Las primarias estadounidenses han estado guiadas por la ira y, en menor o mayor medida, todos los precandidatos han aceptado ser sus mensajeros. En enero de este año, por ejemplo, Trump reconoció su enojo en una respuesta a Nikki Haley, la gobernadora de Carolina del Sur que invitó a los republicanos a evitar la seducción de las voces más iracundas. “Podría decir que no estoy enojado,” dijo el precandidato, “pero la verdad es que sí lo estoy. Nuestro país está siendo administrado terriblemente y aceptaré con mucho gusto el manto de la ira… No estaré enojado cuando arreglé el país. Pero mientras tanto, estoy muy, muy enojado.” Carson, cuando todavía contendía contra Trump, reconoció que “ha visto a muchos estadounidenses que están frustrado y enojados mientras ven el sueño americano irse entre sus dedos.” Los candidatos demócratas también usan el enojo para crear empatía con sus votantes. Sanders dijo, por ejemplo, “que estaba enojado igual que millones de estadounidenses” y Clinton, con moderación ensayada, “entiende porque la gente está tan enojada.”
Una encuesta de CNN de diciembre del 2015 encontró que el 69% de los estadounidenses estaba muy enojado o más o menos enojado por “cómo van las cosas”. Este año, una encuesta en línea de NBC News/Survey Monkey/Esquire señalaba que el enojo es uno de los sentimientos más prevalentes entre el electorado estadounidense, sobre todo entre los blancos republicanos. Los precandidatos no han hecho más que capitalizar electoralmente ese enojo, lo concentran y lo expresan. Sanders ha convertido la frustración y el enojo de millones de votantes en odio contra el 1% más rico, Clinton lo aprovecha exacerbando identidades raciales con el fin de cautivarlas a todas, y Trump, el más iracundo de lo candidatos, canaliza buena parte de ese enojo contra México y los mexicanos.
Estamos siendo odiados como hace mucho tiempo nadie nos odiaba y cada quien resiente ese sentimiento de manera distinta. Desde la distancia, en México, el odio se percibe como una afrenta a la nación y exacerba nuestro arraigado nacionalismo anti-yanqui. De ahí que las respuestas dispersas, improvisadas y poco claras en contra de las declaraciones de Trump se dediquen a defender a México como una nación trabajadora de la que Estados Unidos se ha beneficiado históricamente.
Desde la relativa cercanía, algunos de los 28 millones de méxico-americanos y residentes legales en Estados Unidos que tienen la seguridad de no ser deportados si gana Trump pueden ejercer sus derechos civiles, protestar en contra de la retórica furibunda, decir que ellos no llevan drogas a Estados Unidos, no son criminales ni violadores. La bandera mexicana ha ondeado en protestas contra Trump en Chicago, Los Ángeles, Albuquerque y muchas otras ciudades en Estados Unidos. Univisión, Televisa y Ora TV, todas compañías con accionistas mexicanos, rompieron vínculos con Trump desde mediados del 2015. Todo esto evidencia la articulación que han podido lograr las voces mexicanas en Estados Unidos como parte de la comunidad política latina. Estas respuestas también demuestran la heterogeneidad legal de la comunidad mexicana, pues los ciudadanos y residentes mexicanos pueden diferenciarse fácilmente de los indocumentados, a quienes Trump se refiere realmente cuando habla de los mexicanos. Los residentes legales y los méxico-americanos podrían entrar por la “puerta grande y hermosa” que Trump planea construir para ellos.
Desde la inmediatez, una minoría silenciosa preocupada y vulnerable, compuesta por cerca de 6 millones de mexicanos indocumentados, resiente de manera personal el odio y la xenofobia en su contra. Ve su futuro depender de la voluntad de masas electorales frenéticas. Esta minoría rara vez sale a tomar las calles o se expresa públicamente sobre asuntos políticos, posiblemente los detalles formales del proceso electoral se le escapen, aunque presienta que algo importante se le va en ello. Permanece callada, esperando a ver qué pasa, rogando que las cosas no le pasen por encima. Es una minoría trasnacional, conformada por mexicanos indocumentados en Estados Unidos y sus familiares en México.
Miguel, por ejemplo, ha vivido en Nueva York durante diez años y tiene cuatro hijos nacidos en Estados Unidos. Vive en un departamento en Corona, un barrio predominantemente latino en Queens, con su madre, su esposa y tres amigos de su pueblo que trabajan en el mismo auto lavado que él. Conocí a Miguel hace más de un año mientras hacía una investigación sobre migrantes indocumentados de Puebla en Nueva York y no lo veía desde que comenzaron las primarias presidenciales. Cuando platiqué con él hace algunas semanas sacó de inmediato a colación el tema de Trump, la xenofobia y el racismo de sus seguidores. Sabía que su futuro inmediato y el de su familia dependen del resultado de un proceso sobre el que no tiene ninguna influencia.
Miguel buscaba respuestas a las dudas que dejaban los medios latinos como Telemundo y Univisión. “Dice Trump que si gana nos va a regresar a todos, pero ¿qué va a hacer con nuestros hijos que sí son de aquí? A ellos no los puede regresar. No les puede quitar lo que les da sus país.” Es una buena pregunta para un debate: ¿Qué haría Trump con las familias divididas por las fronteras que marcan los estatus legales? Las dudas de Miguel reflejan los matices de una realidad complicada que escapa al discurso xenófobo. La gran mayoría de los mexicanos indocumentados no son ilegal aliens, por años han estado echando raíces en diversas localidades de Estados Unidos, tienen familiares y amigos que son estadounidenses, no viven en enclaves, transforman barrios como Corona en Queens o Sunset Park en Brooklyn donde los mexicanos nacidos en México son más de la quinta parte de la población, se habla más español que inglés, la composición racial es mayoritariamente hispana (cerca del 90% según datos del censo) y el paisaje urbano manifiesta la enorme presencia latinoamericana.
