Ilustración: André da Loba

Lo Ășltimo que nos hace falta

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28 de julio

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado señor Moser:

La tarde del 25 de junio, durante mi Ășltima excursiĂłn a Rhyolite, conducĂ­a por el camino de Cane Springs cuando, a unos quince kilĂłmetros de Beatty, me encontrĂ© con los restos de lo que parecĂ­a ser un accidente de coche. Me bajĂ© de la camioneta y echĂ© un vistazo. El valle estaba completamente seco. Un viento caliente del oeste se llevaba el polvo que levantaba al caminar y formaba con Ă©l remolinos que parecĂ­an de ceniza. Cerca de la cuneta encontrĂ© cristales rotos, unas profundas marcas en la tierra que salĂ­an del camino y todo un surtido de provisiones reciĂ©n compradas desperdigadas entre los arbustos de creosota. Latas de Coca-Cola (algunas llenas, otras abiertas y vacĂ­as, otras aĂșn cerradas pero perforadas, a medias, goteando). Latas de cerveza Bud Light en el mismo estado. Fritos. Carne. EtcĂ©tera. Me parecieron de particular interĂ©s dos frascos de pastillas casi llenos que se habĂ­an adquirido en la farmacia de Tonopah apenas tres dĂ­as antes, y una bolsa Ziploc que contenĂ­a unas cartas firmadas por una tal M. TambiĂ©n me llamĂł la atenciĂłn un manojo de fotos de un coche viejo oxidado a medio pintar, que supongo iba a ser o serĂĄ restaurado. Era un Chevy Chevelle, de 1966, si no me equivoco. ConocĂ­ a un hombre que conducĂ­a un Chevelle. Ambos frascos tenĂ­an a los lados etiquetas de un amarillo brillante en las que se recomendaba no ingerir alcohol durante el tratamiento. SĂșmale la Bud Light, y ya tenemos las marcas en la tierra, supongo. CopiĂ© su direcciĂłn de esos frascos. ¿QuĂ© ocurriĂł? ¿DĂłnde estĂĄ su coche? ¿Por quĂ© no recogieron los medicamentos, la comida y los demĂĄs productos? ¿QuiĂ©n es usted, Duane Moser? ¿QuĂ© buscaba en un pueblo perdido como Rhyolite?

Espero que esta carta lo encuentre y lo encuentre a usted en perfecto estado de salud. EscrĂ­bame, por favor.

Atentamente,

Thomas Grey

Apartado de correos 129, Verdi,

Nevada 89439

P.D. DejĂ© casi todos los restos en el desierto, a excepciĂłn de los medicamentos, las fotos y las cartas de M. TambiĂ©n recogĂ­ las bolsas de plĂĄstico del supermercado, que tuve que desenredar de los matorrales y luego tirĂ© en un contenedor de reciclaje de camino a Reno. No me pareciĂł bien dejarlas tiradas allĂ­.

16 de agosto

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado señor Moser:

Esta mañana, mientras daba de comer a los caballos, las nubes empezaron a descender por las laderas de Sierra Nevada y me acordĂ© una vez mĂĄs de Rhyolite. Cuando entrĂ© en casa, fui a la habitaciĂłn de mi padre a buscar su viejo ejemplar de la guĂ­a de referencias mĂ©dicas. Por ese libro he sabido que antes de viajar a Rhyolite usted debĂ­a de sentirse fuera de control, solo o desesperado. Tal vez usted padecĂ­a una grave depresiĂłn, quizĂĄ incluso pensĂł en hacerse daño. A tenor de la fecha en que se recetaron los medicamentos y del nĂșmero de pastillas que quedaban en los frascos –las he contado sentado en el tractor, en medio de los campos, con el motor encendido, hasta dejar que se calara, comiĂ©ndome un sĂĄndwich que mi mujer me habĂ­a preparado para el almuerzo–, aĂșn no habĂ­a tomado la medicaciĂłn el tiempo suficiente para remediar sus posibles sentimientos de desesperaciĂłn. “DesesperaciĂłn”, “depresiĂłn”, “desamparo”, “desesperado”, “solo”. Son las palabras de la cuadragĂ©sima primera ediciĂłn de la guĂ­a mĂ©dica, que le devolvĂ­ a mi padre enseguida, tan pronto como me lo pidiĂł. Mi padre puede ser un hombre difĂ­cil. Se pasa el dĂ­a encerrado en su habitaciĂłn, leyendo viejas novelas policiacas pobladas de mujeres casadas y negros, o viendo, con el volumen demasiado alto, la televisiĂłn que le compramos. Hay dĂ­as que se niega a comer. Duane Moser, mi padre nunca pensĂł que fuera a vivir tantos años.

