Ilustración: Vèlia Bach

Octubre en un vagón

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En un estilo poco complaciente, Marina Tsvietáieva (1892-1941) escribió, entre 1917 y 1919, unos diarios que más tarde reelaboró, respetando su escritura original. Esos diarios dieron título y forma a un volumen nunca publicado en vida de la poeta: Indicios terrestres.

Se trata de un libro de imágenes que transmite sobre todo sensaciones y vivencias percibidas a través de los ojos, los oídos, las manos y aun los pies de quien, durante los años sobrecogedores de la Revolución de Octubre, peregrinó por Rusia en busca de sustento.

“En el libro no hay política –escribe–; hay una verdad apasionada y parcial. Verdad del hambre, del frío, de la cólera, ¡verdad de aquella época! […] Fuera de la política está todo: los sueños, las conversaciones con Alia, los encuentros con la gente, mi propia alma, yo, toda entera. No es en absoluto un libro político. Es mi alma viva encerrada en un nudo corredizo de muerte, pero de cualquier modo viva. El trasfondo es siniestro, ¡no fui yo quien lo inventó!”

“Octubre en un vagón” trata del regreso de Marina Tsvietáieva desde Feodosia, en Crimea, a donde había ido a visitar a su hermana Anastasía, hasta Moscú, donde se encontraban su marido,  Serguéi Efrón, y sus dos hijas, Ariadna e Irina. Con “Octubre en un vagón” arranca el libro Indicios terrestres, de próxima publicación en la editorial Acantilado.

– Selma Ancira

Octubre en un vagón

(Notas de aquellos días)

Dos días y medio ni un bocado, ni un trago. (La garganta cerrada.) Los soldados traen los periódicos – en papel rosado. El Kremlin y todos los monumentos han sido volados. El 56º regimiento. Han sido volados los edificios con los junkers[1]y los oficiales que rehusaron rendirse. 16,000 muertos. En la siguiente estación – ya eran 25,000.  Callo. Fumo. Mis compañeros de viaje, uno tras otro, toman los trenes que van de regreso.

Un sueño (2 de noviembre de 1917, de noche).

Huimos. De un sótano sale un hombre con un fusil. Le apunto con la mano vacía. – Baja el fusil. – El día es soleado. Escalamos unos pedruscos. S. habla de Vladivostok. Avanzamos en coche por entre los escombros. Un hombre con ácido sulfúrico.

Carta en mi cuaderno

Si usted está vivo, si está escrito que vuelva a verlo – entonces escuche: ayer, cuando llegábamos a Járkov, leí el Yuzhni krai: “9,000 muertos”. No le puedo relatar la noche, porque aúnno ha terminado. Ahora la mañana es gris. Estoy en el pasillo. ¡Comprenda! Viajo y le escribo, y no sé si – pero aquí siguen palabras que no puedo escribir.

Nos acercamos a Oriol. Temo escribirle como quisiera, porque estallaré en sollozos. Todo esto es un mal sueño. Trato de dormir. No sé cómo escribirle. Cuando le escribo, usted – existe, ¡porque le escribo! Pero después – ¡ah! – el 56º regimiento de reserva. El Kremlin. (¿Recuerda las enormes llaves con las que cerraba las puertas por la noche?) Pero lo primero, lo primero, lo primero – es usted, usted mismo. Usted con su instinto de autodestrucción. ¿Acaso se puede quedar en casa? Si todos se quedaran, usted iría solo. Porque usted es irreprochable. Porque usted no tolera que maten a los demás. Porque usted es un león que sacrifica su ser leonino: su vida – a todos los demás, conejos y zorros. Porque usted vive con abnegación y desprecia la autodefensa, porque el “yo” para usted no es importante, porque todo esto lo supe desde el primer momento.

Si Dios hace el milagro de conservarlo con vida, lo seguiré como un perro.

