“Operación Che”. Historia de una mentira de Estado

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“El Che fue el último que desenterramos. Parte de sus restos estaban cubiertos por la chaqueta y al registrarla encontramos, en un bolsillo, la bolsita con picadura de su pipa.” Abrumada por la emoción, la historiadora cubana María del Carmen Ariet contaba así a la prensa el hallazgo, en julio de 1997, de los restos de Ernesto Guevara, junto a otros seis guerrilleros, en una fosa común a las afueras de Vallegrande (Bolivia). “Es el comandante, al fin lo encontramos”, coreaban, entre sollozos, los siete miembros del equipo científico cubano, que había tardado dieciocho meses en cumplir la importante misión ordenada por Fidel Castro: localizar el cuerpo del “Guerrillero Heroico”, asesinado por el ejército boliviano el 9 de octubre de 1967, y enviarlo a Cuba a tiempo de conmemorar el 30 aniversario de su muerte.

 

Ajeno a la alegría de los admiradores del Che, que rodeaban la amplia fosa de tres metros de profundidad, diez de largo y cinco de ancho, abierta por los cubanos entre la pista de aterrizaje y el cementerio, un grupo de curiosos observaba ese trajín tan desacostumbrado en Vallegrande, un pueblo de seis mil habitantes del oriente boliviano. Entre la multitud estaba Casiano Maldonado, un campesino de 46 años, dueño de unas pocas vacas y un terrenito al final de la pista. Casiano no salía de su asombro, pero se quedó callado. El momento no era propicio para expresar en voz alta lo que le pasaba por la cabeza. No le gustaban los pleitos. Casi diez años después del hallazgo, el vaquero no lo duda un solo instante: “Ése no era el Che”, dice, mientras lleva un pequeño toro atado a una cuerda. Risueño, bajo un sombrero negro que le protege de la llovizna persistente, Casiano cuenta que, cuando el ejército mató a los guerrilleros y los trajo a Vallegrande, él vio los cadáveres, todos amontonados. “Como perros los tenían. La zanja estaba abierta cuando volví de Vallegrande en la tarde. A la mañana siguiente, cuando pasé de nuevo, ya estaba tapada la zanja. Los habían enterrado a los guerrilleros durante la noche, ahí, en esa misma fosa donde los encontraron. Después, me fui al hospital Señor de Malta porque quería ver al Che, como todo el mundo aquí. Curiosidad, nada más. Cuando llegué al hospital, ahí estaba el cuerpo de Che.”

En 1997, la Revolución Cubana atravesaba sus peores momentos. Su principal aliado y sostén económico, la Unión Soviética, había cesado de existir seis años antes. Había hambre y escasez de todos los productos de primera necesidad en la isla, que vivía bajo las reglas del “periodo especial en tiempo de paz”, un eufemismo para caracterizar una verdadera economía de guerra. Aparecieron pintadas anónimas en las paredes –“Abajo Fidel”– y las primeras señales públicas de descontento, con una manifestación espontánea en el Malecón, algo nunca visto en La Habana desde la llegada al poder de los barbudos, en 1959. En uno de esos golpes propagandísticos perversos, a los que siempre ha recurrido cuando ha estado en un apuro, al dictador cubano se le ocurrió recuperar la figura del popular guerrillero argentino-cubano para distraer al pueblo de sus apremiantes penurias y “relanzar la mística revolucionaria”. Encontrar sus restos se convirtió en el principal desafío para 1997, proclamado “Año del Che”. El Líder Máximo no podía fallar y, menos aún, aquellos que él mismo escogió cuidadosamente para cumplir tan peculiar cometido. Costara lo que costara, los huesos del “Comandante de América” tenían que llegar antes de octubre para ser depositados en el descomunal mausoleo que le estaban construyendo en Santa Clara, la ciudad liberada por la tropa bajo su mando, antes de marchar hacia La Habana, en los últimos días de diciembre de 1958. Y los huesos llegaron a tiempo, tal y como lo había ordenado Fidel Castro.

¿Cómo lo lograron? Diez años después del hallazgo “milagroso”, como lo definió el propio caudillo, van apareciendo por fin las pruebas del engaño.

Muchos vallegrandinos eran escépticos cuando los cubanos empezaron a buscar los restos de los 36 guerrilleros muertos en 1967, en la trágica aventura del Che en tierra boliviana. No tenían mucha fe en la parafernalia técnica del equipo multidisciplinario llegado de La Habana. No dudaban de que los tres ingenieros geofísicos, el antropólogo forense, el arqueólogo y la historiadora, todos bajo la autoridad de Jorge González, por entonces director del Instituto de Medicina Legal de La Habana, terminarían encontrando la mayoría de los cuerpos, pero el del Che, no. ¿De qué iba a servir tanta gente experta y tantos georadares y detectores de magnetismo si al Che lo habían incinerado los militares y esparcido sus cenizas por la selva, como todo el mundo sabía? Sin embargo, las declaraciones del doctor González, el 1 de julio de 1997, sobre el descubrimiento de siete osamentas en una fosa abierta tres días antes, parecían indicar que el ejército había mentido sobre el destino final del cadáver. Muchos incrédulos dieron por bueno el hallazgo cuando lo anunció el médico. “Desde el punto de vista científico, el Che está en esta fosa”, aseguró el jefe de la misión cubana. “No se trata de un deseo mío, como cubano, sino que estamos convencidos, como científicos, de que está acá.” Faltaban todavía por hacer las pruebas forenses, pero el equipo había llegado a la conclusión de que el más buscado de los guerrilleros estaba ahí a partir de un simple cálculo matemático: si el ejército había matado a siete insurgentes en total, los días 8 y 9 de octubre de 1967, y si había siete cuerpos en esa fosa, era obvio que no podía faltar el Che.

