Dentro de poco más de un mes, cuando Barack Obama finalmente ocupe la Oficina Oval, el mundo le ofrecerá una larga lista de obligaciones y oportunidades. Obama ya ha dicho que su prioridad será reestablecer la buena fe entre Estados Unidos y el mundo islámico. Para empezar, dice, aceptará el cargo jurando sobre la Biblia con su nombre completo: Barack Hussein Obama. Después, quizás en los primeros 100 días de su administración, irá a alguna capital musulmana para darle una nueva cara al Gran Satán estadunidense. Hará bien. Desde el principio del proceso electoral, cuando Obama comenzaba a perfilarse como candidato, la escena del mundo islámico recibiendo a un hombre negro como presidente de Estados Unidos se antojaba como un posible hito, al menos en el terreno de las relaciones públicas (que, en la lucha contra el terrorismo, no es poca cosa). Pero si bien la esfera musulmana deberá ser la prioridad del nuevo gobierno de EU, existe otra zona del mundo que requerirá su urgente atención: África. La llegada de Obama al más alto cargo en la jerarquía estadunidense abre una puerta inédita para el continente negro: la asombrosa posibilidad de que un hombre con sangre africana finalmente ejerza todo el poder de la Unión Americana para rescatar a la región del abandono. En las páginas de su biografía, Obama reconoce una y otra vez el respeto y el cariño que tiene por el continente donde nació su padre. Su viaje a Kenia, donde descubrió la última y más profunda pieza de su identidad, es un capítulo no sólo enternecedor sino revelador para comprender al hombre que llegaría a la presidencia 20 años más tarde. Dentro de un mes, ya sentado en la Casa Blanca, Obama podrá marcar una diferencia.
El primer reto para el nuevo presidente será Zimbabue. El colapso de la antigua Rodesia desafía cualquier descripción. En las tres décadas que Robert Mugabe lleva ejerciendo el poder en Zimbabue, el país ha pasado de ser el granero de África, un ejemplo de vanguardia educativa y un paraíso turístico, a convertirse en un pedazo de tierra insalubre, corrupta y completamente aislada. Las cifras de Zimbabue son difíciles de digerir. De acuerdo con los cálculos más recientes, la inflación es ya de 230 millones por ciento (y esa es la cifra oficial) y el desempleo está rozando 75 por ciento. Después de décadas de conflicto interno, incluido el llamado Gukurahundi —la terrible batalla entre Mugabe y las fuerzas opositoras durante los años 80—, uno de cada cuatro niños es huérfano. La expectativa promedio de vida para los varones es de 37 años. Uno de cada cinco ciudadanos de Zimbabue sufre de sida. En suma, un proyecto en agonía.
La tragedia mayor para Zimbabue es que, enfrentado con el derrumbe, el dictador Mugabe se ha aferrado al poder con uñas y dientes. Y lo ha hecho de la peor manera: negándose a la más elemental rendición de cuentas y achacándole la responsabilidad de la debacle a terceros. El ejemplo perfecto es la más reciente crisis que ha azotado al país. En menos de seis meses, Zimbabue ha sufrido una de las peores epidemias de cólera de los últimos años. Transmitida por el desastroso sistema de drenaje y agua potable —que en Zimbabue parecen ser la misma cosa y usar la misma tubería— la enfermedad ha cobrado más de mil muertos y ha contagiado a casi 20 mil. De acuerdo con los cálculos más optimistas, es posible que la mitad de la población del país esté en riesgo. Familias enteras se han desmoronado y abundan las historias de niños muriendo en los pasillos de las clínicas, las cuales no sirven ya para absolutamente nada. La situación es digna del Medievo. ¿Cómo ha respondido el gobierno de Mugabe? Recurriendo a los argumentos acostumbrados. Como ocurrió después del fracaso de la repartición de tierras, Mugabe ha optado por culpar de sus males a Occidente, sobre todo a Gran Bretaña. Si los ingleses lo abandonaron, en los años ochenta y los noventa, a la hora de organizar la caótica redistribución de las granjas del país, ahora, de acuerdo con Sikhanyiso Ndlovu, el ministro de información de Mugabe, la epidemia de cólera “es un ataque calculado y racista de los antiguos colonizadores”. Es el colmo del cinismo y la crueldad.
Con Zimbabue, Barack Obama tendrá su primera prueba moral. El nuevo gobierno estadunidense deberá presionar a los pocos actores africanos que aún cuentan con legitimidad para sacar a Mugabe lo más pronto posible. Hasta el momento, por razones incomprensibles pero poderosas —por ejemplo, la defensa de la identidad de Mugabe como “libertador africano”—, países como Sudáfrica han preferido quedarse callados. Eso ya no es posible. Una posibilidad es confiar en Jacob Zuma, el líder del Congreso Nacional Africano, el partido fuerte en Sudáfrica. Aunque tiene fama de ser un populista sin redención, Zuma parece decidido a actuar en el caso de Zimbabue. Barack Obama debe tomarle la palabra. Como explicara el Premio Nobel de la Paz, Marti Ahtisaari, en Oslo, hace unos días: hay ocasiones en las que una guerra vale la pena. Liberar al pueblo de Zimbabue del yugo de un demente megalómano como Robert Mugabe es una obligación, un acto de decencia elemental. Así lo hubiera pensado Barack Obama, el economista keniano. Y así, probablemente, lo pensará Barack Obama, el presidente de Estados Unidos.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.