Ilustración: Hugo Alejandro González

A favor del enojo

A menudo se piensa que la indignación o la ira dificultan los procesos penales porque su propósito es satisfacer el deseo de venganza. A contracorriente, este ensayo asegura que las emociones son un elemento indispensable para encontrar la justicia.
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Las emociones tienen estatus moral. El acto de culpar implica emociones como el enojo, la indignación y el resentimiento que, como respuestas afectivas a un acto de maldad real e imputable, son indispensables para nuestra existencia como seres morales; expresarlas tiene un valor intrínseco porque son parte de la búsqueda humana por una moral recíproca. Hay, me parece, aspectos de la relación entre el Estado y el criminal –y de sus roles tal y como los estructura el sistema judicial– que hacen de estas emociones un problema moral en el contexto actual del castigo. Pese a ello, mi postura es que debemos entender la sentencia como la expresión social de las emociones que culpan al infractor por el mal que hizo. De ese modo, la sentencia debe hablar del enojo y la indignación ante los actos graves de maldad criminal.

No es la posición predominante en la academia, donde se considera que es mejor erradicar hasta donde sea posible las emociones que conlleva el acto de culpar tanto de la ley como de la vida. A lo largo de este ensayo sugeriré, en cambio, que si nosotros, como sociedad o comunidad, no estamos enojados con el asesino, escandalizados con el violador, resentidos con el estafador, indignados con el golpeador, quizá tendremos un buen motivo para confinar, incapacitar, tratar, entrenar o manejar de algún modo al agresor, pero no tendremos derecho a sancionarlo si se entiende el castigo como la imposición de un merecido trato duro.

El filósofo de Oxford Peter Strawson escribió, en 1961, el célebre ensayo “Freedom and resentment”. Tomaré prestadas dos ideas suyas. La primera es que la sanción penal en realidad deriva de nuestra práctica interpersonal de responsabilizar a la gente por sus actos. La segunda es contrastar la actitud reactiva, que percibe al otro como agente responsable, con la actitud objetiva que lo define como foco de políticas, como un objeto que debe ser manejado, incentivado, controlado.

Estas actitudes tienen rangos emocionales distintos. La actitud reactiva está acompañada de emociones que apuntan a que el otro asuma su responsabilidad: el resentimiento, la indignación, el perdón, la gratitud, el enojo. La objetiva, por el contrario, es compatible con la piedad, el desprecio, el duelo, el asco e incluso con algunas formas del amor, pero no con las emociones de culpar y responsabilizar. A partir de ello, Strawson escribe que la actitud objetiva impide expresar sentimientos que suponen participar e involucrarse –el resentimiento, la gratitud, la disculpa, el enojo, el amor recíproco–. Solo la actitud reactiva es participativa, solo esta se involucra con el criminal. La actitud objetiva, en cambio, es gerencial, estratégica, indiferente; permite combatir el crimen, negociar con el criminal, pero no discutir y razonar con él.

Cuando alguien hace el mal (cuando comete una auténtica violación moral) y se encuentra con la reacción participativa y afectiva de otras personas –cuando se encuentra con su resentimiento, su indignación–, se le involucra en una disputa que respeta su agencia moral y se crea una oportunidad para que asuma su parte en la misión que tiene la humanidad de buscar una moral común. Cuando confrontamos al agresor con esta actitud emocional, lo reconocemos como par, como ser moral y compañero, lo respetamos como agente responsable, lo que es imposible con una actitud distante, objetiva, gerencial.

El libro La ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia (2016), de Martha Nussbaum, es un rechazo categórico de las emociones incriminatorias en la ley y en la vida. Para Nussbaum, la respuesta apropiada ante una mala conducta es deshacerse del enojo y ceder de manera desapasionada el asunto a la ley que, por su parte, debe responder de la misma forma: sin enojo institucional, del modo más productivo posible en términos sociales. La autora acude a De la ira (ca. 50) de Séneca para sostener su postura. El filósofo estoico descarta el enojo en cualquier situación, por considerarlo inapropiado e inútil, y, a la vez, considera a la venganza una necesidad y un deber en los casos donde el acto de maldad pueda comprobarse: “¿No debe un buen hombre enojarse si asesinan a su padre, si ultrajan a su madre ante sus ojos? No, no debe enojarse, sino vengarlos o protegerlos […] Si mi padre está en riesgo de ser asesinado, lo defenderé; si lo matan, lo vengaré, no porque sienta dolor, sino porque es mi deber.” El flemático y estirado Adam Smith decía, con razón, que Séneca era el gran predicador de la insensibilidad y la recomendación de Nussbaum de abstenerse del enojo y ceder el asunto a la ley abreva de esa tradición. El que se enoja pierde; mejor, véngate.