“¿Por qué nos odian?,” pregunta Miguel. “Si nos corren, este país se va a la quiebra. Quién va a querer hacer los trabajos que nosotros hacemos.” Miguel articula una respuesta al odio muy efectiva. Reconoce que el odio no es solo de Trump, si no de una buena parte del electorado estadounidense y por eso resulta preocupante. Son ellos quienes también nos odian. Miguel reclama un lugar dentro de Estados Unidos, exige pertenencia a la comunidad política por su colaboración efectiva y duradera a la comunidad económica. Es la misma estrategia que ha prometido seguir Carlos Sada, el nuevo embajador de México en Estados Unidos contra Trump: “cada golpe se responderá con datos duros de las aportaciones económicas de los connacionales que viven en Estados Unidos.”
Cuando nos despedimos, Miguel me dice que tal vez nos veremos pronto en México. “No porque quiera, pero si gana Trump me regreso con todos.” Teme, como muchos otros mexicanos, que la vida en Estados Unidos se siga volviendo menos llevadera para los indocumentados como él, que las restricciones sigan aumentando o que, de plano, empiecen las deportaciones masivas que Trump promete en su plataforma electoral. Sin mucho que hacer, Miguel espera los resultados electorales que definirán su futuro y el de su familia. En su pueblo de origen en Puebla, que tiene más de una cuarta parte de su población en Estados Unidos, se esperan los resultados electorales con la misma ansiedad.
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En el solar de su casa a miles de kilómetros de la frontera, Josefa me cuenta que su esposo quiere regresar a Estados Unidos con uno de sus hijos adolescentes. Lleva algunos años ahorrando para sus boletos de avión de México a Nogales, para “el brinco de la línea” y para el vuelo de Phoenix a Nueva York. Le va pagando por plazos a su coyote de confianza que ya lo cruzó con éxito dos veces, y, en cuanto llegue el momento, venderá los tres cebúes que tienen en el patio para pagar la totalidad del viaje. Mientras tanto se dedica a engordarlos para mercarlos en las plazas de ganado regionales.
Cada triunfo electoral de “El Malo”, como Josefa llama a Trump, obliga a su esposo a postergar su viaje a Estados Unidos. “Para qué se va si lo van a regresar,” dice Josefa. “El señor que lo ayuda a cruzar puede agarrar el dinero, pero él no es así. Como lo conoce bien le dice que se espere, que ahorita no quiere hacer viajes porque no sabe qué va a pasar.” Como muchas otras personas de esta comunidad trasnacional entre Puebla y Nueva York, Josefa, su marido y su coyote permanecen a la expectativa de los resultados de un proceso electoral marcado por el odio.
Josefa se aflige también por sus familiares al otro lado de la frontera, le preocupa que vayan a regresar a sus sobrinos “sin darles tiempo para agarrar sus cosas y despedirse de sus hijos.” A pesar de que rara vez le cuentan de sus experiencias cotidianas de racismo y explotación en el trabajo como garroteros, sabe que la vida de los indocumentados que se emplean como mano de obra barata y desechable en Estados Unidos es difícil. “Es trabajosa la vida allá. Dicen que hay mucho racismo. ¿Por qué será que no nos quieren si con todo nuestro trabajo ellos se vuelven más ricos?” A pesar de los miles de kilómetros que la alejan de Nueva York, Josefa experimenta el discurso de odio como una afrenta personal.
Aprovechado correctamente, el odio que concentra y manifiesta Trump contra los mexicanos podría afianzar el reconocimiento político de la diáspora mexicana en Estados Unidos como un actor relevante en ambos lados de la frontera. El gobierno mexicano podría aprovechar el momento para promover la organización de un lobby mexicano que a partir de su arraigo en dos naciones promueva una integración más fuerte que dificulte el discurso de odio. Ningún candidato se atrevería a hablar mal de las personas de países con lobbies poderosos: de los israelíes, los armenios, los cubanos o los coreanos. Al igual que estos países, México tiene un empresariado poderoso en Estados Unidos y masas de votantes que pueden definir elecciones estatales y locales. Sin estar organizados, ese potencial se desaprovecha.
Miguel y Josefa sienten que el odio es directo y personal. Cuando preguntan ¿por qué nos odian? y ¿por qué será que no nos quieren? no se refieren a nosotros cómo mexicanos, sino a ellos, su familia y sus amigos. Experimentan el odio como una amenaza inmediata, como un recordatorio de la incertidumbre en la que los pone su estatus legal y de que no son bienvenidos en Estados Unidos, como la advertencia de que su futuro en ese país puede ser revocado sin importar cuánto tiempo lleven ahí, cuál ha sido su contribución económica, ni qué se les ha ido en todo ello. Sus preguntas tienen un sin fin de respuestas: los odian como un chivo expiatorio, para transformar en ira la vulnerabilidad que experimentan muchos estadounidenses, los odian porque la economía ha sido incapaz de proveer un progreso palpable a las clases medias y trabajadoras durante los últimos quince años, porque la composición racial cambia aceleradamente y los blancos ven como el monopolio racial de la nación se les va de las manos, porque Estados Unidos pierde poder en el arreglo internacional, porque el espectro político entre demócratas y republicanas está polarizándose . Sin embargo, la mejor respuesta frente a un odio tan visceral, intransigente y sectario que se experimenta de forma personal me parece la de Miguel: “dicen que la primera mujer de Trump lo dejó por un paisano. Por eso no nos quiere.”
Estudió Política y Administración Pública en El Colegio de México.