Algunos periodistas bolivianos se extrañaron de que el hallazgo hubiera ocurrido en las primeras horas de la noche, o sea, fuera de los horarios fijados por las autoridades bolivianas para trabajar en las excavaciones, y cuando la prensa se había retirado del área.

El entusiasmo manifestado por los cubanos y las garantías ofrecidas por el doctor González –“la identidad de los restos hallados en la fosa se determinará con un estudio final de laboratorio, incluyendo la prueba de ADN”– diluyeron las suspicacias. Además, la llegada, tres días después, de varios miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense revestía de seriedad el proceso de identificación de los huesos. Esa organización había adquirido cierta fama en el sector humanitario, por su participación en distintas investigaciones sobre matanzas de civiles en varios países (Argentina, El Salvador, Guatemala o la antigua Yugoslavia).

El aval de los argentinos tranquilizaba a la prensa nacional y a los enviados de los grandes medios internacionales, cuya principal preocupación era ser los primeros en anunciar el hallazgo o en obtener las imágenes de los “guerrilleros huesos”, según la fórmula usada por el Che en su época mexicana, a finales de los años cincuenta. Un cineasta italiano denunció, incluso, que la televisión estadounidense CBS había intentado obtener la exclusiva por 30.000 dólares. Enredados en esa batalla, nadie cuestionó el proceso de exhumación, a pesar de las numerosas irregularidades en los procedimientos y de la sospechosa complicidad de la comisión nombrada por el gobierno de Bolivia para supervisar la operación. Al frente de esa comisión, y a petición del propio Fidel Castro, el presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada había nombrado a su hombre de confianza, Franklin Anaya, que era entonces su ministro de Gobierno (Interior), después de haber sido su embajador en La Habana.

Cuando el diario The New York Times publicó, en noviembre de 1995, las declaraciones del general Mario Vargas sobre la supuesta ubicación de la tumba del Che, cerca de la pista de aviación de Vallegrande, Sánchez de Lozada decidió autorizar la búsqueda, para “devolver los restos a las familias de los guerrilleros y darles cristiana sepultura”. “Para hacérselo aceptable a las Fuerzas Armadas, yo se lo planteé como una cuestión humanitaria”, nos explicaba el ahora ex presidente durante un encuentro casual en Guatemala, en octubre de 1999. “Las Fuerzas Armadas fueron muy disciplinadas y muy discretas. Lo importante es que todos estaban interesados en el asunto: los cubanos tenían interés en llevarse los restos y los militares en quitárselos de encima. Perdimos un maravilloso negocio de turismo, pero pude sacar este irritante de la vida institucional”. Sobre la posibilidad de que Franklin Anaya pudiera haber sido cómplice de un montaje de los cubanos para atribuir huesos ajenos al Che, el ex presidente reconoce que no se le había ocurrido: “A Franklin lo conozco, es amigo. Era más embajador de Cuba en Bolivia que al revés, y es cierto que al Che lo descubrieron con otros cadáveres, lo cual no correspondía con las indicaciones de los protagonistas, pero no creo que Franklin estuviera en ese proyecto.”

En cualquier caso, Anaya cumplió su cometido con creces. Cuando aparecieron las osamentas, el ministro tomó la decisión de trasladarlas inmediatamente a Santa Cruz de la Sierra, la gran ciudad del oriente boliviano, a unos 300 kilómetros de Vallegrande. “Acondicionamos el hospital de Vallegrande para hacer creer que íbamos a llevar los restos ahí. La policía me había informado de que la gente iba a bloquear las salidas del pueblo para impedir que se los llevaran a Cuba”, cuenta en su confortable casa en la periferia de La Paz. Y para documentar sus afirmaciones, presenta varios informes de los servicios bolivianos de inteligencia. “Le dije a Popy [apodo del doctor Jorge González] que había que sacar todo esa noche: ahora o nunca, le dije. Los cubanos y los argentinos pusieron los huesos en cajas de cartón. Convoqué una conferencia de prensa en Vallegrande a las once de la noche y, en ese mismo momento, salía una columna de unos quince vehículos, con policía y una ambulancia, donde estaban las cajas.”