Las noticias son inciertas, no sé qué creer. Leo sobre el Kremlin, la Tverskaia, Arbat, el “Metropol”, la plaza de la Ascensión, las montañas de cadáveres. En el periódico s. r.  Kúrskaia Zhiz[2]de ayer (día 1) – leo que ha comenzado el desarme. Otros (los de hoy) hablan de combate. Ahora no me permito escribir, pero mil veces me he visto entrar en casa. ¿Se podrá entrar en la ciudad?

Pronto llegaremos a Oriol. Son casi las dos de la tarde. Estaremos en Moscú a las dos de la mañana. ¿Y si entro en casa y no hay nadie, ni un alma? ¿Dónde buscarlo? Quizá ya no exista ni la casa. Todo el tiempo tengo la sensación de que esto es un mal sueño. Estoy siempre en espera de que algo se produzca, que no haya habido periódicos, nada. Que sea un sueño del que voy a despertar.

La garganta oprimida, como por dedos. No ceso de abrir y cerrar el cuello de mi vestido. Seriózhenka.[3]

Escribí su nombre y no puedo escribir más.

Tres días y tres noches – ni media palabra con nadie. Solo con los soldados para comprar periódicos. (Horrendas hojitas rosadas, siniestras. Carteles teatrales de la muerte. No, ¡Moscú los ha coloreado! Dicen que no hay papel. Había, ya no hay. Para unos – es igual; para otros – una señal.)

Alguien, finalmente: “¿Qué le ocurre, señorita? En todo el camino no ha probado ni un trozo de pan, viajo con usted desde Lozovaia. La veo y la veo y me pregunto: ¿cuándo irá a comer nuestra señorita? Pienso, ahora sí, al pan, pero no – ¡otra vez a escribir en su libretita! ¿Qué, se está preparando para algún examen?”

Yo, vagamente: “Sí.”

El que habla es – un artesano, ojos negros como el carbón, barba negra, tiene algo del Pugachov[4]tierno. Entre terrible y agradable. Conversamos. Se queja de sus hijos: “Se han contagiado de esta nueva vida, de esta sarna. Usted, señorita, es una persona joven y seguro pensará mal de mí, pero yo creo que toda esta escoria roja y estas puercas libertades – no acarrearán más que la tentación del Anticristo. Es un príncipe y su poder es enorme. Solo estaba esperando su momento, estaba reuniendo fuerzas. Vas al campo, – la vida es grisácea, la mujer canosa. ‘Diablo, bufón’… Míralo, lanza tallos de berza. Pero acaso es un bufón si ha nacido príncipe, de naturaleza celestial. A él no hay que atacarlo con tallos, sino con ‘legiones de ángeles’…”

Se sienta con nosotros un militar gordo: cara redonda, bigote, unos cincuenta años, un poco vulgar, un poco vanidoso. – “¡Tengo un hijo en el 560 regimiento! Estoy muy preocupado. No vaya a ser, pienso, que se lo lleve el diablo.” (No sé por qué, pero de inmediato me tranquilizo)… “Por lo demás, no es ningún tonto: ¡qué necesidad tenía de meterse en ese infierno!” (Mi tranquilidad se desvanece)… “Es ingeniero de profesión, y los puentes, ya saben ustedes, no importa para quién se construyan: para el zar o la república, ¡lo que importa es que aguanten!”

Yo, no aguantando más: “Pues mi marido está en el 560.” – “¿Su ma-ri-do? ¿Está usted casada? ¡Vaya! ¡Nunca lo habría pensado! Yo la creía jovencita, a punto de terminar el liceo. ¿O sea que en el 56º? Entonces, ¿también usted está muy preocupada?” – “No sé cómo llegaré al final del viaje.” – “¡Llegará! ¡Y volverá a verlo! Vaya por Dios, con una mujer así, ¡exponerse a las balas! ¡Si será enemigo de sí mismo! ¿También él es muy joven?” – “Veintitrés años.” – “¿Ve? ¡Y usted se inquieta! Si yo tuviera veintitrés años y una esposa como usted… Pero a mis cincuenta y tres y sin una esposa así…” (Yo, mentalmente: “¡Pues por eso!” Pero por alguna razón, pese a tener plena conciencia de lo absurdo del razonamiento, me tranquilizo.)

