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Hace unos años hice, junto con un amigo, un viaje por varias ciudades de Europa. Para ir de Brujas a París, no nos quedó mejor opción que un viaje en tren con dos escalas. La primera parada, de un par de horas de duración, era en una ciudad cuyo nombre en inglés no nos sonaba de nada: Antwerp. Como hacía frío y llovía, nos quedamos haciendo tiempo dentro de la estación. En un momento se me dio por conectarme al wifi y buscar la tal Antwerp, sobre todo por saber si seguíamos en Bélgica, ya habíamos cruzado a Francia o nos hallábamos en algún otro país. Entonces llegó la sorpresa: ¡estábamos en Amberes! Antwerp es su nombre en inglés, que se parece mucho a la denominación local, en neerlandés: Antwerpen. Apenas tuve tiempo para, bajo la llovizna y el cielo gris, salir y recorrer un poco y sacar unas fotos de la plaza que está enfrente de la estación.
Una vez, al contar esta historia, me devolvieron otra que la supera con creces. Un muchacho andaba de viaje por Europa y, al igual que a mi amigo y a mí, le tocaba hacer una escala, solo que bastante larga, unas cuantas horas. Como estaba un poco cansado, decidió matar las horas dormitando incómodo sobre los asientos de la estación. Total, ¿a quién podía interesarle pasear por un lugar tan desconocido como München?
La mejor de todas estas anécdotas la leí una vez en una exposición, en Madrid. Quien la contaba era un artista argentino, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo. Su abuela había llegado a Sudamérica a principios del siglo XX, tras una larga travesía desde su país de origen. Un país que podía ser Polonia o Hungría o incluso Alemania. El caso es que esta mujer, muchas décadas después, vio en la televisión la palabra “London” y dijo: “Ah, London: yo viví un tiempo ahí”. Sus familiares la miraron con una sonrisa condescendiente y le dijeron que se confundía. “Qué me voy a confundir. Cuando venía para acá pasé nueve meses en London”. Pero, abuela, ¿cómo no nos contaste nunca que viviste en Londres? “No, no viví en Londres: viví en London. Y nunca más hasta ahora escuché hablar de ese lugar”.
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Cuando alguien empieza a tener nociones de algún otro idioma, por lo general de niño, uno de sus primeros intereses es saber cómo se dice su propio nombre o el nombre de sus familiares y amigos. Pero los nombres propios no cambian, se le explica: uno se llama de la misma forma, por más que hable en otro idioma o se vaya a vivir a otra parte. (Salvo excepciones, como los asiáticos que vienen a vivir a Occidente a menudo adquieren un nombre occidental, además del que traen desde su nacimiento.) Sin embargo, muchas ciudades y muchos países sí que cambian sus denominaciones en función del idioma.
Y se dan casos curiosos, como que la ciudad de Genève (en francés, el idioma de sus habitantes) lleve en español el nombre de la bebida con la que se preparan los gin-tonics. O que Islandia sea una isla y nos haga pensar a los hispanohablantes que su nombre se deriva de esa particularidad, cuando en realidad el islandés Ísland proviene del nórdico antiguo y significa “tierra de hielo” (sentido que el inglés Iceland respeta con fidelidad). O que el nombre Austria, que en castellano suena tanto a “austral” y por lo tanto a “sur” (como en Australia, de hecho), sea el resultado de una latinización errónea de Österreich, que en alemán —el idioma de los austríacos—es “Reino del Este”.
En México, Cuernavaca se llama así porque a los conquistadores españoles les resultaba muy difícil decir Cuauhnáuac, el nombre en náhuatl de la ciudad. Así, un árbol (cuauitl) o un águila (cuauhtli), que según las distintas versiones estarían en la etimología del nombre original, dejaron su lugar a ¿una vaca con cuernos?
La palabra galo, el gentilicio de lo que hoy es Francia durante el imperio romano, sonaba en latín muy parecida a gallo, y esto hacía que sus enemigos usaran esta palabra para burlarse de ellos. Con el tiempo, sin embargo, los franceses terminaron asumiendo este animal como símbolo nacional.
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“No hay mapa del tesoro. El tesoro es el mapa”. Eso dice el grafiti que vi sobre una persiana metálica un par de días atrás, con una X en el medio. Me gustó mucho y le hice una foto, la que ilustra este artículo. Pero tuve la sensación de que en la imagen había algo que se me escapaba. Una suerte de segundo sentido que, en ese momento, era incapaz de aprehender. Más tarde creí advertir de qué se trataba.
La segunda parte del grafiti, “el tesoro es el mapa”, se puede leer de dos maneras. Por un lado, podemos pensar en un tesoro cualquiera: un cofre lleno de monedas de oro, una colección construida a lo largo de años, una biblioteca, etcétera. Y ver ese tesoro como un mapa, ya que, a su modo, puede indicar los caminos a seguir, qué resolución tomar en las encrucijadas, a qué destino aspirar. Por otro lado, podemos imaginar simplemente un mapa, es decir, un dibujo en escala que representa una determinada ubicación geográfica. Y considerar que ese mapa, por el motivo que sea, es tan valioso que constituye un tesoro.
Se me ocurre que —sin contar las personas que uno ama— el mayor tesoro que uno puede tener son los viajes. Los viajes son tesoro y mapa a la vez. Esos viajes que uno hace, a veces mapa en mano y otras veces siguiendo la pura intuición, son lo que queda con uno para siempre. Incluso lo que queda cuando ya no queda casi nada. Y esos viajes trazan el itinerario de tu existencia. Dicen que viajando se fortalece el corazón, asegura una vieja canción argentina. Los viajes te brindan historias y te llenan de lugares que se llaman de formas distintas y de los que disfrutás siempre, aunque solo hayas estado allí un ratito, mientras esperabas otro tren, y apenas hayas tenido tiempo de salir a dar unas vueltas por una plaza, un día frío y lluvioso. Incluso muchas décadas después, cuando veas en la tele la palabra “London” o alguno de los nombres de algún lugar en el que hayas estado, lo recordarás y, de alguna manera, volverás a viajar, quizá por un instante, una vez más. Y te brillarán los ojos, seguro.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.