Sin embargo, Nussbaum va más allá porque rechaza tanto el enojo como la venganza. Al hacerlo, coincide con Aristóteles quien, en su Retórica, escribió que “el enojo puede definirse como el impulso, acompañado de dolor, de vengar una falta”. Para ambos, el problema con el enojo y la venganza es que aspiran a lo imposible: deshacer el daño ocasionado por un acto de maldad. Dado que comparten el mismo carácter irracional, Nussbaum recomienda apartar el enojo y delegar el crimen al Estado y a la ley, cuya respuesta deberá guiarse por el bienestar social. “Todo se reduce a ayudar a las personas”, concluye Nussbaum acerca del castigo.

En una serie reciente de artículos, la teórica del derecho Nicola Lacey y la filósofa de la psicología Hanna Pickard coinciden en que las emociones del acto de culpar –como el enojo– no son legítimas a la hora de castigar

((Oxford Journal of Legal Studies<, diciembre de 2015; Lacey y Pickard, “From the consulting room to the court room? Taking the clinical model of responsibility without blame into the legal realm”, en OJLS, marzo de 2013, y véase de Pickard, “Responsibility without blame: empathy and the effective treatment of personality disorder”, en Philosophy, Psychiatry, Psychology, septiembre de 2011.
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y que el deber de la sanción es abolir la culpa al tiempo que se responsabiliza al criminal. El truco es cortar los vínculos entre castigo, responsabilidad, resentimiento y enojo, y formar unos nuevos entre castigo, responsabilidad, respeto y compasión. “El castigo no puede proceder de la culpa; debe ir de la mano de la preocupación, el respeto y la compasión”, escriben.

Incluso, argumentan, en el sistema de justicia penal la emoción apropiada que habría que sentir hacia los criminales es el perdón: “Así como es posible entender el proceso penal y la ejecución del castigo como una forma de indignación institucionalizada, del mismo modo se les puede entender como el perdón institucionalizado.” El objetivo de la justicia penal, insisten, “es el castigo basado en el perdón, es abjurar de la venganza y la culpa, y no solo después de aplicar el castigo, sino incluso antes de hacerlo”. Añaden que esta perspectiva de la sanción es la más coherente con los valores de la democracia liberal y que es la manera más útil de hacer que los criminales escriban un “guion redentor” como fundamento de su nueva identidad.

La postura de Lacey, Pickard y Nussbaum parte de la antigua comprensión del castigo como ayuda, una idea tan vieja como Platón mismo. En Gorgias Sócrates argumenta que las personas cometen actos de maldad de forma voluntaria pero no autónoma. El mal siempre supone hacer algo que uno en realidad no desea hacer. Desde su perspectiva es mucho peor el destino de quien hace el mal que el destino de quien lo padece. Las personas, dice Sócrates, hacen el mal porque malinterpretan su propio bien, lo que definió como una enfermedad del alma –no a la manera de un padecimiento capaz de viciar la responsabilidad, como la locura, sino uno que oscurece la comprensión de lo que uno en verdad desea–. De modo que para Sócrates el autor del delito tiene todos los motivos del mundo para desear el castigo y evitar, con ello, que “la enfermedad de la injusticia se vuelva crónica e incurable como un cáncer del alma”.

Con una envoltura científica apropiada para el siglo XXI, Lacey y Pickard reciclan esta noción del mal cuando hablan del crimen como el resultado de un “desorden de la capacidad de agencia […], como en el caso de algunos trastornos de personalidad, de control de impulsos o de adicciones”. Como la intervención del médico, el castigo es doloroso pero beneficia al criminal porque le ayuda a superar la debilidad de agencia de modo que en el futuro pueda actuar con genuina autonomía, de acuerdo con su verdadero interés.