El hospital Japonés de Santa Cruz prestó sus instalaciones para que los forenses cubanos juntasen las piezas óseas y realizasen las necropsias exigidas por ley. Al cabo de una semana, marcada por una romería permanente de los admiradores del Che en las puertas del nosocomio y una larga espera para decenas de periodistas, llegó la buena nueva. El Che, anunciaron forenses y autoridades, había sido “plenamente” identificado. El doctor González subrayó la “inequívoca comprobación de que los restos del esqueleto número 2 corresponden al comandante Ernesto Che Guevara”. Los otros seis estaban en mucho peor estado, pero los forenses pudieron identificar a los tres cubanos. En cambio, no había resultados para los dos bolivianos y el peruano.

Como lo contaría más adelante el antropólogo forense cubano Héctor Soto, en una entrevista al periódico Juventud Rebelde (26 de octubre de 1997), “el grado de fragmentación de casi todos los cráneos no permitió el uso de la técnica de superposición cráneo-fotográfica, lo cual ratifica en cierto modo la hipótesis de que después del enterramiento los cuerpos fueron compactados por otras capas de tierra”. El artículo agrega que “todos los cráneos estaban fragmentados, excepto el del esqueleto número 2”. ¿Habrá alguna razón científica para explicar por qué el cráneo del Che no sufrió el mismo deterioro que los otros seis en las mismas condiciones adversas? Nadie lo preguntó en las sucesivas conferencias de prensa en Santa Cruz. Después de todo, el doctor González había ofrecido una lista muy convincente de elementos que habían permitido la identificación del Che: la ausencia de las manos, que habían sido amputadas por el ejército después de asesinarlo; las características antropológicas del cráneo, “específicamente la región frontal, exageradamente prominente, que todo el mundo conoce por las fotos del comandante”; y la coincidencia de la dentadura con la ficha dental que se tenía del Che.

Además, había agregado el forense, se habían encontrado pruebas contundentes en la fosa, en particular un cinturón y una chamarra verde, idénticos a los que portaba el Che cuando su cadáver fue expuesto en la lavandería del hospital Señor de Malta.

Los expertos cubanos y argentinos insistieron sobre la presencia providencial de esa chaqueta, que tapó el cráneo, el torso y los brazos del esqueleto número 2 durante todo el proceso de excavación. El hallazgo de una bolsa con un resto de tabaco en uno de los bolsillos cuadraba con la anécdota contada por un piloto de helicóptero, el entonces mayor Jaime Niño de Guzmán, que había regalado tabaco al Che para su pipa, un poco antes de su ejecución en la escuelita de La Higuera (el ejército lo tuvo preso unas horas, levemente herido en una pantorrilla, después de un combate en la quebrada del Churo, o Yuro para los cubanos, a unos kilómetros de esa minúscula aldea). Sin embargo, había contradicciones insalvables sobre la tabaquera encontrada con los restos del Che. Mientras la historiadora María del Carmen Ariet, coordinadora del Centro de Estudios Che Guevara, en La Habana, y brazo derecho del doctor González en la búsqueda de las tumbas, insistía en que se trataba de una “bolsita de nailon”, el cineasta italiano Daniele Incalcaterra, que estuvo todo el tiempo en la fosa con sus amigos forenses argentinos, afirma que era “una tabaquera de metal, rectangular”. ¿Está seguro de que no era una bolsita de nailon? “Seguro. Era de metal, pequeña, como las que se hacían en esa época.” Y como todos los guerrilleros eran fumadores, ese tabaco y esa chamarra pudieron haber pertenecido a cualquiera de ellos.

Identificados los cadáveres, el gobierno boliviano autorizó de buena gana la salida de los huesos del Che y de los tres cubanos, además de la osamenta de un cuarto combatiente, Carlos Coello, “Tuma”, cuyos restos habían sido descubiertos el año anterior en otra fosa. El 12 de julio de 1997, los cinco pequeños ataúdes de madera viajaron con Cubana de Aviación, de Santa Cruz hasta La Habana, donde fueron recibidos por sus familiares y un nutrido grupo de gerifaltes, encabezados por los dos hermanos Castro. El periódico argentino Clarín ofreció en ese momento, bajo la firma de Matilde Sánchez, una descripción muy atinada del acontecimiento. “Todo parecía dispuesto para una apoteosis política, que sonaba diagramada hasta en las pequeñas cortesías del azar para hacer coincidir el regreso del mítico guerrillero con los festejos [de conmemoración] del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio, fecha emblemática de la Revolución Cubana, y la apertura del Congreso de la Juventud, un día más tarde”.

La gran movilización popular había empezado y llegaría a su apogeo el 17 de octubre de 1997, cuando los restos del Che fueron transportados triunfalmente hasta el mausoleo de Santa Clara. En su discurso, Fidel Castro no escatimó alabanzas a su ex compañero, con el cual había tenido diferencias y al que no intentó rescatar en Bolivia cuando quedó claro que la guerrilla estaba fracasando. “¡Gracias, Che, por tu historia, tu vida y tu ejemplo! ¡Gracias por venir a reforzarnos en esta difícil lucha que estamos librando hoy para salvar las ideas por las cuales tanto luchaste, para salvar la Revolución, la patria y las conquistas del socialismo!” Muerto el Che, ¡viva el Che! La economía siguió cayendo en picada y ninguna perspectiva de mejoría apareció en el horizonte, pero al régimen los huesos del Che le resolvieron el año 1997, que terminó sin sobresaltos políticos. No había pan, pero por lo menos había circo.

