Sr. director:
A propósito de la entrevista a César Aira publicada en la revista Letras Libres y en el suplemento adn del diario La Nación, y porque respeto al colega –a quien leo con placer desde Ema, la cautiva–, quiero hacerle un par de precisiones, ya que me siento equívocamente aludido en una de sus respuestas. En un ambiente en el que no se suelen debatir ideas y lo que sobra son mezquindades, no está mal disentir con respeto y sin ánimo de “polemizar”, que como él y yo sabemos es materia favorita del peor periodismo cultural.
En realidad, comparto casi todo lo que Aira sostiene en la entrevista, que leí gratamente impresionado por la profundidad de muchas de sus ideas. Sobre todo cuando se refiere a la actividad del escritor y su posición ante el mundo y su propia obra. Coincido en que la literatura no tiene una función social importante (yo agregaría que ni tiene por qué tenerla); que siempre ha sido minoritaria y que es una opción como cualquier otra; que es una tontería (el calificativo es mío) pretender la obligatoriedad de la literatura; y que es más probable encontrar la felicidad en cualquier actividad antes que en la literatura. Hasta ahí, de acuerdo.
Pero lo que me inquieta –y confieso que me fastidia– es que Aira dice que la promoción de la lectura “se ha puesto de moda” y “hay hasta fundaciones que se dedican a eso. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo, no leen nunca”. Y dice después: “Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer.”
Obvio que me siento tocado. Y obligado a clarificarlo. Yo presido una fundación dedicada al fomento de la lectura en una sociedad que fue lectora y dejó de serlo. La Argentina fue el principal productor y exportador de libros de América, y el país donde se traducía todo el conocimiento universal a la lengua castellana. Nuestros libros y revistas formaban ciudadanos en todo el continente y en toda nuestra lengua. Y eso porque el imaginario lector de nuestros abuelos, inmigrantes o criollos, se basaba en que el camino para el ascenso social eran el libro y la lectura.
Fue el discurso autoritario de que el libro era subversivo –que prendió en todos los sectores sociales– el que en apenas treinta años destruyó ese imaginario sustituyéndolo por el que propuso esa pésima educadora que es la televisión. El libro y la lectura fueron subversivos porque el saber lo era. El conocimiento, el pensamiento libre, la expresión de las ideas, todo era considerado peligroso. Los libros se quemaban; bibliotecas enteras fueron destruidas; escritores y poetas asesinados, y con todo ello la lectura fue la gran perseguida: el desaparecido 30.001. El resultado está a la vista: la lectura rota imperando en una nación de no lectores.
Aira puede no tener interés en todo esto, quizá porque no le importa lo social, y allá él, no lo juzgo. Pero debería ser más respetuoso del trabajo de los demás. Porque somos muchos y muchas los que trabajamos para restañar esa herida. Y no por nostalgia, sino por la convicción de que el ascenso social no depende del desarrollo económico, sino del desarrollo cultural. Ni Aira ni ningún otro colega tiene que compartir esto, pero sí cabe exigirles respeto. Sobre todo porque es un trabajo voluntario, o sea gratuito.
Aira está equivocado en las dos sospechas temerarias y prejuiciosas que enuncia: no se “cobran muy buenos sueldos” en el campo de la promoción lectora, que yo sepa, y en mi caso no he cobrado jamás por esta tarea a la que me dedico desde hace más de veinte años. Y como presidente de una ong sin fines de lucro, lo tengo, además, prohibido por ley.
En cuanto a la sospecha de que “no leen nunca”, es demasiado presuntuosa. No tiene sentido comparar las bibliotecas leídas por cada uno de nosotros. Ha de haber los que no leen, sin duda, en el fomento de la lectura como en otras disciplinas, pero es arrogante la idea de que “yo sí leo y los demás no”.
Finalmente, respecto de la libertad de la lectura, el enunciado de Aira me parece superficial. Todo buen lector sabe que la libertad de lectura es un valor inestimable y que de eso, precisamente, se trata. Pero también se trata de garantizar las condiciones de esa libertad, para que quienes elijan leer tengan qué y dónde. Y esa es una labor que no siempre el Estado puede garantizar. Por eso promover la lectura no es “obligar a leer”, sino brindar las condiciones para que el que quiera pueda hacerlo. Un ejemplo para terminar: si de cada cien chicos a los que visita una abuela cuentacuentos, cincuenta eligen quedarse a compartir una lectura y gozan la sesión, estamos ante un ejercicio de libertad que no sería posible si, además, la abuela (que no cobra) no diera su tiempo y su amor. Multiplique, Aira, ahora, el significado de esto teniendo en cuenta que hay más de dos mil abuelas cuentacuentos visitando semanalmente centenares de escuelas e instituciones en todo el país, donde de otra manera los chicos no podrían acceder a ninguna lectura. ~