Creo que esta noche tendremos una tormenta eléctrica. Se nota en el aire. Por favor, escríbame.

Atentamente,

Thomas Grey

Apartado de correos 129, Verdi

Nevada 89439

1 de septiembre

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado señor Moser:

Anoche dormĂ­ muy mal, tuve unos sueños que casi no lo parecĂ­an. Si se los hubiera contado a mi mujer, a lo mejor me habrĂ­a dado un pequeño cristal de cuarzo o una amatista y habrĂ­a insistido en que llevara la piedra encima todo el dĂ­a para purificar la mente y el espĂ­ritu. Ella es de California. He aquĂ­ una historia que le gusta contar. En una de nuestras primeras citas salimos a pasear del brazo por el centro de Reno, donde ella trabajaba de dependienta en un supermercado y yo estudiaba en la facultad de agronomĂ­a. Ese dĂ­a intentĂł arrastrarme por una escalerita que descendĂ­a al local subterrĂĄneo de una quiromante y mĂ©dium. Yo me neguĂ©. Una maldita hora se pasĂł intentando llevarme a rastras, preguntĂĄndome que a quĂ© le tenĂ­a miedo, que cuĂĄl era el problema. No soy una persona religiosa, pero, como le dije a mi mujer ese dĂ­a, hay cosas en las que prefiero no meterme. Ahora le gusta decirme que fue un acierto que no quisiera entrar, porque, si esa mĂ©dium le hubiera dicho que se iba a pasar catorce años conmigo, habrĂ­a dado media vuelta y se habrĂ­a largado a las montañas. ¡Ja! Y yo le digo: Cariño, no tan rĂĄpido como yo, ¡ja, ja! Ese es nuestro viejo chiste. Como todos nuestros recuerdos, nos gusta sacarlo del baĂșl de vez en cuando y ponerlo sobre la mesa de la cocina, tal como mi mujer hace con sus patrones de costura, para cotejar la silueta de nuestras vidas con lo que habĂ­amos pensado que serĂ­an hoy.

Le diré lo que no le cuento a ella, que hay algo vergonzoso en lo que hacemos, en usar viejas anécdotas para mantener a flote nuestros espíritus mientras se van a pique.

Lo imagino como un hombre solitario, Duane Moser, sin nadie que le pregunte por sus sueños en la mañana, sin nadie que le deslice piedras curativas en los bolsillos. Un soltero. Fueron los Fritos lo que, al final, me hizo recordar la gasolinera de Beatty donde trabajĂ© cuando iba en secundaria y donde conocĂ­ a un hombre que tenĂ­a un Chevelle como el suyo, del 66. Pero se me ocurre que esta suposiciĂłn quizĂĄ sea una estupidez; seguramente hay esposas en este mundo que no van prohibiendo las grasas trans y el azĂșcar refinado, que es lo que hace la mĂ­a. No he probado un Frito en once años. De todas formas, le escribo para preguntarle por su familia, en caso de que responda.