No era la primera vez que Castro obtenía réditos políticos con la figura del Che. La repatriación de los restos del antiguo ministro de Industria y jefe del Banco Central, convertido en icono de la juventud mundial, era la culminación de un proceso que había empezado con la devolución rocambolesca de su Diario de Bolivia, unos seis meses después de su muerte. Mientras los militares bolivianos mantenían negociaciones secretas para vender por una millonada los derechos de publicación a varias editoriales europeas y estadounidenses, su propio ministro del Interior, Antonio Arguedas, sacaba clandestinamente una copia fotostática del Diario para mandarla a La Habana a través de terceros. Los cubanos ganaron la carrera y publicaron, el 1 de julio de 1968, el famoso documento, con una introducción, cómo no, de Fidel Castro, que se apuntó una victoria política con la difusión del texto en varios idiomas.

La recuperación del Diario fue el primer acto de un largo proceso de reapropiación del Che por el régimen de La Habana, que se ha empeñado en rescatar al guerrillero pedazo a pedazo. Luego, llegarían las manos amputadas y, poco a poco, varias de sus pertenencias, recolectadas en Bolivia por agentes de la inteligencia cubana. Y, finalmente, la apoteosis con la repatriación de la supuesta osamenta del Che. Las manos viajaron a La Habana gracias al mismo personaje que había entregado el Diario. Esa hazaña le había costado su puesto de ministro del Interior en el gobierno boliviano y casi la vida, a manos de unos militares que querían vengarse. Cuando decidió mandar las manos del Che a Cuba, Antonio Arguedas se recuperaba en un hospital paceño de las graves heridas sufridas en un atentado. Esa vez sobrevivió. Antes de pedir asilo político a México –iría finalmente a Cuba, donde residió más de siete años– Arguedas llamó a su amigo Víctor Zannier, el mismo que se había encargado de sacar del país las fotostáticas del Diario, escondidas en cuatro fundas de discos LP.  Le encomendó una nueva misión, muy delicada, cuenta Zannier: “Vete a mi casa –me dijo–.

Ahí tengo las manos del Che. Busca una manera de hacerlas llegar a Fidel.”

Desde hacía casi dos años, Arguedas convivía con las manos del guerrillero. Las guardaba en un bote de formol debajo de la cama, dentro de una urna de madera tapizada con “terciopelo rojo y [con] un acabado muy elegante”, según su propia descripción. El ejército había ordenado cortar las manos del Che, poco antes de su entierro secreto, para tener una prueba incontestable de su muerte. Por motivos que él mismo nunca quiso aclarar del todo, entre los cuales se mezclan el fetichismo, muy arraigado entre los afectados por el virus de la chemanía, y el sentimiento de culpa por haber participado en la muerte del “Comandante de América”, Arguedas había decidido conservarlas. Quizás se habría quedado también con la cabeza si su subordinado, el teniente coronel Roberto Quintanilla, jefe de inteligencia del ministerio del Interior, hubiera cumplido la orden que él mismo le había dado. Quintanilla tuvo que conformarse con las manos cuando varios oficiales de alto rango y los dos médicos del hospital de Vallegrande se opusieron a semejante acto de barbarie.

Sentado en la confitería Cristal, en la avenida Heroínas de su Cochabamba natal, el abogado y periodista Víctor Zannier, militante de izquierda de toda la vida y muy vinculado al régimen castrista, no duda en hacer un repaso completo de la agitada historia de Bolivia desde la revolución de 1952, en la cual participó. Luego, vuelve al tema de las manos. Con una memoria prodigiosa a pesar de sus ochenta años, recuerda con muchos detalles cómo cumplió con su nueva misión. “Con el hijo de Arguedas, Carlitos, que tenía entonces catorce años, cavé un poco en el suelo de cemento debajo de la cama y encontré una bandera cubana y una boliviana que envolvían una urna tallada en madera, donde figuraban las fechas de nacimiento y asesinato del Che. Dentro había un bote con las dos manos en perfecto estado. Había también una mascarilla de yeso, no muy bien hecha, con restos de barba, bigote, cejas y pelo. Probablemente, el que la hizo no tenía práctica o medios. Era la cara del Che volcada.”

Zannier sacó el bote de la urna y lo puso, con la mascarilla, en una pequeña maleta de metal que acababa de comprar con este fin. Al cabo de seis meses y muchas peripecias estrambóticas, la misma maleta y su peculiar contenido aterrizaron en el aeropuerto de La Habana, a principios de enero de 1970. Fue un recorrido interminable por Budapest, Moscú y Argel, con una escala imprevista, y muy tensa, en la base estadounidense de las Bermudas, donde el avión de Aeroflot tuvo que repostar combustible. “Habíamos tenido demasiado viento en contra”, recuerda Zannier. “Yo viajaba con un pasaporte cubano, que me habían dado en Moscú, y bajo otro nombre. Empecé a preocuparme cuando subieron al avión varios militares americanos y unos funcionarios. Yo tenía el maletín entre las piernas y no lo había soltado desde que habíamos despegado de Moscú. Pidieron la lista de pasajeros, pero no tenían derecho de revisarnos porque era una escala técnica. El vuelo siguió hasta La Habana, donde me esperaba una comitiva de alto nivel. Entregué el maletín y, en la noche, Fidel me convocó para darme las gracias por esta operación que él calificó de ‘excepcional’”.

