A Wolfgang Amadeus Mozart, que conservó durante su breve vida adulta el infantil espíritu de travesura y lo lució no pocas veces en su correspondencia y en su música, le hubieran encantado algunos de los percances ocurridos en las representaciones de sus magnas óperas.Hugh Vickers comenta dos casos en sus sabrosos libros Great Operatic Disasters y Even Greater Operatic disasters
.Cuando en una noche de 1958 y en el teatro de la ópera de Viena el barítono Cesare Siepi concluía su actuación protagónica en Il disoluto punito, ossia il Don Giovanni, la más sombría de las óperas de Mozart (aunque éste y su libretista Daponte sostenían haber hecho un dramma giocoso, ¡un “drama juguetón”!), funcionó mal el aparato ascensor y descensor de la trappe en que el infame personaje debía caer al fuego infernal, quedó la mitad superior del cantante sobre el nivel del tablado y, al fallar el segundo o tercer intento de bajarlo, sonó desde la sala de butacas la voz de un espectador:
-¡Afortunado canalla! ¡No lo reciben en el Infierno!
Pero a veces el desperfecto de la tramoya abre el tablado operático a lo puramente fantástico. Ocurrió en el mismo 1958 que en la representación de Don Giovanni en el City Center de Nueva Yorklos distraídos tramoyistas alzaron el decorado de la penúltima escena, la del festín que don Giovanni ofrece a la estatua del Comendatore, cuando los telones del fondo estaban abiertos sobre el casualmente también abierto portón trasero del edificio, que daba directamente a la calle 55 East, y durante algunos minutos el público pudo contemplar un dieciochesco salón comedor español que se continuaba, al fondo, en una escena neoyorquina con automóviles, semáforos y policías de tránsito. El azar lograba así que el operone (según lo elogió Salieri) concluyera entre el siglo XVIII y el siglo XX.
En otra gran ópera mozartiana, Las bodas de Fígaro, los cantantes hubieron de encarar situaciones tan difíciles como las del libreto. Durante una representación de la que Vickers no da el lugar ni la fecha ni los nombres de los cantantes, el intérprete del conde Almaviva encontró la cámara nupcial de Fígaro y Susana amueblada con una especial generosidad: estaba atestada con muebles cubiertos de grandes y lujosas fundas. El actor cantante había ensayado su papel una sola vez, o quizá ninguna, y descubrió de pronto que no sabía en qué lugar debía sorprender al escondido doncel Querubino, y empezó a buscarlo corriendo de un lugar a otro del escenario, arrancando frenéticamente las fundas de los muebles y acuchillando las almohadas que se abrían soltando flotantes plumas de ave de todos los colores. Y, a pesar de los discretos gestos con que Susana y Basilio le indicaban la buena dirección, el hombre perdió a tal punto la cabeza que el único modo de que la acción prosiguiese fue que el mismo Querubino, contrariando al libreto, saltara de su escondite en una imprvisada grande envolée de ballet cuya gracia el público celebró con aplausos y “bravos”.
La última ópera de Mozart, La flauta mágica, además de elevar el tartamudeo al nivel del Bel Canto (“¡Pa-pa-pa-pa-geno, Pa-pa-pa-pa-gena!”), de obedecer a la disparatada intriga y prodigar personajes y episodios fantásticos (precursores del actual género fílmico de la heroic-fiction), ha facilitado más de una vez la visita de lo caprichoso y/o lo inesperado. El mismoWolfgang, que era un bromista incorregible, cuenta en una carta a su esposa el primero de los gags que a lo largo de dos siglos colectaría su singspiel. La broma es de 1791, el año terminal de Mozart, e incluye a Shickenader, actor, empresario teatral y autor del libreto de La flauta mágica:
“Entré en el teatro cuando Schickenader cantaba el aria de Papageno fingiendo tocar el Glockenspiel, y quise, por broma, dar unos acordes en mi propio instrumento. Toqué un arpegio, y él, sorprendido, me buscó con la mirada, me vio al lado del escenario y se quedó silencioso. Toqué un nuevo arpegio y él dio un manotazo a su teclado diciendo: ‘¡Tú, cállate!’. Esto hizo reir a los espectadores, quienes gracias a mi broma supieron que no era Schickenader el que tocaba los acordes.”
Anécdota menor pero indicativa del travieso hombre-niño que, en la proximidad de la muerte a los 35 años, seguía siendo Wolfgang Amadeus (o Gottlieb) Mozart, quizá el mayor genio de la música.
(Continuará…)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.