Nuestra hijas nacieron cuando mi mujer y yo ya Ă©ramos grandes. La mayor, Danielle, acaba de empezar la escuela. Su hermana pequeña, Layla, estĂĄ pasĂĄndola mal. Tiene tantas ganas de ir con ella que grita y llora cuando el autobĂșs de la escuela se marcha. A veces se tira al suelo y se le incrustan trocitos de piedra en la carne de sus puños cerrados. Luego se pasa todo el dĂ­a enfurruñada y triste. Mi mujer estĂĄ preocupada, pero a mĂ­, la verdad sea dicha, me alegra. Cuanto antes entienda Layla que no somos mĂĄs que la suma de todo lo que hemos superado en la vida, tanto mejor. Pero mi padre se ha aficionado a dar un paseo todas las tardes con Layla hasta el final de nuestro camino de grava para esperar a Danielle en la parada de autobĂșs. A Layla le gusta ir lo mĂĄs rĂĄpido posible, como si con eso adelantara la llegada del autobĂșs. Se pasarĂ­a el dĂ­a entero al final del camino si la dejĂĄramos. Llega a ser tan insistente que a veces mi padre tiene que quedarse ahĂ­ con ella, de pie, con ese calor, durante una hora o mĂĄs, aunque su corazĂłn ya no estĂĄ para estos trotes. En muchos sentidos es mejor con mis hijas que yo. Es mucho mejor con ellas de lo que lo fue conmigo. No soy religioso, pero doy gracias a Dios de que sea asĂ­.

Empiezo a pensar que es usted un producto de mis sueños. Por favor, escríbame pronto.

Atentamente,

Thomas Grey

Apartado de correos 129, Verdi

Nevada 89439

16 de octubre

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado señor Moser:

He leĂ­do las cartas de M, esas que tenĂ­a usted guardadas en una bolsa Ziploc. Le ruego me disculpe, pero es muy posible que usted, despuĂ©s de todo, estĂ© muerto, asĂ­ que no me pude resistir. Las leĂ­ en mi cobertizo, donde el aire huele tan mal y estĂĄ tan viciado que es casi insoportable, y luego volvĂ­ a leerlas en la camioneta, en el estacionamiento de la oficina de correos de Verdi. Me quedĂ© asombrado, tanto como cuando las encontrĂ© cerca de Rhyolite, en el camino de Cane Springs, al ver lo nuevas que parecĂ­an. Aunque casi todas datan de hace casi veinte años, el papel estĂĄ impoluto y los pliegues como nuevos. Duane Moser, lo que no entiendo es lo siguiente: ¿por quĂ© una bolsa Ziploc? ¿Le preocupaba que pudieran mojarse en su viaje por el desierto en pleno verano? Luego me acordĂ© otra vez de las latas de Coca-Cola y de Bud Light. ¿O he de interpretar la bolsa hermĂ©tica como un indicio de su fĂ©rreo y protector amor por M? ¿Es un sĂ­ntoma, como la propia M aventura, de que usted se fue encerrando en sĂ­ mismo poco a poco, hasta que no quedĂł nada para ella? AdemĂĄs, debo preguntarle si ese encerrarse en sĂ­ mismo fue una decisiĂłn que usted tomĂł a conciencia. Ella dice que era demasiado exigente con usted. Es una muestra de generosidad por su parte, ¿no le parece? TambiĂ©n dice que usted nunca quiso convertirse “en un perfecto extraño” para ella. No sabrĂ­a decirle. Yo quiero a mi mujer. Pero nunca le he contado que conocĂ­ a un hombre en Beatty que tenĂ­a un Chevelle del 66. SĂ© de lo que somos capaces hombres como usted y yo.

Duane Moser, no dejo de pensar en esto: ¿cĂłmo pudo haber dejado las cartas de M junto al camino de Cane Springs, cerca del pueblo fantasma de Rhyolite, que ya casi nadie visita? (De hecho, nunca me he cruzado con nadie por ese camino. Cuando quiero estar solo salgo a conducir por allĂ­. QuizĂĄs usted hace lo mismo. O lo hacĂ­a, en todo caso.) ¿No pensĂł que alguien como usted podrĂ­a encontrarlas? ¿CĂłmo pudo dejarla de nuevo?

Por fin me decidĂ­ a llamar al nĂșmero que aparece en los frascos, pero lo Ășnico que oĂ­ fueron los tres tonos cada vez mĂĄs altos de un telĂ©fono desconectado. Aun asĂ­, tenĂ­a la esperanza de oĂ­r su voz. Por favor, escrĂ­bame pronto.

Atentamente,

Thomas Grey

Apartado de correos 129, Verdi

Nevada 89439

P.D. PensĂĄndolo mejor, quizĂĄs a veces sea mejor abandonar este tipo de cosas al lado de un camino. A veces una persona quiere algo de ti que no vale la pena. A veces el amor es una herida que se abre y se cierra, se abre y se cierra, durante toda una vida.