Después de la entrega de las manos, quedaba lo más difícil: encontrar el cuerpo del Che, o lo que quedara de él, y repatriarlo. Todo esto clandestinamente, sin que las autoridades bolivianas se percataran de la operación. La Habana no pudo hacer nada sustancial hasta el año 1983, cuando se reanudaron las relaciones diplomáticas entre los dos países, de manera parcial hasta 1989, y luego con intercambio de embajadores. Una coalición de izquierda había ganado las elecciones en Bolivia, y los cubanos aprovecharon inmediatamente las circunstancias. Apenas instalado en la presidencia de la República Hernán Siles Zuazo, La Habana mandó a decenas de agentes de la Dirección General de Inteligencia y del Departamento América. Ambas dependencias, encargadas de apoyar a los movimientos guerrilleros en el continente, estaban dirigidas por el famoso Manuel Piñeiro, “Barbarroja”, fallecido en 1998. El número uno de la embajada era un experimentado cuadro de ese Departamento, el mismo que había recibido a Zannier en el aeropuerto de La Habana cuando llegó con las manos del Che. Ángel Brugués, más conocido como “Lino”, se quedaría once años en Bolivia, primero como encargado de negocios y, luego, como embajador. Entre  sus misiones secretas, estuvo la de buscar los restos del Che con el apoyo de varios agentes cubanos, en particular los historiadores Froilán González y Adys Cupull, autores de varios libros sobre la saga del Che en Bolivia (De Ñacahuasú a La Higuera, 1989, y La CIA contra el Che, 1992).

Froilán González cuenta, con una profusión obsesiva de detalles, sus entrevistas con muchos de los bolivianos, campesinos en su mayoría, que tuvieron algún contacto con el Che cuando deambulaba con su tropa hambrienta en la zona de los ríos Grande y Ñacahuasú. El autor rescató varios utensilios, como tazas o platos, que el Che había usado alguna vez. La enfermera que lavó su cadáver, Susana Osinaga, le entregó uno de los tres pares de calcetines que llevaba puestos el guerrillero en el momento de su muerte. “He conservado las medias todo este tiempo en esta cajita, tal como se las quité. ¡Ni las lavé!” Otra vallegrandina, Elvira Ramírez, aceptó deshacerse del mechón que su prima, ya fallecida, había cortado de la cabellera del Che y llevaba como “amuleto”.

En cambio, Froilán González no parece haber tenido tanto éxito con otro de sus cometidos: la ubicación de los restos de los 36 guerrilleros muertos en esa aventura, en su mayoría bolivianos y cubanos.

La población local le proporcionó indicaciones sobre las sepulturas de algunos de ellos, incluyendo “Tania”, la única mujer del grupo.

En cuanto al Che, los datos eran escasos. “Las informaciones recopiladas dan dos lugares como probables de donde se encuentran enterrados [sus restos]: uno, en un terreno al fondo del dormitorio del regimiento ‘Pando’; el otro, a un costado de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Vallegrande, a unos pocos metros del comienzo de la pista. Entre ambos hay una distancia de doscientos metros” (La CIA contra el Che, p. 153). En un intento de afinar los datos recopilados por sus agentes, La Habana buscó el apoyo del sacerdote que ejercía también de capellán en esa zona. Mario Laredo había celebrado un oficio religioso en el entierro de Tania –de todos los guerrilleros muertos, sólo ella tuvo el privilegio de ser sepultada en un ataúd– y tenía cierta simpatía por el régimen castrista.

Dariel Alarcón, “Benigno”, el fiel compañero del Che desde la Sierra Maestra hasta la tragedia de los Andes bolivianos, no ha olvidado esa visita extraña que hizo Mario Laredo a Cuba. “En octubre de 1987, Fidel lo invita para el veinte aniversario de la muerte del Che. Lo llevan a Pinar del Río para inaugurar la fábrica de componentes electrónicos ‘Comandante Ernesto Che Guevara’. Ahí, le piden que ayude a Lino, nuestro hombre en La Paz, a recuperar el cadáver del Che. El cerebro de toda la operación, como siempre para esas cosas, fue Barbarroja.” Según Benigno, Lino y su equipo fueron a Vallegrande a principios de 1988 y cavaron de noche en el lugar indicado por el capellán. “Encontraron una osamenta y la mandaron por valija diplomática a La Habana.” Las cosas, sin embargo, no salieron bien. El médico que analizó los restos aseguró que no eran los del Che.