La comprensión del castigo como cura o ayuda para el criminal tiene un eco en la distinción aristotélica entre el castigo y la venganza: “el castigo se inflige por el bien del castigado; la venganza, por el bien del castigador, para satisfacer sus sentimientos”, dice el filósofo. Basta con recordar su definición del enojo –“un impulso, acompañado de dolor, por vengar una falta”– para percatarse de que en su pensamiento el enojo y la venganza están relacionados. El enojo busca la venganza, la venganza quiere satisfacer el enojo. El castigo es por completo distinto. Al definir el enojo en términos de venganza y al oponer el castigo a ella, el enojo y la venganza se vuelven lógicamente excluyentes –así fue desde el siglo IV a. C. con Aristóteles y así es en 2016 con Nussbaum.

Daré ahora un salto al siglo XVI, cuando Michel de Montaigne escribió, en “La ira” (en el libro II de sus Ensayos) que “no hay pasión que trastorne tanto la rectitud de los juicios como la ira. Nadie dudaría en castigar con la muerte al juez que movido por la ira condenase a un criminal. ¿Por qué, en cambio, se permite a padres y maestros azotar a los niños y castigarlos cuando están encolerizados? Esto no es ya corrección, es venganza. El castigo hace las veces de medicina para los niños. ¿Y toleraríamos a un médico lleno de ojeriza y de irritación contra su paciente?”.

Hay que advertir, primero, que Montaigne mezcla dos etapas: la de culpar y la de sentenciar. Un juez no debe decidir la inocencia o la culpa del acusado a partir de su enojo –argumenta–, por lo tanto, también está mal que el castigo se fundamente en él. El problema es que la segunda idea no se deriva de la primera, pues la etapa de culpar puede ocurrir de manera desapasionada, incluso si el juez está enojado con el criminal. Montaigne –como Platón, Lacey y Pickard– considera que el castigo debe asociarse de forma creíble con la cura (aunque él mismo desconfiaba absolutamente de los doctores y sospechaba que infligían mucho dolor sin sentido).

En la línea de Aristóteles, Montaigne piensa que el dolor infligido por el enojo, el resentimiento o la indignación no tiene la intención ni el poder de curar al otro y, por lo tanto, es tan inútil como la venganza para legitimar una sanción. (Haríamos bien en recordar que los vengativos suelen desplegar esa retórica pedagógica; pienso, por ejemplo, en El mercader de Venecia: “la infamia que me enseñáis la pondré en ejecución, y mal habrá de irme para que no mejore la instrucción”, dice Shylock.)

Al situar la ética del castigo dentro de la relación entre maestro y alumno, madre e hijo, médico y paciente, estos pensadores intentan comprender la sanción no solo como algo distinto sino antitético a la venganza. Si la relación entre sancionador y sancionado es idéntica a las demás relaciones mencionadas, entonces uno y otro están del mismo lado. En esa línea, no tiene sentido pensar la corrección útil de un padre como venganza ni la incisión del cirujano como una revancha contra su paciente. Para ser legítimo, el castigo debe diferenciarse de la venganza. Estoy de acuerdo. El castigo se ejecuta con la intención y el resultado de ayudar al criminal. Sigo estando de acuerdo. Donde empieza mi desacuerdo con estos pensadores es en los dos siguientes pasos argumentativos, cuando aseguran que el enojo se trata solo de venganza y que, por lo tanto, el enojo no sirve de nada.

A mi parecer, el enojo y la venganza no están vinculados de manera íntima, y analizaré la analogía médico-paciente porque parece ser la prueba de fuego del bando antienojo. Imaginen a una cirujana que atiende a un paciente con obesidad mórbida, por quien siente un aprecio sincero. Supongamos que la cirugía le lleva varias horas, que se presentan muchas dificultades debido a la condición del paciente y que la doctora se enoja. ¿Deberíamos, como pregunta Montaigne, soportar esa emoción de la doctora contra su paciente? Probablemente no. Probablemente citaríamos el consenso científico que señala la inutilidad del enojo en estos casos (los médicos no deben culpar a los pacientes por su obesidad porque hacerlo los llena de culpa y les dificulta aún más bajar de peso).