Me pongo de acuerdo con el artesano para ir juntos desde la estación. Y aunque no llevamos el mismo camino: él va a Taganka, yo a la Povarskaia, sigo pensando en lo mismo: una prórroga de media hora. (En media hora estaremos en Moscú.) El artesano – es un baluarte, y no sé por qué tengo la sensación de que él lo sabe todo, más aún – de que pertenece al ejército del príncipe (¡no en vano es Pugachov!) y precisamente porque es un enemigo, me (a S.) salvará. Ya me ha salvado. De que se subió en este vagón a propósito –para protegerme y tranquilizarme – y de que la estación Lozovaia nada tiene que ver: pudo haber aparecido por la ventana, en plena marcha, en plena estepa. Y de que ahora en Moscú, en la estación, se volverá polvo.

Faltan diez minutos para Moscú. Ya comienza a clarear, – ¿o es simplemente el cielo? ¿Los ojos se han acostumbrado a la oscuridad? Tengo miedo del trayecto, de la hora en el coche de alquiler, de la casa que se aproxima (de la muerte, – porque si lo han matado, moriré). Tengo miedo de oír.

Moscú. Negrura. A la ciudad se puede entrar con un salvoconducto. Yo tengo uno, del todo distinto, pero es igual. (Para la vuelta en tren a Feodosia: esposa de lugarteniente.) Tomo un coche de alquiler. El artesano, por supuesto, ha desaparecido. Parto. El cochero está locuaz, yo estoy ausente, el empedrado está lleno de baches. Tres veces se nos acercan con linternas. – “¡El salvoconducto!” – Lo extiendo. Lo devuelven sin haberlo visto. El primer tañido. Son cerca de las cinco y media. Apenas despunta el día. (¿O lo imagino?) Las calles desiertas, desérticas. No reconozco el camino, no sé (me lleva dando un gran rodeo), tengo la sensación de que siempre va a la izquierda, como a veces una idea en el cerebro. Vamos a algún lado a través y por algo huele a heno. (¿Pero quizá, pienso, sea – la plaza Sénnaia, y de ahí – el heno?) Suenan disparos en los puestos de guardia: alguien no se rinde.

En las niñas no pienso – ni una vez. Si S. no está, no estaré yo, y por tanto, ellas tampoco. Alia sin mí no vivirá, no querrá, no podrá. Como yo sin S.

La iglesia de Borís y Gleb. La nuestra, la de la Povarskaia.[5]Giramos en una callejuela – la nuestra, la de Borís y Gleb. La casa blanca de la escuela diocesana, siempre la llamé “la volière”: una pura galería con voces de niños. Y a la izquierda aquella otra, verde, antigua, firme (el gobernador la vivía y los guardias la vigilaban). Una más. Y la nuestra.

La escalinata frente a dos árboles. Desciendo. Descargo las cosas. A cierta distancia de la puerta, dos hombres en uniforme semimilitar. Se aproximan. – “Somos los guardias de la casa. ¿Qué se le ofrece?” – “Yo soy Tal y vivo aquí.” “No está permitida la entrada por la noche.” – “Entonces llame a la criada, por favor. Del departamento 3.” (Un pensamiento: ahora, ahora, ahora lo dirán. Ellos viven aquí y saben las cosas.)

– “No somos sus sirvientes.” – “Les pagaré.”

Van. Espero. No vivo. Los pies en los que me apoyo, las manos con las que llevo las maletas (no las había soltado). No oigo ni el corazón. Si no hubiera sido por la llamada del cochero, no me habría percatado de la larga, la monstruosamente larga espera.

–Y bien, señorita, ¿me deja ir o no? Todavía tengo que pasar a la Pokróvskaia.