Para confirmar esta historia, había que viajar a La Habana y hablar con Lino. Hoy, Lino está en el “plan pijama”, víctima de esas purgas recurrentes en los regímenes comunistas, y tiene prohibido salir del país. El “plan pijama” consiste en mandar al infeliz a su casa, sin sueldo y sin los privilegios de la nomenklatura. Eso, en Cuba, equivale a la muerte social, porque hace del castigado un apestado. Después de varias décadas al servicio del Departamento América, el ex embajador en La Paz, Ángel Brugués, fue despedido a mediados de los años noventa, al mismo tiempo que varios de sus colegas y su propio jefe, Barbarroja. Esa experiencia lo llevaría a cambios radicales en su forma de pensar, pasando del comunismo ateo al catolicismo militante.

“Es cierto que llevamos un cadáver a La Habana por ahí de 1988, pero nunca pensamos que pudiera ser el Che”, cuenta Lino, en su casa en la capital cubana. Vive a unas cuadras de la iglesia Santa Rita, donde, una vez a la semana, se juntan las Damas de Blanco para pedir la libertad de los presos políticos. “Creíamos que era Tania. Localizamos en el cementerio de Vallegrande un cadáver que supuestamente era de Tania. En La Habana se le hicieron pruebas, pero no era ella. En cuanto al Che, no es cierto que intentáramos sacar sus huesos. Varios militares bolivianos nos dieron información. Yo hablé con un general, que murió después, pero no llegamos a tener los datos exactos.”

El general en cuestión era Mario Vargas Salinas. Según Froilán González, el militar “confirmó y amplió las informaciones que nos había dado, en el sentido de que el Che Guevara no fue incinerado y se encontraba enterrado en Vallegrande a un costado de la pista de aterrizaje, junto a otros compañeros, y mostró su disposición para visitar el lugar”. Los cubanos no dieron seguimiento a la propuesta de Vargas porque su testimonio les pareció entonces demasiado impreciso. Extrañamente, sobre la base de una declaración idéntica de ese mismo general al periodista estadounidense Jon Lee Anderson, once años después, Cuba se lanzará al rescate de los restos del Che. Los tiempos habían cambiado y Fidel Castro necesitaba de un gran espectáculo que hiciera olvidar por un tiempo la dureza de la vida cotidiana de los cubanos en ese “periodo especial”.

¿Qué sabía el general Vargas de la ubicación de los huesos del Che? Nada, al parecer. Cuando fue llamado para ayudar a los forenses a ubicar la tumba, no logró indicar el lugar. Vargas nunca había sido encargado de dar sepulturas a los guerrilleros. Esos menesteres dependían exclusivamente del teniente coronel Andrés Selich, que dirigía el Batallón de Ingenieros en Vallegrande y hacía esa tarea con mucha dedicación, asegurándose de que los muertos fueran enterrados como animales y en lugares secretos. En el caso del Che, la viuda de Selich contó a Jon Lee Anderson que su marido lo había “enterrado aparte de los demás” (Che Guevara. Una vida revolucionaria, p. 692, nota 1). Sin embargo, el autor de esa biografía le da más crédito a la versión del general Vargas, siguiendo así la línea de La Habana, que se apoyaría en esas declaraciones para dar credibilidad al hallazgo de los restos del Che.

Lo único nuevo que parecía aportar el general Vargas era que el ejército no había incinerado el cadáver. No es que le constara personalmente, pero el oficial tomaba así partido en una polémica que existía desde el 11 de octubre de 1967. Ese día, a las dos de la madrugada, los militares se llevaron el cuerpo semidesnudo del Che, después de haberlo expuesto en una morgue improvisada en la lavandería del pequeño hospital Señor de Malta. Ahí fueron tomadas esas fotos impactantes que dieron la vuelta al mundo y contribuyeron a crear la leyenda del Che. Con los ojos abiertos, la mirada limpia, la barba y el pelo largo, parecía una réplica del Cristo muerto de Mantegna.

El alto mando dio la orden de incinerar el cadáver, para no dejar rastros. Los militares querían evitar que la tumba se transformara en un lugar de peregrinación, adonde llegaría la izquierda mundial para venerar a un mártir de la causa, un “santo laico”, como lo calificó otro de sus biógrafos, Paco Taibo II.

Los generales Alfredo Ovando y Juan José Torres, los dos oficiales de más rango en la época –ambos serían luego presidentes de la República– habían hecho declaraciones totalmente contradictorias. “Guevara no fue cremado”, había asegurado el primero, mientras el otro había afirmado que la cremación había tenido “lugar en Vallegrande y [las] cenizas fueron enterradas en algún lugar de Bolivia”. Según los testimonios de los más altos oficiales entonces destacados en esa zona, no hay duda de que la orden de quemar el cadáver llegó de La Paz, pero todo parece indicar que no se cumplió. Fue por falta de capacidad técnica por lo que no se hizo, aseguran varios testigos de la época. “Los militares no querían que los vecinos se dieran cuenta, porque en Bolivia la cremación era ilegal, no existía ningún horno crematorio y, con métodos artesanales, la incineración completa de un cuerpo humano puede tardar varios días”, asegura Gustavo Sánchez Salazar, coautor del primer libro, publicado en inglés, sobre el Che después de su muerte (The Great Rebel, 1969). “Yo creo que el teniente coronel Selich intentó cremar el cuerpo, para cumplir la orden del alto mando, pero se dio cuenta de que no era posible y lo enterró en algún lugar.”