2 de noviembre

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado señor Moser:

Mi mujer encontró sus fotos, las del Chevelle. Las fotos de ese coche que usted quizå compró en un deshuesadero o a un amigo, o que quizå su familia ha conservado durante años, pudriéndose en un garaje porque después de lo que pasó nadie quería verlo. Guardé las fotos detrås de la visera de mi camioneta, sujetas con una liga. No sé por qué las he conservado. No sé por qué he conservado las cartas que le envió M, o sus medicinas. No sé lo que haría si encuentro lo que estoy buscando.

Cuando estaba en la secundaria, trabajaba en el turno de madrugada en una gasolinera en Beatty. Sigue estando allĂ­, en el cruce de la interestatal 95 y la estatal 374, cerca de los baños termales. QuizĂĄs haya estado usted allĂ­. Ahora es de Shell, pero en esa Ă©poca se llamaba Hadley’s Fuel. Trabajaba en la gasolinera entre cuarenta y cincuenta horas a la semana. Bill Hadley era amigo de mi padre. Estaba loco, el muy hijo de perra, como dirĂ­a mi padre, y tenĂ­a guardada una escopeta debajo del mostrador y siempre me acusaba de robarle dinero de la caja o de dormirme en el trabajo, cuando no hacĂ­a ni lo uno ni lo otro. Me gustaba el turno de madrugada, me gustaba trasnochar, lejos de papĂĄ, escuchar los temblores de los refrigeradores, el zumbido de las luces fluorescentes afuera.

A finales de la primavera de ese año, una plaga de langostas atravesó Beatty de camino a los campos de alfalfa que se extienden hacia el sur. Había muchísimas, estaban rabiosas, el estruendo que armaban se te metía en la cabeza como una tormenta. Lo verde que encontraban, lo comían. En dos días dejaron todos los ålamos y los sauces del pueblo sin una hoja, luego atacaron los enebros y los pinos, luego se comieron las espiguillas y los tamariscos amargos. Un enjambre les arrancó la lana a las ovejas de Abel Prince. El asunto se puso tan feo que tuvieron que suspender el tråfico de trenes a las minas porque los rieles resbalaban demasiado por culpa de las vísceras de los bichos.

A las langostas les atraían las luces fluorescentes de la gasolinera. Durante semanas se oyó cómo palpitaban en el estacionamiento. Esa noche las habría notado crujir bajo mis pies al salir a las bombas de gasolina, muertas y agonizantes bajo mis zapatos, solo que esa noche no llegué a salir. Estaba haciendo la tarea en el mostrador, cålculo diferencial, por el amor de Dios. Levanté la vista y el tipo ya estaba entrando por la puerta y venía hacia mí. Eché un vistazo afuera y vi el Chevelle del 66, reluciente bajo las luces, con esa lluvia de langostas cayendo a su alrededor.

TratĂ© de impedĂ­rselo pero el tipo se metiĂł a la fuerza detrĂĄs del mostrador. TenĂ­a un arma, la sujetaba como si formara parte de su mano. Me dijo: ¿Ves esto?

Llevaba un pañuelo sobre la cara. Pero Beatty es un pueblo pequeño y en esa Ă©poca lo era aĂșn mĂĄs. SabĂ­a de quiĂ©n se trataba. SabĂ­a que su madre era camarera en el hotel Stagecoach y que su hermana habĂ­a terminado la escuela un año antes que yo. El dinero, decĂ­a. Se llamaba Frankie. El puto dinero, dijo Frankie.

Antes de aquella noche casi no habĂ­a tocado un arma en mi vida. No sĂ© cĂłmo lo hice. Lo Ășnico que sentĂ­ fue que me faltaba el aire mientras agarraba la escopeta que habĂ­a debajo del mostrador y probaba fortuna. Le di en la cabeza.

Luego llamé a la policía. Había hecho bien, me dijeron los policías y Billy Hadley, que iba en pijama, y hasta mi padre me lo dijo. Me lo repitieron muchas veces. Estaba sentado frente a la tienda y oía lo que decían dentro, el rechinar de sus botas sobre los azulejos del suelo. El ayudante del sheriff, Dale Sullivan, que también era asistente del entrenador del equipo de basquetbol, vino y se sentó a mi lado. Yo tenía las manos sobre la cabeza para espantar a las langostas. Chico, estaba cantado que esto iba a pasar, me dijo Dale. Ese muchacho era un buscabullas. Un zångano.

