Memorables y el olvido: Edwin A. Abbott

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Una delgada línea “Contemplad esa mísera criatura. […] Él mismo es su propio mundo, su propio universo; no puede formarse ninguna concepción de nadie más que de sí mismo; […] ninguna idea de pluralidad, pues él mismo es su uno y su todo, siendo en realidad nada.

Una delgada línea

“Contemplad esa mísera criatura. […] Él mismo es su propio mundo, su propio universo; no puede formarse ninguna concepción de nadie más que de sí mismo; […] ninguna idea de pluralidad, pues él mismo es su uno y su todo, siendo en realidad nada. Pero apreciad su absoluta autocomplacencia, y aprended de ello esta lección, que estar satisfecho de sí mismo es ser ruin e ignorante, y que aspirar es mejor que ser ciega e impotentemente feliz.” Si jugáramos a adivinar al autor de esta cita, seguramente ofreceríamos tantas respuestas como errores: de Séneca a Camus, pasando por La Rochefoucauld, Voltaire, Pascal o cualquier otro moralista francés de los siglos XVII y XVIII. Después sugeriríamos el nombre del tratado, la novela, la máxima, el cuento filosófico o el pensamiento de donde se desprende el contenido de tal cita, pero nos seguiríamos equivocando. La falla no solo estaría en adjudicarla a este u otro autor y obra, sino en dar por hecho que la cita se refiere al hombre cuando habla de “esa mísera criatura”. Ninguna otra puede igualar, en efecto, la miseria del hombre, su egoísmo disfrazado de concentración, su discapacitada felicidad, pero aquí el enjuiciado no es el hombre, sino un punto. Un punto en el espacio, ese minúsculo “lugar de una recta, superficie o espacio al que se puede asignar una posición –según reza el diccionario– pero que no posee dimensiones”. Para nuestro desconcierto, quien describe la naturaleza del punto es una esfera que predica su evangelio tridimensional a un cuadrilátero y que vive en un país remoto, habitado por triángulos, cuadrados y polígonos. Tan curiosos personajes componen Planilandia/Una novela de muchas dimensiones (1884), escrita por el profesor, matemático, teólogo y novelista inglés Edwin A. Abbott (1838-1926).

Aunque Abbott fue estudioso de Shakespeare y biógrafo de Bacon, además de escribir tratados y novelas de índole teológica, su texto más “conocido” es Planilandia. Pero si entrecomillo el adjetivo es justo porque la novela ha sido leída con escasa atención no solo en el ámbito de lengua española –donde tuvo espurias ediciones antes de ser lanzada en 2004 por José de Olañeta y en 2008 por Laertes–, sino entre los mismos angloparlantes. Planilandia ha sufrido lo que toda novela excéntrica, fuera de la órbita de su tiempo: la simplificación de su complejidad simbólica en pos de una lectura que destaque, como en la traducción literal de un poema, la superficie –o la planicie, nunca mejor dicho– del sentido. Mientras unos la consideran un clásico de la ciencia ficción (y, más específicamente, de la aritmética-ficción), otros colocan a Planilandia dentro del canon de la sátira inglesa, al lado de La batalla de los libros y Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, y La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne. En todo caso, pensemos en las memorias de un cuadrado en prisión, Mr. A. Square; en un relato de ciencia ficción sin viajes interestelares, seres extraterrestres o avances tecnológicos; en una fábula sin animales y una prosopopeya de la geometría; en una obra que, simultáneamente, es prima política del nonsense de Edward Lear y Lewis Carroll, y contemporánea de las grandes épicas morales y sentimentales de George Eliot, Anthony Trollope y Thomas Hardy.

En resumen, estamos ante una novela precubista sobre las entonces tres dimensiones de la física –antes de que la cuarta, el tiempo, surgiera con la teoría de la relatividad–, mientras ridiculiza los usos y costumbres de la sociedad victoriana. Una lección para poder atisbar en parpadeos, más allá de lo evidente, el mundo de las formas y las formalidades, entrecerrando los ojos indistintos de la realidad y la fantasía. Las muchas dimensiones de las novela de Abbott piden que su lector, al concluirla, haya aprendido a calcular con imaginación la longitud, la anchura y la altitud del universo; pero también que, en palabras del autor, haya abierto “el ojo que discierne el interior de las cosas”. Juguemos el necesario y fascinante juego de encontrar esa mirada.

– Hernán Bravo Varela

 

 

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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