Hay, en cambio, un consenso entre los militares sobre un punto clave: incinerados o no, sus restos fueron sepultados en solitario, en una tumba aparte, y los muy pocos, tres o cuatro personas, que conocían el lugar exacto han muerto.

“El Che era demasiado importante para que lo enterraran con otros guerrilleros”, sentencia Erick Blössl, un alemán que recaló en aquellos parajes antes que el Che, como cooperante agrónomo, y hoy, a sus 77 años, regenta un restaurante. Blössl no sabía dónde estaba sepultado el Che, pero tenía un dato que podía llevar a esclarecer el enigma de la osamenta rescatada en 1997 por los forenses cubanos y argentinos.

“Yo estaba en el aeropuerto cuando llegó el helicóptero con el cadáver del Che, el lunes 9 de octubre de 1967, alrededor de las cinco de la tarde. Luego, seguí la furgoneta hasta el hospital. Cuando hice las primeras fotos del Che en la lavandería del hospital, él tenía su ropa completa. Unos militares le pusieron una tabla de madera, de unos diez o quince centímetros de alto, debajo de la cabeza para tener un mejor ángulo para sacar fotos. Por esto, parecía que el Che miraba a las cámaras. A su lado había los cadáveres de otros dos guerrilleros, tirados en el suelo.

“Al día siguiente, un poco antes de las ocho de la mañana, cuando fui de nuevo al hospital, el Che ya estaba lavado y vestía solamente un pantalón arremangado casi hasta la rodilla, para que la prensa viera la herida en la pantorrilla derecha, por una bala que había recibido en el combate. En el suelo, estaban su chamarra, el cinturón, una camiseta toda podrida, los calcetines y el resto de su ropa. Seguían los dos muertos en el suelo. Poco después, me encontré en la calle con mi amigo Musa, el doctor Moisés Abraham Baptista, el director del hospital. Musa me preguntó qué hacía yo por ahí. Hablamos del cadáver y le conté que quería llevarme el cinturón del Che pero que no me había atrevido a hacerlo. ‘Estúpido, me dijo, llévatelo, ven conmigo’. Regresamos a la lavandería, pero ya no estaba el cinturón. Apenas habían pasado quince minutos desde mi anterior visita, pero alguien se lo había llevado. Las demás cosas seguían ahí, también la chamarra, pero no me interesaba. En la tarde del mismo día, martes 10, cuando todavía desfilaba la gente para ver el cuerpo del Che, entré de nuevo. Ya no estaban los otros dos cadáveres, los habían llevado”.

 “Dos días después, Musa me invita a su casa y me pone en la mesa de la sala un paquete en forma de chorizo, envuelto en un ejemplar del periódico La Prensa, de La Paz, el único que llegaba de vez en cuando a Vallegrande. Y me dice: ‘Ábrelo’. Lo abrí. Era la chamarra, toda ensangrentada. Le di la vuelta, la miré por todos los lados. El cierre estaba roto y la chamarra estaba amarrada con una pita (cuerda), exactamente como en las fotos que tomamos todos. Había varios orificios de entrada y de salida de las balas, con manchas de sangre. Forzando un poco, se podía pasar el dedo por los agujeros. Esto indicaba claramente que el Che no había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en combate, como habían dicho los militares, porque no hubiera podido caminar con semejantes heridas en el tórax. En ese entonces no había ninguna otra prueba de su asesinato y los testigos no habían hablado todavía. Le dije a Musa de esconderla bien, porque era la prueba de que lo habían ejecutado. Yo no era partidario del Che ni de la lucha armada, pero no me parecía correcto haberle asesinado.” Esa larga conversación con Erick Blössl en su restaurante de Vallegrande fue providencial. Nos fuimos de nuevo a los libros de Froilán González, el historiador cubano que había investigado sobre el terreno durante cuatro años las andanzas del Che en Bolivia. Encontramos un testimonio que confirmaba la versión del agrónomo alemán. Se trata de la narración del corresponsal en Vallegrande del diario Presencia, Edwin Chacón. “Yo me apoderé de la chaqueta, estaba ensangrentada y la envolví en un periódico para llevármela, pero me vieron y dijeron que no podía hacer eso.”

Era el mismo paquete que el médico Moisés Abraham Baptista se había llevado a su casa y enseñado a su amigo Erick.

Dado que esta chamarra estaba en posesión del médico que hizo la autopsia del guerrillero y le cortó las manos, ¿cómo los cubanos pueden haberla encontrado en la fosa común treinta años después y presentarla como una de las pruebas clave para identificar al Che?

Erick Blössl se acordaba de otro detalle más reciente. “En 1997, cuando aparecieron los restos de los guerrilleros, me llamó Marcos Tufiño, uno de los viceministros encargados de supervisar las excavaciones. Él quería que le confirmara que la chamarra que cubría el cuerpo número 2 era del Che. Bajamos a la fosa y, después de mirarla bien, le dije que no era. Se parecía más a una capa de agua del ejército americano, tipo poncho, y no tenía nada que ver con la que el Che llevaba puesta en el hospital. Tufiño insistió, pero me quedé con la impresión de que él también sabía que no era el Che.”