–Le pagaré más.

El terror de que se vaya: en él está mi última vida, mi última vida antes de… Sin embargo, luego de poner las cosas en el suelo, abro mi bolso: tres, diez, doce, diecisiete… hacen falta cincuenta… De dónde los sacaré, si…

Un paso. Primero el ruido de una puerta, después de otra. Ahora se abrirá la de la entrada. Una mujer con un pañuelo en la cabeza, una desconocida.

Yo, sin dejarla hablar:

–¿Es usted la nueva sirvienta?

–Sí.

–¿El señor está muerto?

–Vivo.

–¿Herido?

–No.

–¿Cómo? ¿Pero dónde ha estado todo este tiempo?

–En el Alexandr, con los junkers, – ¡qué miedo hemos pasado! Por suerte, Dios le tuvo piedad. Solo que ha enflacado mucho. Ahora está en el callejón N…, en casa de unos amigos. También las niñas están ahí, y las hermanas del señor… Todos están bien de salud, solo la esperan a usted.

–¿Tendrá usted 33 rublos para reunir lo del cochero?

–Claro, claro que sí, ahora, en cuanto metamos las cosas.

Metemos las cosas, despedimos al cochero. Dunia se dispone a acompañarme. Me llevo uno de los dos panes de Crimea. Nos ponemos en camino. La Povarskaia  está destruida. Adoquines. Baches. El cielo comienza a clarear. Campanas.

Doblamos en el callejón. Una casa de siete pisos. Timbro. Dos con abrigo y gorro. Se enciende una cerilla – brillan los espejuelos. La cerilla a mi cara.

–¿Qué busca?

–Acabo de llegar de Crimea y quiero ver a mi gente.

–¡Pero esto es insólito! ¡Irrumpir en una casa a la seis de la mañana!

–Quiero ver a mi gente.

–Ya tendrá tiempo. Vuelva a las nueve y entonces veremos.

En ese momento, intercede la sirvienta:

–Pero por qué así, señores, tiene hijas pequeñas, solo Dios sabe cuánto no se han visto. Yo la conozco muy bien, es una persona de absoluta confianza, tiene su casa en la Polianka.

–De cualquier forma no podemos dejarlas pasar.

Aquí yo, no aguantando más.

–Y ustedes, ¿quiénes son?

–Somos los guardias de la casa.

–Pues yo soy Tal, esposa de mi marido y madre de mis hijas. Déjeme pasar, que de todas formas entraré.

Y, medio con autorización, medio a la fuerza – seis pisos como si nada – el séptimo.

(Así se me quedó grabada esa primera visión de la burguesía durante la Revolución: las orejas ocultas bajo los gorros, las almas ocultas tras los abrigos, las cabezas ocultas entre los cuellos, los ojos ocultos tras los cristales. Una enceguecedora – al encenderse la cerilla – visión de la piel.)

De abajo la voz de la criada: “¡Feliz reencuentro!”

Llamo. Abren.

–¿Seriozha duerme? ¿Dónde está su habitación?

Y, al cabo de un segundo, desde el umbral:

–¡Seriozha! ¡Soy yo! Acabo de llegar. Tienen ustedes allá abajo – a unos canallas horrendos. ¡Los junkers de todos modos han vencido! ¿Pero está usted aquí o no?

La habitación está a oscuras. Y, tras cerciorarme de que sí:

–Viajé tres días. Le he traído pan. Disculpe que esté duro. ¡Los marineros son unos canallas horribles! He conocido a Pugachov. Seriózhenka, usted está vivo – y…

La noche de ese mismo día partimos Seriozha, su amigo Góltsev[6]y yo rumbo a Crimea.

Un trocito de Crimea

Llegada a Koktebel en medio de una terrible tormenta de nieve. El mar encanecido. La alegría inmensa, casi físicamente abrasante, de Max V.[7]al ver a Seriozha vivo. Inmensos panes blancos.

