-Luis Buñuel y José de la Colina
Una tarde de 1983 Luis Buñuel me llamó por teléfono: “De la Colina, venga usted mañana a casa a las cinco de la tarde tengo algo para usted, y de paso nos despediremos.” Con el corazón encogido, porque ya sabía que desde hacía unos días él telefoneaba dando citas similares a otros amigos, fui hipócrita y pregunté: “¿Va usted a salir de viaje?”, y me respondió: “No, ningún viaje; venga usted a las cinco de la tarde”. En el volksvaguen fui al día siguiente a la recoleta casa de la Cerrada de Félix Cuevas ante la cual estuve paseando porque había llegado adelantado unos minutos y sabía que don Luis consideraba tan grosero acudir a una cita unos minutos antes como unos minutos después. Él me esperaba ya en el recibidor, no en la salita donde tantas veces conversamos y donde Pérez Turrent y yo lo habíamos entrevistado durante meses para el libro Prohibido asomarse al interior/ Conversaciones con Luis Buñuel. De pie, con un sorprendente aspecto de fragilidad pero bien erguido, estaba junto a un alto bulto rectangular envuelto en papel de estraza y atado con cuerdas.
Me esforcé en reprimir las lágrimas cuando comenzó a decir, con su gruesa voz ahora casi solemne, las últimas palabras que yo le oiría y que recuerdo en lo esencial:
—Amigo De la Colina, lo he llamado para despedirme. No voy a recibir ya a nadie; voy a prepararme a bien morir. No nos veremos ya, y no se enfade si ya no le responderé al teléfono. Acepte usted esto (el paquete a su lado) como un recuerdo mío. Gracias por la amistad, por los buenos momentos que hemos compartido y hasta por alguna buena riña de las que hacen más amigos a los amigos. Venga un abrazo de despedida.
A este señor tan de genio creador, tan robusto y casi brutal de cuerpo, tan poeta del cine y de tan señorial calidad humana, yo lo conocía desde hacía más de treinta años (desde cuando, en 1950, siendo yo actor ocasional, estuve a punto de ser el Pedrito de su obra maestra, una de las diez mejores películas mexicanas, Los olvidados, pero el productor Dancigers encontró que yo “no parecía niño mexicano”). Tras el abrazo y un cobarde “hasta luego, don Luis”, tomé el paquete, salí de la casa, me metí al auto, lo conduje por la avenida Félix Cuevas, rodé por la calle San Francisco, y antes de llegar a la avenida Río Mixcoac, donde vivo, me estacioné sin apagar el motor, y, con las manos aferradas al volante y no sé por cuánto tiempo lloré como el parabrisas lloraba la densa lluvia (y casi oigo al fantasma de don Luis: “Pero, hombre, un ‘parabrisas llorando’, ¡vaya cursi imagen ultraísta!”).
Cinco o seis semanas después, a media tarde, cuando desde un supermercado y a través de una tormenta que zarandeaba el automóvil en el trayecto por la avenida Universidad, volví a casa, María, consternada, me dio la noticia, oída de la radio, de que Buñuel acababa de morir. Telefoneé a Jeanne y ella, en francés (idioma natal que no solía usar con los amigos de don Luis, prefiriendo un español galicado), me comprobó la noticia y me sugirió que no fuese al funeral, que don Luis había pedido ser cremado en secreto. Como don Luis se decía sadiano (no sádico), recordé el modo en que el Marqués De Sade deseaba desaparecer: sin dejar túmulo ni restos en el mundo.
No estuve en la Gayosso de Félix Cuevas donde fue velado y más tarde llevado a la cremación. Mejor así, porque siempre prefiero conservar viva la imagen de los seres queridos, pero poco después leí en un recorte de un periódico de Santander, España, enviado por mi padre, que “el escritor santanderino José de la Colina, amigo personal (sic) de Buñuel, se llevó la urna con las cenizas a un lugar que se ha mantenido en secreto”. Casi oí al reciente fantasma de don Luis: “Pero, De la Colina, ¿va usted a guardar mi polvo como una reliquia? ¡Tírelo usted en cualquier terreno baldío, y que al menos sirva de abono!”)
El regalo de don Luis (entre los que en la despedida también hizo a otros amigos) era la edición príncipe en inglés de Las mil y una noches traducidas y anotadas por Richard Burton; libro un tanto insólito en la biblioteca de quien antaño pregonaba su casi nulo interés por tierras no europeas: “¿Qué tendría yo que hacer en Estambul a las 3 de la tarde?”
En su juventud, señalando a México en un mapa, decía a sus amigos, como si se tratase de Estambul: “Si me pierdo, buscadme en cualquier parte menos en este lugar”. Y, vueltas que da el Destino, en México había vivido más de la tercera parte de su vida y había hecho la mayoría de sus películas, entre ellas esa obra maestra tan amorosa y ferozmente mexicana: Los olvidados.
Envío:
Don Luis, gracias por la amistad, por su obra, por el libro de Burton, por el libro que hicimos juntos y por haberme recordado en el entresueño de anoche esa fotografía que nos tomaron en un bar madrileño (creo que en un verano de los primeros años setenta) y que le llevé a usted en los primeros días de 1983 para que me la dedicara. Habíamos hablado de su famoso ateísmo y tal vez por eso escribió usted en la foto lo que transcribo tal cual: “Nada de Biblia, verdad, Pepe. Muy cariñosamente L Buñuel”.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.