Adiós, La Mamona

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Nos bastó mirarla una sola vez para sentenciar al alimón: "esta es la mamona".1 El mote le duró el mes que su descomunal afiche proliferó, como un alma en pena encuerada, por el inframundo hediondo del metro de París. Se aparecía detrás del árabe dormido, junto al vendedor de melones, el ruso de la balalaika o el feroz bretón que con su metralleta parecía guarecerla de la ira de Bin Laden… Supimos aborrecerla.
     La Mamona, reconcentrado icónico de lascivia industrial, es el anzuelo para acercarle clientes a una "revista para caballeros". Me desconcierta la denominación de esos catálogos de jamón redondo y pelo laborioso. Supone que la vida sentimental de un caballero endereza hacia mujeres que pesan ciento veinte páginas, tienen cutis de papel lustrina, tres grapas en la columna vertebral, se echan a perder si les cae agua y quedan obsoletas a un mes de iniciada la relación.
     De niño las mirábamos furtivamente entre mecánicos y ferreterías, floraciones delicadas entre los acumuladores y martillos, pausas impolutas rodeadas de cochambre, con sus fantásticos apelativos de hadas nórdicas, como unas afroditas kodak entre los vulcanos de overol. ¿Qué misteriosa rima se daba entre un pezón y un pivote, entre el despliegue de esferas undosas y el caucho de la cámara neumática, que se hinchaba poco a poco?
     La Mamona tiene la asombrosa virtud de resultar más antipática cada vez que se la ve. Ostenta dos talentos precarios: quitarse la ropa y acariciarse una chichi2 en una pésima imitación de la Venus de Medici. Curioso que esto todavía suceda en una sociedad civilizada, en la que se pensaría que el talento no radica en la epidermis.
     Supusimos que La Mamona era el plato fuerte de la revista. Bajo la foto venía su nombre, Lorraine, junto al imperativo "jouez avec elle". El gesto de La Mamona no tolera dudas sobre qué clase de juego tiene en mente el editor. Es el juego denominado "A que Lorraine deseaba fornicar conmigo". El papel de La Mamona en dicho juego consiste en mirar fijamente a la cámara, mientras que el del caballero consiste en que su pene se dedique a las labores propias de su sexo. (Fijamente… Me chocan los adverbios. Narra Borges que Xul Solar llegó un día al café y anunció con solemnidad: "¡El adverbio ha muerto! ¡Definitiva ha muerto!")
     El gesto de La Mamona es la clave. Hay una convención que ordena que ese sea el gesto que hacen las mujeres cuando anhelan ser deseadas, o cuando ya lo son o evocan que lo han sido. Lo que se llama un gesto cachondo, el que se hace al pronunciar la ene de esa palabra elocuente. Rictus peculiar, sobre todo cuando se utiliza con fines pecuniarios, el gesto cachondo tiene al menos tres ingredientes: el ojo provocativo, la boca pecaminosa y las narinas incitantes (ni el orden de la anatomía ni el de los calificativos altera el producto).
     El ojo provocativo consiste, básicamente, en hallarse entrecerrado. Paradigma de la lubricidad, el párpado desmaya como el de Santa Teresa cuando es herida por los venablos del Señor, paradigma del caballero. El desmayo del ojo denota abandono de sí, ausencia, ávido anhelo de encontrar, en el desierto de la mirada del caballero, el oasis del orgasmo (o, por lo menos, su espejismo). La boca pecaminosa es la escenografía carnosa para que cante su aria, en la ópera del rostro, el ojo soprano. El labio moderno es un moño turgente, una almohada dentada, un tercer ojo, amplio y frutal, metáfora de la vagina bla bla bla. Único orificio que se atreve a decir su nombre, la boca de La Mamona es un pulposo nácar adiposo que, se me explica, esculpen con silicón esos modernos berninis de la cirugía plástica. Las narinas inflamadas le agregan el lado animal a La Mamona, una especie de memoria mamífera. Como los ojos y la boca, acentúan el lado sufriente, pues la imaginación de la ralea ha sido educada en la idea de que el placer sólo es tal si viene con dolor. El gesto cachondo tiene por ello algo de arañazo, de huraño dramatismo. Un traslape de los sólidos códigos de la pornografía que, para atizar al fantasioso con un ribete masoquista, propone que el gozo duele. A mí, que más bien tiendo a reírme, esto me fastidia. Nunca he entendido por qué, en las orgías porno, la banda sonora parece haberse grabado en un hospital de campaña durante la guerra del 14.
     Poco a poco el afiche envejeció. La Mamona mostró la pesadumbre del tiempo, se evidenciaron sus arrugas, el ojo se opacó, le encaneció el cabello, le salió una caries. La mano que acariciaba la chichi procuraba ahora detener su colapso. Las feministas la cubrieron de letreros saboteadores que dicen: "Le sexisme est un racisme". Los pícaros salpicaron su piel inaccesible con la polución de sus grafitti. No faltó el clasicista que le agregó un mostacho. Una medianoche vimos a la cuadrilla untarle encima, previo engrudo y sin el menor escrúpulo, un luminoso Renault, aún más aerodinámico que ella. Nos miramos y dijimos: Adiós, La Mamona. No la extrañamos. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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