Con todo, hay una observación interesante al respecto. La cirujana puede enojarse por creer –con razón o sin ella– que el paciente es responsable de su enfermedad; incluso es posible que el paciente lo sea. También puede enojarse por una variedad de razones, algunas más justificadas que otras (como el tiempo que le llevó esa larga operación por la que, sin embargo, cobrará lo mismo que por una más breve y sencilla). La doctora podría confrontar al paciente con su enojo en un intento de hacer que este cobre conciencia de la realidad física que produce la sobrealimentación en la viabilidad de sus órganos. Puede intentar provocar que el paciente se compadezca por lo que ella padeció (porque lo aprecia) al ayudarlo. En ninguno de estos casos su enojo tiene que ver con la venganza. Podemos estar de acuerdo con el mandato profesional que desaconseja a los médicos enfadarse con sus pacientes, pero aun entonces es posible argumentar que al expresar su enojo la doctora también está mostrando respeto por su paciente como ser humano, de una manera que sería imposible si se limitara a recomendarle con indiferencia que modifique su dieta.

La relación entre madre e hijo es otro modelo predilecto del bando antienojo, y una situación más en la que puede demostrarse que el enojo no se trata necesariamente de venganza. El imperativo de que el castigo impuesto por los padres no debe provenir de “un lugar de culpa” es el consejo por antonomasia del siglo XXI. Para educar a los hijos en el significado de la responsabilidad, los padres deben explicar de forma clara y racional qué es el bien y qué es el mal, deben establecer las consecuencias de sus malos actos y aplicarlas de manera consistente. La culpa resulta contraproducente porque inculca una vergüenza tóxica en los niños, dificultando el desarrollo de la bondad y la autoestima.

Sin embargo, una madre que respondiera siempre a las travesuras de su hija desde una distancia afectiva parecería sumamente lejana y fría. Es posible que el enojo de una madre tenga todo que ver con el deseo de ayudar a su hija y nada que ver con un impulso vengativo. Creo que la culpa incluso puede ser de ayuda. La madre que ve a su hijo corriendo hacia el tráfico y se enfada puede, en parte, hacerlo a causa del pánico pero también por el deseo apasionado de ayudar al niño a entender que no debe hacer eso. Yo incluso argumentaría que nada salvo la desesperación en la voz furiosa de su madre puede ayudar al niño a comprender que “no jugar en el tráfico” es una regla no negociable.

El sobreviviente del Holocausto Jean Améry articuló una manera en que la indignación puede apuntar y desear algo diferente a la venganza. En Más allá de la culpa y la expiación escribió acerca del Holocausto: “en ningún otro momento podría tener la ley del talión menos sentido histórico y moral”. Esa conciencia nítida del total sinsentido del deseo de infligir un daño recíproco no significa que la reacción emocional carezca de un papel legítimo como respuesta al mal. “El cuerpo social”, explica, “solo se ocupa de salvaguardarse a sí mismo; en el mejor de los casos, mira hacia adelante para que un crimen de tal magnitud no vuelva a ocurrir, pero mi indignación existe para hacer del crimen una realidad moral para el criminal, para someterlo a la verdad de su atrocidad”. Este fin resuena con la consideración socrática de que evitar el castigo es el peor escena- rio para la persona injusta. La intuición de Améry es que el resentimiento de la víctima y la indignación de los demás tienen un papel esencial y legítimo al forzar que el soldado nazi se enfrente a estas emociones, porque de este modo el criminal participa en la búsqueda humana de una moral recíproca, compartida, mutua. Expresar su resentimiento es el primer esfuerzo por involucrar al transgresor en términos morales.

Para David Hume, quien no tiene la capacidad de hacer que otros sientan su resentimiento se encuentra en una posición inferior que lo descalifica de las relaciones de justicia. Es asombroso que Hume haya definido la igualdad como la capacidad de sentir enojo y de hacer que otros padezcan ese enojo. La medida de la igualdad entre humanos no descansa en un atributo de las personas sino en su capacidad de relacionarse emocionalmente: la capacidad, primero, de sentir una emoción con fundamento moral y, segundo, de expresarla, que suscite el reconocimiento de los demás y que se registre en la conciencia emocional del agresor. Para Hume estas son las condiciones de las relaciones de justicia. Sin ellas uno no puede ocupar la posición de un sujeto que merece y demanda justicia de los otros. Culpar, entonces, no siempre se trata de vengarse, sino de afirmar las demandas del yo para crear relaciones de reciprocidad. Hacer que el agresor tenga algún sentimiento de culpa es una manera de afirmar y comprobar la igualdad que se requiere en la justicia; cuando uno siente la punzada del enojo de otro se involucra en una relación moral.

