En los primeros años de colegio teníamos un libro de texto que llevaba por título Observa y aprende. Yo no entendía el significado de aquellas palabras, pero me gustaba su ritmo al pronunciarlas y sólo por aquel sonido me entraban ganas de abrirlo. La estética en el lenguaje es algo que desde siempre me ha obsesionado. En aquel libro se pretendía conectar al niño con la realidad que le circunda mediante el ejercicio de la observación. Lo aprendí bien, sólo que a mi manera. Desde entonces y para mi desgracia he hecho pocas cosas distintas de observar y aprender.
El mundo resulta incomprensible, necesita ser explicado. La conciencia de existir se adquiere a través del lenguaje. El pensamiento abstracto no está hecho más que de palabras. El mundo se resume en la palabra. Aprendemos a hablar, aprendemos a pensar, aprendemos a leer y a escribir y la realidad se nos expande entonces por un universo de significados infinitos de los que tendemos a quedarnos con los más asequibles a nuestra inteligencia.
La palabra resume al mundo y lo representa por dentro. La imagen tan sólo refleja su superficie, he ahí su limitación. Observar y aprender puede que suene a empírico, a algo alejado de la sensibilidad literaria. Es evidente que existen métodos múltiples para interpretar la realidad. La literatura es tan sólo uno de ellos. Algunas veces me han preguntado que por qué escribo y no he sabido qué responder. No creo en los motivos únicos ni en las verdades absolutas. Observo lo que hago y pretendo comprenderlo. Aprendo también de mis errores. Si la palabra representa el mundo, la literatura ordena la palabra hasta dotarla de emoción. Sostener que el cielo es azul no alcanza el mismo significado que decir que el cielo está azul. Ambas frases matizan un contenido informativo que representa la realidad. La información queda así expresada con suficiencia, pero si lo que se quiere es enfatizar el color azul del cielo deberemos recurrir a la poética y decir : “El mar azul del cielo.”
Escribir presupone una intención de desgranar el mundo y de expresarlo luego reconstruido más allá de los límites de su evidencia. Cuando el plano de la expresión se pone a la misma altura que el del contenido, el texto gana en eficacia estética y se abre entonces una puerta comunicativa que excede al mero tráfico de información. Estoy hablando de la intuición, de la emoción, del sentimiento. El lenguaje poético no sólo nombra la realidad sino que sugiere estados de ánimo, sensaciones y abstracciones. ¿Cómo expresar con palabras el pulso emocional que inclinaba a Wittgenstein al suicidio cada vez que escuchaba el movimiento lento del tercer cuarteto de Brahms?
Hay que observar con minucia la realidad para aprender a expresarla con intención poética. La mera narración no resulta suficiente para comunicar los planos más profundos del existir. El lenguaje es ilimitado pero los recursos que ofrece son finitos. La música, el ritmo y la cadencia ayudan por ejemplo al fin buscado. Una frase dotada de musicalidad penetra en nuestras conciencias de una manera insólita y el sonido del significante abre paso entonces al contenido del significado como en un preámbulo de intenciones estéticas aún por venir. El lenguaje está para exprimirlo, para sacarle el jugo a lo que nos viene en gana decir y no para pasar de puntillas sobre él. ¿Por qué contentarnos entonces con decir “El mar azul del cielo” si lo que pretendemos transmitir es ante todo una emoción? Démosle una nueva vuelta de tuerca al símbolo y digamos: “Lo mar del cielo.” La función estética de la expresión trasciende ya el mero significado de lo dicho, la interrelación sin embargo es aún palpable. Puede haber muchas más maneras de expresarlo, pero su acierto dependerá de la habilidad literaria de los que lo intenten.
La retórica por la retórica desmesura sin embargo la narración y la vacía de contenido. No soy partidario del arte por el arte, pero tampoco del narrar por el narrar. Toda novela debe empezar por la historia que la sustenta, pero no debería acabarse en ella. El lenguaje del que nos servimos para articular lo que contamos no puede ser desde luego un fin en sí mismo, pero tampoco un medio al que no tengamos más remedio que recurrir. Toda novela debería estar dotada del patrimonio literario suficiente para preservarse a través del tiempo por encima de modas y mercados. Cada autor debe determinar el alcance de su riqueza y de cuáles han de ser sus ingredientes.
La realidad del mundo es compleja, pero también comunicable. Insisto en la idea de que cuando se nombra la realidad con palabras no sólo se la interpreta sino que a menudo se la crea. No basta con sólo observar y aprender. Al escritor han de suponérsele tales facultades. Es necesario además expresar lo aprendido, comunicarlo con la intención poética precisa. Esa es la diferencia que nos une a algunos en el esfuerzo sobrehumano de la literatura.
Truman Capote sostenía que escribir, al principio, le resultaba muy divertido, pero que dejó de serlo en cuanto averiguó la diferencia entre escribir bien y escribir mal. Ahí no concluyó su espanto. Más alarmante fue para él comprender la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero. Era sutil, pero brutal, y entonces cayó el látigo.
Recuerdo todavía aquel libro de páginas ásperas y mensajes incomprensibles que sólo la voluntad docente del profesor era capaz de ir explicando. Observar y aprender. Aún me gusta pronunciar su título. Ahora además escribo. –
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