Me dijo que podía irme a casa. Nunca pregunté qué le pasó al Chevelle.

Esa misma noche tomé mi coche y enfilé por la carretera de Cane Springs hasta llegar a Rhyolite. Paseé por ese viejo pueblo fantasma con las ventanillas abajo, oyendo el crepitar de la grava bajo mis neumåticos. Estaba amaneciendo. Allí, con la luz lechosa del amanecer sobre mí, sentí un odio por Beatty como nunca antes en la vida. El hotel Stagecoach, las fuentes termales, todos esos årboles que parecían desnudos frente al cielo. No quería volver a saber nada mås de ese pueblo.

Estaba a punto de irme a estudiar a la universidad y todo el mundo lo sabĂ­a. No pertenecĂ­a a Beatty. La familia de ese muchacho –su madre, su hermana y su padrastro– se mudĂł poco despuĂ©s de lo ocurrido. No los volvĂ­ a ver por el pueblo, ni en la gasolinera de Hadley. Durante esas Ășltimas semanas del curso nadie hablĂł del asunto, por lo menos no conmigo. Pronto fue como si nunca hubiera ocurrido. Pero –y creo que me di cuenta de ello esa misma noche, paseando por Rhyolite, ese pueblo muerto y saqueado– Beatty nunca serĂ­a un hogar al que querrĂ­a volver.

Cuando mi mujer me preguntĂł por las fotografĂ­as, me dijo que nunca se habĂ­a imaginado que supiera tanto de coches. Le dije: Pues claro que sĂ­. Bueno, solo un poco. ¿Ves las tomas de aire? ¿Las del cofre? ¿Y la parrilla negra del radiador? Es la manera de reconocer el modelo del 66. Le comentĂ© que estaba pensando comprar un coche de segunda mano, repararlo, quizĂĄs ese mismo. Justo entonces empezĂł a partirse de risa. Claro que sĂ­, acertĂł a decir entre carcajadas, reparar un coche. SiguiĂł riĂ©ndose. Entonces tirĂł el fajo de fotos al asiento de la camioneta y me dijo: No me vengas con esa mierda, Tommy.

No la culpo. Ese tipo de hombre, el que sabe reconocer un Chevelle del 66 cuando lo ve, no es el tipo de hombre con el que se casĂł. AsĂ­ son las cosas. Me comprende, ¿verdad?

Le sonreĂ­. No, señora, le dije. ¿CĂłmo voy a venirte con una mierda si tĂș eres mi cagada favorita?

Se rio –en esto es generosa– y me dijo: Un coche. Eso es lo Ășltimo que nos hace falta aquĂ­.

De niño mi padre me llevaba a cazar con Ă©l. Sobre todo codornices y una vez un alce. Pero no se me daba bien y dejĂł de intentarlo. Yo no tenĂ­a madera, decĂ­a mi padre, triste y resignado como si lo que me pasaba fuera un defecto de nacimiento. AĂșn hoy, los ciervos bajan de las montañas y escarban en nuestro jardĂ­n, y nos vacĂ­an las tomateras, y se comen los cogollos de nuestras coles reciĂ©n plantadas. Mi padre me dice: Mata a uno y cuĂ©lgalo. Los otros aprenderĂĄn. Yo le digo que no puedo. Me paso los domingos arreglando los agujeros de la valla o poniendo una mĂĄs alta. La Iglesia del CorazĂłn Misericordioso, la llama mi mujer. La hace feliz, esta vida nuestra, el tipo de hombre que soy. Layla me ayuda a reparar la valla. Se queda detrĂĄs de mĂ­ y me pasa las pinzas o el alambre cuando se lo permito.

Pero la verdad sea dicha, Duane Moser: a veces veo los ojos de ese muchacho sobre el pañuelo, veo las langostas saltando en las luces, las oigo vibrar. Siento el golpe de la culata en el esternón. Volvería a hacerlo.