Acudiré a un ejemplo reciente: el 5 de julio de 2016 en Baton Rouge, Luisiana, dos policías blancos mataron a Alton Sterling, un hombre afroamericano. A partir de lo que se puede ver en los videos del tiroteo, Sterling no era una amenaza para los oficiales. No hizo ningún movimiento agresivo, los policías parecían tenerlo dominado antes de empezar a disparar. Al día siguiente, Nakia Jones, una policía afroamericana de Cleveland, Ohio, publicó en su página de Facebook un video en respuesta al asesinato de Sterling. En su emotiva declaración Jones denuncia la violencia ocasionada por armas de fuego, ya sea perpetrada por policías blancos o por jóvenes afroamericanos, y les implora a estos que “bajen las armas”. Sin embargo, lo que expresa de forma más apasionada es su enojo ante la hipocresía de los oficiales que debido a su racismo son una amenaza para las comunidades afroamericanas, a las que juraron proteger y servir.

Jones hace una serie de maniobras que suavizan la fuerza de su enojo al tiempo que incrementan su autoridad y el impacto de su mensaje. Primero articula de manera creíble su opinión imparcial sobre el incidente: sabe de primera mano que hay acusaciones falsas de racismo contra algunos policías, que algunos son honorables y en verdad protegen y sirven a la ciudadanía pese al gran costo personal que ello supone (como perder la vida). Varias veces ofrece a sus espectadores una salida, haciendo que el acto de involucrarse con su enojo sea voluntario. Tampoco acusa a nadie en particular, sino que estructura su argumento en forma condicional: “si eres racista, si tienes miedo, entonces quítate el uniforme”.

Cuando expresa su enojo sin reservas no llama a la venganza contra los policías, quienes por ese motivo deberían honrar la verdad de su posición moral. No, las demandas de Jones, modestas pero precisas, parten de la conciencia de una ruta que nos encamina a una moral recíproca. Lo que reclama es el reconocimiento honesto de la importancia moral del juramento de proteger y servir, y de la imposibilidad de cumplirlo para el policía que sienta “odio racista en su corazón”. Lo único que pide es sincerarse acerca de esa hostilidad para no defraudar la promesa de proteger a los demás. Y se dirige solo a quienes aceptan involucrarse moralmente con ella. Es cierto que Jones tiene el impulso de causar sufrimiento, pero este no es más que el dolor de la autorreflexión crítica.

A la manera de Améry, la expresión del enojo que siente Jones es un intento por hacer que el culpable comprenda la verdad del acto atroz que cometió. La suya es una afirmación humana, una manera de hacerle saber al agresor lo siguiente: “estás en una relación de justicia conmigo, merezco y demando esa justicia de ti”. Su enojo no solo es adecuado, tiene autoridad, y es valioso por ser una invitación afectiva a involucrarse de manera recíproca. Ofrece también tener una conversación que consiga que los crímenes sean una realidad moral para sus perpetradores. La ira de Jones es útil, aun si fracasa en reformarlos. El bando antienojo estaría en desacuerdo; alegaría que su enojo no funcionará, que alienará a los policías racistas e inspirará un enojo revanchista que provocará aún más odio racial. Este bando asumiría la postura del distanciamiento compasivo o indiferente, a la manera de Gandhi.

Ante ello, mi primera respuesta es que la declaración y la expresión del enojo de Jones es congruente con la compasión y el respeto por las personas que son blanco de ese enojo. Sí es posible respetar a los demás “al confrontarlos con la horrible verdad de quiénes son”, escribió el profesor de jurisprudencia de Oxford John Gardner: “¿Así que pensaste que ser respetado sería una experiencia agradable, que sería una bienvenida cálida, llena de cumplidos? Es hora de que releas a Kant.” Por supuesto, Kant, a quien las emociones le provocaban tanta urticaria como a Séneca, se sumaría a las filas del bando antienojo y llamaría a la confrontación desapasionada. Confróntame con la horrible verdad de quién soy, pero hazlo con el debido desapego, más como un deber que como un deseo. Para pesar de Kant, considero que el enojo de Jones puede interpretarse como una expresión de respeto a los policías porque los trata como agentes moralmente responsables. Mejor aún, su enojo no está desprovisto de compasión, sino que resuena con un sentido de urgente compañerismo y con el deseo de comunicar de forma precisa qué tan pernicioso es en términos morales jurar protección y servicio desde una postura cínica de racismo junto a otros que hacen el mismo juramento con el sentido de autosacrificio y gravitas que se merece. Se percibe incluso una nota de compasión hacia los oficiales racistas que renuncian a la pretensión de ser protectores de la sociedad. Algo muy valioso de la interconexión humana se habría perdido si Jones hubiera atemperado su enojo, si hubiera hablado sin pasión. En primer lugar, no habríamos visto el video: el enojo demanda atención, y el de Jones, por su poderoso intelecto y talento retórico, es un drama cautivador.