La visión de Max en un escaloncito de la torre, con Taine en las rodillas, friendo cebolla. Y mientras la cebolla se fríe, la lectura en voz alta, a S. y a mí, del mañana y el pasado mañana de Rusia.

–Y ahora, Seriozha, pasará esto y esto…

Y, con encanto, casi con alegría, como un mago bueno a los niños, imagen tras imagen – toda la revolución rusa con cinco años de adelanto: el terror, la guerra civil, los fusilamientos, los puestos fronterizos, la Vendée, la crueldad, la pérdida de identidad, los espíritus desencadenados de las fuerzas naturales, la sangre, la sangre, la sangre…

Voy con Góltsev por pan.

Un café en Otuzy.[8]En los muros, llamamientos bolcheviques. En las mesas, tártaros de largas barbas. Cuán lentos son para beber, avaros para hablar, altivos para moverse. Para ellos el tiempo se ha detenido. El siglo XVII – y el XX. Y las tacitas también son las mismas, azules, con signos cabalísticos, sin asas. ¿Bolchevismo? ¿Marxismo?

¡Carteles, ya pueden desgañitarse! Qué nos importan sus automóviles, sus burguesías putrefactas… Nosotros tenemos nuestra urazá,[9]nuestros mulás, nuestras uvas, el vago recuerdo de una gran zarina… Este negro poso que bulle en el fondo de las tacitas doradas…

Nosotros – fuera, nosotros – sobre, nosotros – antes. Ustedes – aún serán, nosotros – ya fuimos. Nosotros – una vez para siempre. Nosotros – ya no somos.

Un crepúsculo con luna. Una mezquita. El regreso de las cabras. Una niña con una falda granate hasta el suelo. Bolsas para guardar el tabaco. Una anciana torneada como de marfil. Escultura de razas antiguas. ~

Traducción y notas de Selma Ancira



[1]Alumnos de las academias militares. Losjunkers organizaron un levantamiento antisoviético el 11 de noviembre de 1917 en Petrogrado. Serguéi Efrón había ingresado en la academia para oficiales de Moscú a comienzos de 1917 y durante la Revolución sirvió en el 56ºregimiento que defendió el Kremlin contra las tropas bolcheviques.

[2]Periódico que pertenecía al partido de los Socialistas-Revolucionarios (s. r.). Después de la Revolución de Febrero los s. r. junto con los mencheviques tenían la mayoría en los soviets y formaron parte del gobierno provisional.

[3]Seriózhenka, Seriozha, diminutivos de Serguéi.

[4]Emilián Pugachov, cabecilla de las guerras campesinas de 1773-1775 que se iniciaron como reacción al brusco recrudecimiento de la explotación feudal. Pugachov exhortaba en sus manifiestos a que se entregara la tierra a los campesinos, se liquidara el régimen feudal y se acabara con la nobleza y los funcionarios zaristas. Fue ejecutado en Moscú en 1775. Es uno de los personajes más queridos de Tsvietáieva. De él habla exhaustivamente en su libroPushkin y Pugachov (1937).

[5]Hay otra en la plaza de Arbat. (Nota de M. Tsvietáieva.)

[6]Serguéi Gótsev, alumno de actuación en la Escuela de Teatro de Vajtángov.

[7]Maximilián Voloshin (1877-1932), pintor y poeta, amigo cercano de Marina  Tsvietáieva. Cuando salió Álbum vespertino (1910), el primer poemario de Tsvietáieva, él hizo una crítica muy elogiosa. Voloshin tenía en Koktebel, en Crimea, una casa abierta a los jóvenes artistas y escritores. Al enterarse de su muerte, Tsvietáieva le dedicó el ensayoViva voz de vida (1933), en español en Editorial Minúscula, Barcelona, 2008, traducción de Selma Ancira.

[8]Pueblo en Crimea poblado de tártaros.

[9]Ayuno de treinta días que tienen los musulmanes en el mes de Ramadán.

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