Atentamente,

Thomas Grey

Apartado de correos 129, Verdi

Nevada 89439

20 de diciembre

Duane Moser

Pincay Drive, 1077

Henderson, Nevada 89015

Estimado Duane Moser:

Es la Ășltima vez que le escribo. He regresado a Rhyolite. Le dije a mi mujer que me dirigĂ­a al sur para acampar y caminar unos dĂ­as. Me dijo: ¿Por quĂ© no te llevas a Layla? Le sentarĂĄ bien.

Layla se pasĂł durmiendo casi todo el viaje. Seis horas de carretera. Cuando frenĂ© para meterme por el camino de Cane Springs, se incorporĂł y me dijo: ¿DĂłnde estamos, papĂĄ?

Le dije: Estamos aquĂ­.

La ayudé a ponerse el abrigo y los guantes y salimos a dar un paseo por las ruinas. Le conté lo que habían sido. Aquí, le dije, estaba la escuela. La terminaron de construir en 1909. En esos días no había suficientes niños en el pueblo para llenarla. Se incendió un año después. Layla quiso acercarse. Le dije: Quédate donde pueda verte.

¿Por quĂ©?, dijo.

No sabĂ­a cĂłmo explicĂĄrselo. Edificios que se desmoronan, suelos podridos, baches, pozos de mina sin cerrar. Coyotes, serpientes de cascabel, pumas.

Porque no es seguro para una niña pequeña, le dije.

Continuamos caminando. Detrås de esa valla estå la oficina de correos, la terminaron en 1908. Esa losa de hormigón, esas vigas, ese muro de ladrillo, es lo que queda de la estación de tren. Tenía los suelos de mårmol, carpintería de caoba, uno de los primeros teléfonos del estado de Nevada. Pero o lo han vendido o la gente lo ha ido robando a lo largo de los años.

¿Por quĂ©?, dijo.

Es lo que pasa cuando un pueblo se muere.

¿Por quĂ©?

Porque sĂ­, cielo. Porque sĂ­.

Al caer la noche intentĂ© enseñarle a montar la tienda de campaña y a encender una fogata, pero no le interesaba. En lugar de eso, se dedicĂł a llenar de piedras su mochila de plĂĄstico rosa y a montar con ellas pequeñas pirĂĄmides a lo largo del camino que salĂ­a del pueblo. Se agachaba junto a las piedras, las giraba con cuidado para encontrar un lado plano, una base estable. ¿Para quĂ© son?, le preguntĂ©.

Para si nos perdemos, dijo. Abuelito me enseñó.

Cuando oscureció nos acurrucamos escuchando el silbido de las salchichas ensartadas en palos y el chisporroteo violento de la savia saliendo de la leña. Layla se durmió en mi regazo. La llevé a la tienda y la metí en su sleeping bag. Me quedé en la tienda, miråndola, su pecho que subía y bajaba, la suya una respiración leve e incierta como la de un påjaro.

Cuando agaché la cabeza para salir de la tienda me cayó algo del bolsillo del overol. Lo sostuve a la luz de la lumbre. Era un trozo turbio de amatista, grande como un diente de caballo.

Lo he intentado, Duane Moser, pero soy incapaz de imaginarlo en el 1077 de Pincay Drive. Tampoco lo veo en Henderson, en los suburbios, en una calle sin salida, en una de esas casas prefabricadas con las paredes de estuco y el garaje junto a la entrada, abierto de par en par como una boca. No logro verlo inmóvil como un bicho, bajo esos postes de luz color desinfectante. De noche, en casa, me siento en el porche y miro las luces de Reno por encima de las colinas, la ciudad que avanza hacia nosotros como si fuera un ejército. No es casualidad que el primer paso de eso que llaman desarrollar un terreno sea rodearlo con una valla.

No logro ver su cara detrås de una valla. Cuando lo veo, lo veo aquí, en Rhyolite, recogiendo tizones de carbón en la escuela medio consumida por el fuego y escribiendo su nombre en la desnuda losa de cimentación del edificio. Guiñando un ojo para ver a través de las paredes de la casa de botellas de Jim Kelly. No, esa es mi hija. Y ese soy yo, de niño, manchåndome de carbón los pantalones. Y ese es usted, en su Chevelle modelo 66, enfilando por la carretera de Cane Springs, pasando a toda velocidad junto a la que en otro tiempo fue la tienda de los hermanos Porter. Lo veo con M, tirando los Fritos, la carne y las latas medio llenas de Coca-Cola y Bud Light desde el coche, como si estuvieran en una maldita celebración, arrojando aquello que fueron por la ventana.