Esto plantea un desafío importante: ¿el drama del enojo es lo que nos cautiva?, ¿será que confundimos ese atractivo momento teatral con el verdadero acto de involucrarse como personas responsables?, ¿será que malinterpreto su invitación a alcanzar una comprensión moral debido a que el video logra un efecto dramático asombroso?, ¿es posible que la expresión elocuente y hábil del enojo sea un buen show para el espectador pero que por eso mismo bloquee la conexión moral del agresor? Es una pregunta complicada, a la que responderé caminando por una ruta oblicua y señalando otro aspecto de la posición que busca desterrar el enojo.

El proyecto de Gandhi contra el enojo es la autodisciplina espiritual, se trata de que uno asuma una postura activa contra sus propios impulsos, controlando su expresión, manejándolos y transformándolos en otro tipo de energía. “No es que no me enoje, es que no lo desahogo”, dijo Gandhi en Todos los hombres son hermanos, “cultivo la paciencia al negar mi enojo y, por lo general, tengo éxito en ello. Pero solo controlo mi enojo cuando surge, cuando viene. Cómo conseguirlo es una pregunta inútil porque se trata de un hábito, una práctica constante que todos debemos cultivar y en la que todos debemos ser exitosos”.

Nussbaum sigue los pasos de Gandhi cuando dice que el control del enojo es una práctica espiritual. El proyecto de Lacey y Pickard, en cambio, toma sus ideas de la profesión terapéutica, en particular, de la autodisciplina “clínica”. De una forma u otra, uno asume un rol activo y constante contra el enojo que siente naturalmente ante la injusticia. Nussbaum, Gandhi, Lacey y Pickard nos piden tomar nuestra respuesta emocional espontánea ante el mal y aplanarla, no al punto en que una persona imparcial simpatice con nuestro enojo (como aconseja Adam Smith), sino aplanarla por completo para confrontar al agresor sin expresar ni un ápice de coraje. Andaremos más rápido por el camino de la justicia, nos aseguran, si comunicamos nuestras demandas desprovistas de toda emoción, salvo por aquellas que son amables y gentiles, como la compasión y el respeto.

Esa actitud no da para montar un buen teatro. ¿Será que con ella solo nos perdemos del drama? No lo creo. Incluso si la práctica de la confrontación desapegada es más efectiva para suscitar un cambio en el otro, con ella se pierde la participación afectiva –el acto emocional de involucrarse–, que es una capacidad humana esencial en la búsqueda de una moral recíproca. La víctima y el testigo de la injusticia (aun en su versión como espectador de un video publicado en internet) pierden entonces la oportunidad de ser validados por una comunidad moral; el criminal, por su parte, pierde la oportunidad de encontrarse con la reacción auténtica de otro ser humano.

Cuando decimos que el enojo ante la injusticia es natural y, en vez de combatirlo, lo reempacamos, aplanamos o remodelamos, lo admitimos como una condición para la justicia y lo expresamos como tal, compartimos nuestra humanidad con el agresor de una forma más vulnerable, menos cínica, más completa e importante. Formamos una relación cercana, y no distante, como la que se crea cuando se suprime el enojo. Existe, por supuesto, el riesgo de alienar de modo irreparable al criminal, pero la postura del desapego tampoco está exenta de peligros. La persona que siempre controla su enojo y habla con un criminal desde la disciplina del desapego no se ofrece como ser humano completo en una relación moral. Aunque hay circunstancias para no hacerlo, la relación afectiva entre víctima o comunidad y criminal tiene un valor intrínseco.

