente a la crisis y en aspectos que afectan al Estado autonómico, como sucedió en las décadas de los ochenta y noventa, la estabilidad política en España estaría garantizada. La culpa de que ello no suceda no debe atribuirse a la ley electoral sino a la suicida política de confrontación sistemática entre psoe y pp por simples razones partidistas y electoralistas. Creo que un pacto de Estado entre estos dos grandes partidos es imprescindible para afrontar la actual crisis económica, política y social por la que atraviesa España.
Félix Ovejero
Para responder debidamente a esta pregunta, como a las anteriores, habría que hacer un análisis minucioso de los datos, por zonas y tendencias, con técnica estadística. Mi impresión es que no se puede negar, en promedio, un desplazamiento hacia el nacionalismo. Dicho eso hay que añadir inmediatamente que, para lo que han sido treinta años de infatigable propaganda, de caja de resonancia, que afecta cada ámbito de la vida y en cada instante, la educación, los medios de comunicación, los deportes, el desplazamiento es lento y con un techo, el que impone la realidad social de Cataluña que no se parece en nada a la de sus clases gestoras (y el que tenga alguna duda que lea el libro de Thomas Jeffrey Miley, Nacionalismo y política lingüística: el caso de Cataluña, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006). Los apellidos más frecuentes, con diferencia, son los García, Pérez y demás; no Pujol, Maragall. El cuento de la nación identitaria tiene un techo electoral. Creo que eso explica un inquietante cambio de acento en los discursos, al que se han prestado, por miedo o convicción, e ignorancia, las clases dominantes catalanas, que son de una cobardía que desborda con mucho la que es normal en la burguesía de cualquier parte del mundo: el problema ya no es la identidad sino la economía. Sencillamente, no saldría a cuenta ser español. En los últimos meses han proliferado los libros, a cuál más infumable técnicamente, las reuniones y el agitprop habitual. Esa retórica es pura chatarra académica, pero resulta fácil de comprar y, se confía, puede llegar a los “otros catalanes”, a los que la letanía de la identidad les resultaba ininteligible cuando no ofensiva: ellos también serían explotados por España. De paso, mientras buscan culpables fuera, no se preguntan por las desigualdades entre catalanes, las sociales reforzadas por las lingüísticas, que les vetan el acceso a nos pocas posiciones sociales. Una retórica propia de la Liga Norte italiana, pero que la izquierda política catalana ha hecho propia y que confirma, por si había alguna duda, que el nacionalismo envenena el alma de cualquiera.
Valentí Puig
Personalmente considero más significativas las posibilidades tangenciales que las sumas. Ahora mismo, el mundo independentista, por ejemplo, no sumaría con CiU. La fragmentación del parlamento autonómico es real. Por otra parte, la composición de este parlamento no mengua una realidad: el elemento de ficción en toda la política catalana, demasiado tiempo dedicada a cuestiones de identidad, a ensimismamientos institucionales que contrastan flagrantemente con las ansiedades de la sociedad. Daría un respiro centrarse en una política autonomista, buscar soluciones al sistema de financiación y olvidarse del soberanismo. No sé si la vieja idea de un catalanismo regenerador puede todavía ser de utilidad pública. ~