Casi es Navidad. He revisado los medicamentos, las cartas, las fotos. Usted no es Frankie, lo sé. Es solo una coincidencia, un bonche de fotos tiradas desde un coche en medio de la nada. El coche es solo un coche. El mundo estå lleno de Chevelles, tantos como se fabricaron en 1966. Usted no sabe nada de la gasolinera de Hadley en Beatty, de un muchacho que perdió la vida allí una noche a finales de la primavera, cuando las langostas hacían tanto ruido que era como si tuvieras una tormenta metida en la cabeza. No le debo nada.

Cuando me desperté esta mañana había nevado y Layla no estaba. Me calcé las botas y caminé por el campamento. Una capa blanca cubría las colinas, el valle y las osamentas de los viejos edificios, haciendo que todo el valle pareciera fluorescente. Era cegador. Grité el nombre de mi hija. Agucé el oído mientras pisaba con la suela del zapato las rocas ennegrecidas de la fogata. Vi que la nieve de la huella de mi bota empezaba a derretirse. No hubo respuesta. Miré en la camioneta. Estaba vacía. En la tienda encontré su abrigo y sus guantes. No estaban sus zapatos. Me trepé a una loma y la busqué desde allí arriba. Busqué su silueta entre los viejos edificios, en las colinas, a lo largo del camino de Cane Springs. Los postes de las cercas, oscurecidos por la humedad, parecían clavados en el valle como ristras de låpidas. Se me hizo un nudo en el vientre y en la garganta. No estaba ahí.

La llamé a gritos una y otra vez. No se oía un alma, aunque seguro que el eco trajo de vuelta mi voz. Seguro que la nieve crujió bajo mis pies cuando crucé por nuestro campamento y enfilé hacia las ruinas. Seguro que los zarcillos congelados de los arbustos de creosota me azotaron las piernas cuando eché a correr a través del pueblo fantasma, al ir y venir por el camino de grava. Pero todos los sonidos me habían abandonado salvo un grave y pausado rugido, el sonido de mi propia sangre en los oídos, de un coche que traqueteaba al subir por el viejo camino. De pronto empezó a arderme el pecho. No podía respirar. Layla, Layla. Me agaché y puse las palmas desnudas de mis manos contra la tierra helada. Las rodillas de mi pantalón interior se empaparon, los dedos me quemaban.

Entonces vi una silueta cerca de los restos calcinados de la escuela. Un terror febril y salvaje se adueñó de mĂ­, mĂĄs salvaje que nada que hubiera conocido. El plĂĄstico rosa y reluciente de su mochila. CorrĂ­ hacia ella. Cuando me agachĂ© para recogerla, oĂ­ algo entre el viento. Algo que se parecĂ­a a la lengua aguda y susurrante que mis hijas hablan cuando juegan juntas. SeguĂ­ el rastro del sonido dando un rodeo a la escuela y detrĂĄs encontrĂ© a Layla, en cuclillas, aĂșn en pijama, apilando con delicadeza uno de sus mojones de piedra en la nieve.

Hola, papĂĄ, dijo. La nieve le habĂ­a enrojecido las manos y las mejillas como si se las hubiera quemado. Me dio una piedra. Toma, dijo.

Agarré a mi hija de los hombros y la levanté. Alcé su dulce barbilla para que nuestras miradas se encontraran y le di una bofetada. Se puso a llorar. La rodeé con mis brazos. El Chevelle subía y bajaba por el camino de Cane Springs, la grava bajo las llantas crepitaba. Dije: Shh. Ya basta. No es lugar para una niña.

Atentamente,

Thomas Grey ~

Traducción del inglés de Albert Fuentes.

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© Claire Vaye Watkins, 2012.

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(Bishop, California, 1984) es escritora. Ha publicado la novela Gold fame citrus (Riverhead Books, 2015) y la colecciĂłn de relatos Battleborn (Riverhead Books, 2012).


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