Ahora bien, incluso si estuviéramos de acuerdo en eso, es posible que la expresión del enojo no tenga cabida en el proceso penal, que no sea un elemento valioso entre el Estado y el individuo a la hora de la sanción. Aunque es cierto que esas emociones, por contribuir a la búsqueda de una moral recíproca, son centrales para el proceso democrático, quizás hay algo en la naturaleza del proceso y la sanción penal que hace problemático ese involucramiento afectivo. El proceso judicial, aunque contencioso, está estructurado en roles que no fueron previstos para la expresión auténtica y efectiva del enojo. ¿Quiénes, en este proceso, podrían expresar su enojo como una invitación moral para el agresor?

Sin duda, el fiscal puede adoptar una postura de enojo como parte de un estilo persuasivo para probar su caso o argumentar en favor de una sanción dura. Pero hay algo indecoroso en ello, algo que se relaciona con las observaciones de Montaigne: no queremos que el juez ni el jurado deliberen enojados. Su objetivo es determinar si el caso se probó más allá de toda duda razonable y deben hacerlo sin manifestar emoción. También queremos que la sentencia sea racional, imparcial, que esté guiada por los principios de proporcionalidad y concordancia. Por otra parte, es probable que un fiscal que ha pasado mucho tiempo en ese trabajo no se enoje con facilidad. Su emoción podría ser falsa, un performance de enojo dirigido al juez o al jurado, lo que está muy lejos del involucramiento moral afectivo que defiendo.

Por otra parte, la víctima tiene en principio una oportunidad para expresar su enojo ante la corte, pero la estructura de su declaración termina por ser un obstáculo. A las víctimas se les prepara para que expliquen cómo el crimen impactó en ellas en lo físico, financiero y emocional. La declaración está diseñada para que expresen emociones vulnerables: el duelo, el miedo, la pérdida de seguridad personal, el sentimiento de haber sido transgredidas o violadas, pero no el enojo; quizá deberíamos estar más dispuestos a aceptar esa emoción como una expresión del daño hecho a la víctima.

Hagámonos la pregunta: ¿debería la declaración de la víctima aceptar el enojo manifiesto como un esfuerzo para responsabilizar moralmente al agresor? Quizá sí. La sentencia, sin embargo, no debe calibrarse a partir del nivel de enojo de la víctima, ni de su habilidad dramática (también es cuestionable que la víctima deba actuar su enojo, exponerlo como espectáculo emocional).

Más allá de cualquier otra cosa, la sentencia es una comunicación entre el delincuente y la sociedad. Las teorías expresivas del castigo postulan que el objetivo de la sanción es censurar la mala conducta. ¿Queremos que la sentencia comunique esta censura pero que esté libre de afectos? ¿Queremos que comunique sin enojo, indignación y resentimiento? Lacey y Pickard responden que sí, y he ahí la mayor diferencia que tengo con ellas. Me parece que la sentencia criminal aséptica es ininteligible como forma de castigo; es aceptable si la sentencia ordena un tratamiento psiquiátrico, una medida de incapacidad, un mandato de reeducación o un entrenamiento, incluso lo es si impone la reclusión de una persona que represente un peligro para la sociedad. Pero cuando todas las emociones relativas al acto de culpar se extraen del mensaje comunicativo de la sentencia, ese vacío no necesariamente se llena de compasión o respeto; es más probable, en cambio, que se le imprima una actitud gerencial. Si el enojo es diferente de la venganza, como he expuesto, la idea del castigo duro pero merecido no puede divorciarse de estas emociones sin caer en una distorsión moral. Cuando el mensaje es “nadie está enojado contigo, pero necesitas ayuda”, la sentencia falla porque no respeta al agresor como un agente moral responsable, capaz de participar en la búsqueda humana de una moral recíproca. ~

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Traducción del inglés de Sandra Barba.

La versión original de este texto es una conferencia titulada “Punishment as help and the blaming emotions”, impartida en el seminario Emotions and legal practice, gracias al financiamiento de Sydney Ideas y el Australian Research Council Centre of Excellence for the History of the Emotions.

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estudia la filosofía de las emociones en el contexto del conflicto y la justicia. Es profesora de derecho en la Universidad de Alberta, en Canadá, y autora del libro Compulsory compassion. A critique of restorative justice (UBC Press, 2004).


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