Queda ahora por esclarecer un misterio: ¿cómo se las ingeniaron los cubanos para engañar a todo el mundo? Su trabajo fue avalado por los forenses argentinos y las autoridades bolivianas. El doctor González ha presentado los resultados de su hazaña en varios congresos forenses internacionales, y ningún experto los ha criticado. Es cierto que algunos le reclamaron que no hubiera cumplido su compromiso de realizar las pruebas de ADN. La respuesta del médico y de sus colegas fue que las otras pruebas habían permitido la identificación del Che sin la más mínima sombra de duda. Alejandro Incháurregui, uno de los forenses argentinos que habían estado en Vallegrande, añadió que hubiera sido una “exquisitez” inútil recurrir al ADN. De los tres forenses consultados sobre este tema, un argentino, un colombiano y un español que han asistido a las presentaciones de Jorge González en tres congresos internacionales (Buenos Aires, Montevideo y La Habana), ninguno ha notado nada anormal. Un prestigioso profesor de medicina legal de Buenos Aires, Luis Alberto Kvitko, es el más entusiasta. “Soy muy amigo de Héctor Soto y Jorge González. Yo pongo mis manos en el fuego por ellos: son profesionales muy serios. El reconocimiento por la dentadura es categórico, tanto como el ADN. Además, ahí estaba la chamarra: es la misma que en las fotos cuando expusieron su cadáver. Yo invité a Jorge González a dar una conferencia aquí, en la Universidad de Buenos Aires. Tengo la presentación en power point que él hizo, con todos los detalles de la búsqueda y de las excavaciones, de la investigación histórica, etcétera.”

Sin embargo, el profesor Kvitko no aceptó entregar una copia de esa presentación. Y tampoco quiso hacerlo el doctor Jorge Bermúdez, de la Asociación de Peritos de la Provincia de Buenos Aires, APeBA, que había invitado a su colega cubano a dar una conferencia en la Universidad de Quilmes, el 6 de julio de 2004, titulada “Búsqueda e identificación de restos humanos. El caso Che Guevara”. La respuesta de APeBA tuvo el mérito de ser franca: “Fue condición del doctor Jorge González Pérez para su participación no grabar ni reproducir el material. Así lo hemos hecho.”

¿A qué se debe tanto secretismo? Les tocará a los cubanos explicarlo un día, pero eso no ocurrirá mientras no haya un cambio de régimen en La Habana. Sólo una prueba de ADN realizada por expertos totalmente independientes permitirá comprobar si el esqueleto atribuido al Che le pertenece realmente. Lo van a tener difícil, ya que las dos autopsias practicadas al Che no coinciden. La primera, realizada en Vallegrande por el doctor Abraham Baptista, en 1967, señalaba nueve heridas de bala. La segunda, hecha en el hospital Japonés de Santa Cruz, treinta años más tarde, menciona sólo “cuatro proyectiles de arma de fuego”.

La “operación Che” ilustra de forma impactante la capacidad del régimen castrista de imponer sus criterios políticos a los científicos, cuya independencia queda en entredicho. El Líder Máximo había hecho del rescate de los restos del Che una cuestión de honor y, si los expertos escogidos por él no los encontraban –es probable que Castro supiera que así ocurriría–, había que arreglar las cosas para que los huesos de otro individuo, de características similares, fueran atribuidos al “Guerrillero Heroico”. Esto explicaría por qué los expertos extranjeros consultados no pudieron ver la trampa: los huesos y la documentación médica pertenecen a la misma persona, pero no es el Che. No fue una hazaña científica y tampoco un acto de magia: fue una operación de inteligencia disfrazada de misión científica. Y lo más probable es que la manipulación de las osamentas se produjera antes de la llegada de los forenses argentinos, en esos tres días que tuvieron los cubanos para actuar sin supervisión. Después de todo, si los agentes cubanos se habían llevado por valija diplomática, de Vallegrande a La Habana, el esqueleto entero de la falsa Tania, bien podían traerse una calavera desde Cuba para sembrarla en tierras bolivianas.

El propio Castro ha dado una pista al cometer un lapsus revelador en su Biografía a dos voces, dictada a su amanuense Ignacio Ramonet y revisada minuciosamente por el propio caudillo, según lo confesó él mismo. Dice Castro a propósito del rescate de la osamenta del Che: “¡Qué mérito el de los que encontraron su cadáver y los de otros cinco compañeros!” ¿Cinco? ¿No eran siete, con el Che? Sólo seis, incluido el Che, asegura el Comandante en Jefe. La pregunta obligada, que no hace Ramonet, es: ¿Cómo hicieron los forenses cubanos para obtener siete osamentas a partir de seis cuerpos? Ésa es la hazaña, y Castro colma de halagos a su autor: “Ese hombre, Jorge González, que hoy es rector de nuestra facultad de ciencias médicas, ¡qué mérito!, cómo lo encontraron, eso es milagroso.” ~

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